Imagen: El País / Omar Diallo |
El suicidio de un adolescente guineano que había sido tutelado por la Generalitat revela la herida de la ruta africana y el vértigo de los migrantes al cumplir los 18.
Jesús García | El País, 2019-11-17
https://elpais.com/sociedad/2019/11/16/actualidad/1573913255_246999.html
El puente de piedra parduzca que atenaza el Anoia con sus grandes ojos de medio punto es un telón de fondo ideal para el festival Rec. Es 6 de noviembre, primer día de un evento que es el epítome de lo ‘hípster’: paradas de ‘street food’, patrocinio de Estrella Damm y marcas de moda que ocupan las antiguas curtidurías en la margen izquierda del río. Omar Diallo está solo encima del puente. Poco antes de las 14.00, salta. No se lanza sobre el espeso cañaveral que cubre el pobre caudal del río, sino sobre el asfalto. Un testigo le ha visto y avisa a los Mossos.
La muerte de Omar abate a quienes, hasta hace pocos días, fueron sus compañeros en el centro de acogida de menores Mas Amigó; derrumba a la familia guineana que le había acogido en su casa; y descoloca a los educadores que le han asistido desde que llegó a Cataluña, porque no vieron venir el desenlace. “Se había adaptado bien, era uno más de esa familia, enviaba mensajes diciendo que estaba contento... Nadie pensó que pasaría esto. Los suicidios no avisan”, explica Marta Montoya, que coordina los centros para migrantes de la cooperativa Eduvic.
En mayo, seis meses antes de quitarse la vida, Omar entra en la comisaría de los Mossos de la plaza de Espanya, un edificio moderno pero de aroma soviético. Dice que tiene 17 años, aunque no presenta pasaporte ni certificado de nacimiento. La policía le fotografía (plumón azul, pequeña herida bajo el ojo derecho) y le asigna un número de tutelado —22.042—, a la espera de que la Fiscalía determine su edad. El chico empieza así su breve vida bajo la égida de la Generalitat, que le conduce primero a un centro de Calella y, luego, a una masía en un entorno idílico de la Cataluña central.
Desde Santa Margarida de Montbui, un discreto cartel marca el desvío, por un sendero, hacia Mas Amigó. Un campo de fútbol de tierra —el rojo y el blanco de las porterías recién pintadas refulgen frente al paisaje ocre— da paso a un patio donde un vigilante controla el acceso al recinto. “Aquí están alejados de miradas hostiles”, dice un educador. Allí vivió Omar. “Era un chico reservado y tímido, pero activo. Había hecho su grupo de amigos”, indica Montoya. Arrastraba, sin embargo, una pesada carga como migrante y una infancia de soledad, abandono y pobreza. Huérfano, había sido “niño de la calle” en Télimélé —localidad de 15.000 habitantes al oeste de Guinea— y emprendido, de adolescente, un penoso viaje a Europa, también en soledad. De esas experiencias le quedaron heridas profundas pero invisibles; en alguna ocasión verbalizó su “miedo a estar solo”.
Omar relató su periplo, con cuentagotas, a los educadores y a la forense que le visitó. Dijo que había salido de Guinea —o Guinea-Conakry, para distinguirla de sus vecinas con apellido— y llegado en avión a Malta. De allí había cruzado a Italia y luego a Francia hasta llegar a Barcelona. Ese país, a la cola en el índice de desarrollo humano, es el segundo (tras Marruecos) que ha aportado más migrantes a España en lo que va de año: 3.013 personas han arribado por las fronteras marítimas y terrestres, según Acnur. No se sabe si Omar tomó en algún momento un avión o si contó esa versión porque le convenía. Pero personas cercanas a él dicen que pasó primero por Guinea Bissau y que completó por tierra el tramo más duro de la ruta africana.
El día que se suicidó, los Mossos hallaron en la mochila de Omar la copia de una denuncia que presentó durante su paso por Marsella: decía que le habían robado la documentación. Aquel incidente le afectó, relatan sus cuidadores. Más duro fue saber que dejaba de ser tutelado. El 14 de octubre, mientras los líderes independentistas conocían la sentencia del ‘procés’, la Fiscalía decretaba que Omar, corpulento y de anchas espaldas, era mayor de edad. Un forense le había practicado las pruebas preceptivas: un estudio radiográfico de la muñeca y otro de maduración dental. La primera prueba indicó que tenía 19 años; la segunda, 18. “En ese momento, se vino abajo”, dice un educador. Pudo haber recurrido ante el juez, pero no lo hizo, según su entorno, porque admitió que al notificársele el resultado —cinco meses después de llegar a Cataluña— ya era mayor de edad.
