Tolosa - Nuevo Mercado & Calle Solana |
Julen Zabala Alonso
Juanita, una de mis abuelas, repetía aquello de que las comparaciones son odiosas. Juana -Juanita-, que se había casado con Fructuoso, tuvo tres hijos y una hija, María Luisa. El último de los niños resultó ser fruto de lo que en aquellos tiempos oscuros y llenos de tabúes se decía de “la retirada”. María Ángeles, mi otra abuela, hablaba poco y rezaba mucho. Bueno, a decir verdad, las dos rezaban bastante. Contaban que María Ángeles se casó siendo casi una niña, adolescente, mocita. Sería mejor decir que la casaron con un mocetón dicharachero y menudo, pero trabajador y honrado, que tuvo la mala suerte de perder a su primera mujer en el parto de la segunda hija. Así que el pobre Julián qué iba a hacer con dos niñas, una de un año y poco y otra apenas con unas semanas.
Casaron a María Ángeles en uno de aquellos matrimonios concertados y allí la llevaron al caserío arrendado a los señores -señoros que se diría ahora, mucho mejor dicho-, en un lugar bastante inhóspito y demasiado triste, y allí Julián, entre miserias varias, le iba haciendo tripa tras tripa a María Ángeles, que gestó hasta en doce ocasiones. Los embarazos de Juanita también fueron alguno más de aquellos cuatro que dieron su fruto, pero en aquellos tiempos hablar de los abortos, aunque fueran espontáneos, era cosa del silencio.
María Ángeles vio morir a dos pequeños, uno recién nacido y otro siendo niño. María Ángeles y Julián nunca vivieron junto a toda su prole, pues en cuanto las hijas y los hijos tenían uso de razón se les mandaba a cuidar ovejas, a servir en las casas de las familias pudientes o en los caseríos ricos o como amas de curas o se les internaba en seminarios y aquellas que quedaban repudiadas por alguna tragedia que las marcaba para siempre como no casaderas ingresaban en conventos de clausura, donde, como no disponían de dote, también se ponían a servir a las hermanas pudientes, ¡total patatas!.
En casa de Juana y Fructuoso no era muy diferente y sucedía algo parecido: Marialui -María Luisa-, la hija, cuidaba del pequeño, el de la retirada, hasta que en una fábrica se pusiera a empaquetar tubos de betún y a partir de entonces hiciera ambas labores, la de la fábrica y la de cuidar del pequeño; y los mayores ingresaban en colegios de curas que les diesen educación y, sobre todo, pan y puré de patata.
María Ángeles, como si no tuviera bastante con su propia prole, tuvo que hacerse cargo de Ignacio, uno de sus hermanos, que era menor que muchos de sus propios hijos y que, seguramente, también fue fruto de la retirada de su madre. María Ángeles odiaba a aquel hermano al que endosaron como si fuera hijo propio, postizo que se decía, y acabó sus días sin dirigirle la palabra. Aunque en general hablara poco (y rezara mucho) aquel silencio con el que condenó a su hermano nos resultaba terrible en las reuniones familiares.
No sé qué pensarían ahora Juana y María Ángeles sobre la gestación subrogada, pero dirían poca cosa; sí exclamarían algún “¡ay ene!”, sin dejar de santiguarse, pero no mucho más. En la ingenuidad de la niñez las frases de los rezos me parecían cosas bastante incomprensibles, con aquel lenguaje rebuscado y empalagoso, casi sin sentido y como de otro mundo. Aquel extrañísimo leísmo de “el pan nuestro de cada día dánosle hoy” me volvía tarumba y por más vueltas que le diese no entendía ni el qué ni el quién ni el cuándo de aquel imperativo categórico: si era nuestro por qué nos lo había quitado y por qué nos lo tenía que devolver y, además, otra duda existencial, si era de cada día por qué solo nos lo iba a dar hoy.
En fin, que luego debieron cambiarlo, no sé si por hacerlo más comprensible o, simplemente, por hacerlo más políticamente correcto, como hicieron con las deudas y los deudores, reconvertidos en ofensas y los que nos ofenden. De todo aquello, sin duda, lo que me quedó grabado era el énfasis que ponían Juana y María Ángeles, cada una a su modo, al pronunciar “bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.
Aquellas tardes interminables y grises en torno a una mesa forrada de hule, al calor de la económica que calentaba tanto nuestros cuerpos como la ropa tendida casi del techo en cuerdas de quita y pon, devorando castañas, unas veces cocidas y otras asadas, aquellas tardes en las que Juana se apartaba a una esquina de la cocina para seguir con sus rezos, seguramente por el recuerdo de aquel ser querido o por tratarse de alguna fecha señalada en lo más íntimo de su ser, que nunca se atrevía a revelar, y entre los murmullos de aquellas oraciones siempre se le podía escuchar, enfáticamente, aquel “bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”, como si esperara el asentimiento de un amén colectivo.