De la masía a la familia
Esos métodos han sido cuestionados por las entidades de apoyo a los migrantes —“están pensados para varones caucásicos; habría que aplicar otros criterios”, cuenta un portavoz de Acnur—, pero también por la literatura científica, que subraya sus márgenes de error. La Fiscalía asegura que, ante la duda, los forenses apuntan a la minoría de edad. Pero advierte de que, sin documentos, el sistema no ofrece otras vías. Entidades como Hourria replican que tampoco los papeles sirven para los subsaharianos que emigran solos: “Si el chico es negro, se pone en duda su pasaporte”.
“El problema es que, tengan 17 o 18, siguen siendo vulnerables”, apunta una fiscal de menores. Y en esa frontera legal hay mucho en juego: ser un menor protegido o un inmigrante irregular. Omar tuvo que abandonar la masía. Se acabaron para él el fútbol y las clases de catalán; las actividades en el pueblo y el psicólogo; las tareas en el huerto y el gallinero y la vida rural: tranquila y reposada como él. Las entidades sociales denuncian que el chico se encontró expulsado, solo y desamparado, y ven en su trágico final un símbolo de todo lo que funciona mal en la atención a los menores. La indignación alcanza a los guineanos que viven en España. “Un migrante es un huérfano. A un chico que no tiene familia, ni papeles ni recursos, ¿le echan a la calle?”, se pregunta Fodé Diakité, mediador.
Pero la Generalitat y el centro niegan la mayor. “Hay errores y hay casos que hacen emerger disfunciones. El de Omar no lo es. No se quedó en la calle, se le conectó con una red de apoyo, como solemos hacer”, afirma la directora de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia, Georgina Oliva.
El apoyo vino de la comunidad guineana. Mamadou Lamarana, musulmán y de etnia fula como Omar, le ofreció techo junto a sus tres hijos. Los educadores siguieron el caso más por voluntad que por obligación y constataron que se adaptó a su nueva vida. Lamarana, que habla rápido, lo corrobora: “Es un buen chaval, normal y corriente, como un hijo más... La mañana que se suicidó me dijo que iba a caminar un rato”. Mientras hace gestiones para repatriar el cuerpo, Lamarana no deja de preguntarse, como todos, por qué un niño de la calle que cruzó África para salir de la miseria saltó de un puente; y por qué tuvo que hacerlo precisamente ahora, cuando empezaba a estar un poco menos solo.
La muerte de Omar abate a quienes, hasta hace pocos días, fueron sus compañeros en el centro de acogida de menores Mas Amigó; derrumba a la familia guineana que le había acogido en su casa; y descoloca a los educadores que le han asistido desde que llegó a Cataluña, porque no vieron venir el desenlace. “Se había adaptado bien, era uno más de esa familia, enviaba mensajes diciendo que estaba contento... Nadie pensó que pasaría esto. Los suicidios no avisan”, explica Marta Montoya, que coordina los centros para migrantes de la cooperativa Eduvic.
En mayo, seis meses antes de quitarse la vida, Omar entra en la comisaría de los Mossos de la plaza de Espanya, un edificio moderno pero de aroma soviético. Dice que tiene 17 años, aunque no presenta pasaporte ni certificado de nacimiento. La policía le fotografía (plumón azul, pequeña herida bajo el ojo derecho) y le asigna un número de tutelado —22.042—, a la espera de que la Fiscalía determine su edad. El chico empieza así su breve vida bajo la égida de la Generalitat, que le conduce primero a un centro de Calella y, luego, a una masía en un entorno idílico de la Cataluña central.
Desde Santa Margarida de Montbui, un discreto cartel marca el desvío, por un sendero, hacia Mas Amigó. Un campo de fútbol de tierra —el rojo y el blanco de las porterías recién pintadas refulgen frente al paisaje ocre— da paso a un patio donde un vigilante controla el acceso al recinto. “Aquí están alejados de miradas hostiles”, dice un educador. Allí vivió Omar. “Era un chico reservado y tímido, pero activo. Había hecho su grupo de amigos”, indica Montoya. Arrastraba, sin embargo, una pesada carga como migrante y una infancia de soledad, abandono y pobreza. Huérfano, había sido “niño de la calle” en Télimélé —localidad de 15.000 habitantes al oeste de Guinea— y emprendido, de adolescente, un penoso viaje a Europa, también en soledad. De esas experiencias le quedaron heridas profundas pero invisibles; en alguna ocasión verbalizó su “miedo a estar solo”.