Alguna de aquellas tardes me decía que me abrigara y que fuera a llevarle a la tía Luisa, su cuñada, que vivía en el portal de al lado, a la Inmaculada o la Milagrosa o la Dolorosa –no puedo recordarlo con exactitud- o algo así, pero era una de esas vírgenes que iban de casa en casa encerradas en una caja que parecía mágica, tras permanecer una semana en el taquillón de la entrada junto a velas y mariposas, aquellas lamparillas de aceite.
La tía Luisa, que por ser su madrina dio nombre a María Luisa, no tenía hijos aunque estaba casada con el tío Perico. Sería cosa de la mala suerte, pero aquel vientre quedó seco, aunque la verdad es que nunca sabremos por qué no tuvieron hijos, pues en aquellos tiempos esas cosas se llevaban en el más estricto silencio y pasarán al olvido. La tía Luisa, a falta de hijos, cuidaba de su hermano, delicado de salud y que vivía en la misma casa. Allí le llevaba la caja de la virgen, corriendo por las estrechas escaleras, y a cambio me daba merienda o una propina.
La casa de la tía Luisa y el tío Perico era muy parecida a la de Juana y Fructuoso, pero faltaban las idas y venidas de los hijos y de los nietos; se respiraba una atmósfera diferente. Hasta que un día instalaron un televisor al fondo de la sala de estar y nuestras visitas eran mucho más frecuentes. Fueron los primeros de la familia en tener televisión y también los primeros en tener frigorífico y, seguramente, los primeros en tener lavadora automática.
Cosas que se pudieron permitir por, suponemos, no tener hijos. Así que ahí nos tenían a su ahijada y a los hijos de ésta para seguir las venturas y desventuras de Herta Frankel y su perrita Marilín en aquella nueva caja milagrosa que presidía el saloncito y hasta la casa toda. Y ahí nos tenían hasta que llegaba la familia Telerín, familia que, por cierto, ya nos parecía demasiado numerosa para la época.
Decía Juanita que las comparaciones son odiosas. Y cada vez que leo algo de lo mucho que se está escribiendo estos últimos tiempos sobre la gestación subrogada me acuerdo de ella y de sus palabras. También de María Luisa, pues no hacía sino recordarnos si íbamos a inventar la pólvora. Por mucho que pongamos otros nombres, y por muy modernos que nos parezcan, hay cosas que siempre han estado ahí, por más que nos pese.
No sé qué pensarían Juana y María Ángeles si supieran que hoy en día incluso se atreverían a llamarlas vasijas, así, sin más ni más. Tras la inevitable persignación, tal vez dirían que sí, que vasijas sí, pero llenas de gracia, como Nuestra Señora, y que ahí tenéis a la tía Luisa que, en su desgracia, no tuvo la misma suerte.
Casaron a María Ángeles en uno de aquellos matrimonios concertados y allí la llevaron al caserío arrendado a los señores -señoros que se diría ahora, mucho mejor dicho-, en un lugar bastante inhóspito y demasiado triste, y allí Julián, entre miserias varias, le iba haciendo tripa tras tripa a María Ángeles, que gestó hasta en doce ocasiones. Los embarazos de Juanita también fueron alguno más de aquellos cuatro que dieron su fruto, pero en aquellos tiempos hablar de los abortos, aunque fueran espontáneos, era cosa del silencio.
María Ángeles vio morir a dos pequeños, uno recién nacido y otro siendo niño. María Ángeles y Julián nunca vivieron junto a toda su prole, pues en cuanto las hijas y los hijos tenían uso de razón se les mandaba a cuidar ovejas, a servir en las casas de las familias pudientes o en los caseríos ricos o como amas de curas o se les internaba en seminarios y aquellas que quedaban repudiadas por alguna tragedia que las marcaba para siempre como no casaderas ingresaban en conventos de clausura, donde, como no disponían de dote, también se ponían a servir a las hermanas pudientes, ¡total patatas!.
En casa de Juana y Fructuoso no era muy diferente y sucedía algo parecido: Marialui -María Luisa-, la hija, cuidaba del pequeño, el de la retirada, hasta que en una fábrica se pusiera a empaquetar tubos de betún y a partir de entonces hiciera ambas labores, la de la fábrica y la de cuidar del pequeño; y los mayores ingresaban en colegios de curas que les diesen educación y, sobre todo, pan y puré de patata.