Omar relató su periplo, con cuentagotas, a los educadores y a la forense que le visitó. Dijo que había salido de Guinea —o Guinea-Conakry, para distinguirla de sus vecinas con apellido— y llegado en avión a Malta. De allí había cruzado a Italia y luego a Francia hasta llegar a Barcelona. Ese país, a la cola en el índice de desarrollo humano, es el segundo (tras Marruecos) que ha aportado más migrantes a España en lo que va de año: 3.013 personas han arribado por las fronteras marítimas y terrestres, según Acnur. No se sabe si Omar tomó en algún momento un avión o si contó esa versión porque le convenía. Pero personas cercanas a él dicen que pasó primero por Guinea Bissau y que completó por tierra el tramo más duro de la ruta africana.
El día que se suicidó, los Mossos hallaron en la mochila de Omar la copia de una denuncia que presentó durante su paso por Marsella: decía que le habían robado la documentación. Aquel incidente le afectó, relatan sus cuidadores. Más duro fue saber que dejaba de ser tutelado. El 14 de octubre, mientras los líderes independentistas conocían la sentencia del ‘procés’, la Fiscalía decretaba que Omar, corpulento y de anchas espaldas, era mayor de edad. Un forense le había practicado las pruebas preceptivas: un estudio radiográfico de la muñeca y otro de maduración dental. La primera prueba indicó que tenía 19 años; la segunda, 18. “En ese momento, se vino abajo”, dice un educador. Pudo haber recurrido ante el juez, pero no lo hizo, según su entorno, porque admitió que al notificársele el resultado —cinco meses después de llegar a Cataluña— ya era mayor de edad.
De la masía a la familia
Esos métodos han sido cuestionados por las entidades de apoyo a los migrantes —“están pensados para varones caucásicos; habría que aplicar otros criterios”, cuenta un portavoz de Acnur—, pero también por la literatura científica, que subraya sus márgenes de error. La Fiscalía asegura que, ante la duda, los forenses apuntan a la minoría de edad. Pero advierte de que, sin documentos, el sistema no ofrece otras vías. Entidades como Hourria replican que tampoco los papeles sirven para los subsaharianos que emigran solos: “Si el chico es negro, se pone en duda su pasaporte”.
“El problema es que, tengan 17 o 18, siguen siendo vulnerables”, apunta una fiscal de menores. Y en esa frontera legal hay mucho en juego: ser un menor protegido o un inmigrante irregular. Omar tuvo que abandonar la masía. Se acabaron para él el fútbol y las clases de catalán; las actividades en el pueblo y el psicólogo; las tareas en el huerto y el gallinero y la vida rural: tranquila y reposada como él. Las entidades sociales denuncian que el chico se encontró expulsado, solo y desamparado, y ven en su trágico final un símbolo de todo lo que funciona mal en la atención a los menores. La indignación alcanza a los guineanos que viven en España. “Un migrante es un huérfano. A un chico que no tiene familia, ni papeles ni recursos, ¿le echan a la calle?”, se pregunta Fodé Diakité, mediador.
Pero la Generalitat y el centro niegan la mayor. “Hay errores y hay casos que hacen emerger disfunciones. El de Omar no lo es. No se quedó en la calle, se le conectó con una red de apoyo, como solemos hacer”, afirma la directora de la Dirección General de Atención a la Infancia y la Adolescencia, Georgina Oliva.
El apoyo vino de la comunidad guineana. Mamadou Lamarana, musulmán y de etnia fula como Omar, le ofreció techo junto a sus tres hijos. Los educadores siguieron el caso más por voluntad que por obligación y constataron que se adaptó a su nueva vida. Lamarana, que habla rápido, lo corrobora: “Es un buen chaval, normal y corriente, como un hijo más... La mañana que se suicidó me dijo que iba a caminar un rato”. Mientras hace gestiones para repatriar el cuerpo, Lamarana no deja de preguntarse, como todos, por qué un niño de la calle que cruzó África para salir de la miseria saltó de un puente; y por qué tuvo que hacerlo precisamente ahora, cuando empezaba a estar un poco menos solo.
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