María Ángeles, como si no tuviera bastante con su propia prole, tuvo que hacerse cargo de Ignacio, uno de sus hermanos, que era menor que muchos de sus propios hijos y que, seguramente, también fue fruto de la retirada de su madre. María Ángeles odiaba a aquel hermano al que endosaron como si fuera hijo propio, postizo que se decía, y acabó sus días sin dirigirle la palabra. Aunque en general hablara poco (y rezara mucho) aquel silencio con el que condenó a su hermano nos resultaba terrible en las reuniones familiares.
No sé qué pensarían ahora Juana y María Ángeles sobre la gestación subrogada, pero dirían poca cosa; sí exclamarían algún “¡ay ene!”, sin dejar de santiguarse, pero no mucho más. En la ingenuidad de la niñez las frases de los rezos me parecían cosas bastante incomprensibles, con aquel lenguaje rebuscado y empalagoso, casi sin sentido y como de otro mundo. Aquel extrañísimo leísmo de “el pan nuestro de cada día dánosle hoy” me volvía tarumba y por más vueltas que le diese no entendía ni el qué ni el quién ni el cuándo de aquel imperativo categórico: si era nuestro por qué nos lo había quitado y por qué nos lo tenía que devolver y, además, otra duda existencial, si era de cada día por qué solo nos lo iba a dar hoy.
En fin, que luego debieron cambiarlo, no sé si por hacerlo más comprensible o, simplemente, por hacerlo más políticamente correcto, como hicieron con las deudas y los deudores, reconvertidos en ofensas y los que nos ofenden. De todo aquello, sin duda, lo que me quedó grabado era el énfasis que ponían Juana y María Ángeles, cada una a su modo, al pronunciar “bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”.
Aquellas tardes interminables y grises en torno a una mesa forrada de hule, al calor de la económica que calentaba tanto nuestros cuerpos como la ropa tendida casi del techo en cuerdas de quita y pon, devorando castañas, unas veces cocidas y otras asadas, aquellas tardes en las que Juana se apartaba a una esquina de la cocina para seguir con sus rezos, seguramente por el recuerdo de aquel ser querido o por tratarse de alguna fecha señalada en lo más íntimo de su ser, que nunca se atrevía a revelar, y entre los murmullos de aquellas oraciones siempre se le podía escuchar, enfáticamente, aquel “bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”, como si esperara el asentimiento de un amén colectivo.
Alguna de aquellas tardes me decía que me abrigara y que fuera a llevarle a la tía Luisa, su cuñada, que vivía en el portal de al lado, a la Inmaculada o la Milagrosa o la Dolorosa –no puedo recordarlo con exactitud- o algo así, pero era una de esas vírgenes que iban de casa en casa encerradas en una caja que parecía mágica, tras permanecer una semana en el taquillón de la entrada junto a velas y mariposas, aquellas lamparillas de aceite.
La tía Luisa, que por ser su madrina dio nombre a María Luisa, no tenía hijos aunque estaba casada con el tío Perico. Sería cosa de la mala suerte, pero aquel vientre quedó seco, aunque la verdad es que nunca sabremos por qué no tuvieron hijos, pues en aquellos tiempos esas cosas se llevaban en el más estricto silencio y pasarán al olvido. La tía Luisa, a falta de hijos, cuidaba de su hermano, delicado de salud y que vivía en la misma casa. Allí le llevaba la caja de la virgen, corriendo por las estrechas escaleras, y a cambio me daba merienda o una propina.
La casa de la tía Luisa y el tío Perico era muy parecida a la de Juana y Fructuoso, pero faltaban las idas y venidas de los hijos y de los nietos; se respiraba una atmósfera diferente. Hasta que un día instalaron un televisor al fondo de la sala de estar y nuestras visitas eran mucho más frecuentes. Fueron los primeros de la familia en tener televisión y también los primeros en tener frigorífico y, seguramente, los primeros en tener lavadora automática.
Cosas que se pudieron permitir por, suponemos, no tener hijos. Así que ahí nos tenían a su ahijada y a los hijos de ésta para seguir las venturas y desventuras de Herta Frankel y su perrita Marilín en aquella nueva caja milagrosa que presidía el saloncito y hasta la casa toda. Y ahí nos tenían hasta que llegaba la familia Telerín, familia que, por cierto, ya nos parecía demasiado numerosa para la época.
Decía Juanita que las comparaciones son odiosas. Y cada vez que leo algo de lo mucho que se está escribiendo estos últimos tiempos sobre la gestación subrogada me acuerdo de ella y de sus palabras. También de María Luisa, pues no hacía sino recordarnos si íbamos a inventar la pólvora. Por mucho que pongamos otros nombres, y por muy modernos que nos parezcan, hay cosas que siempre han estado ahí, por más que nos pese.
No sé qué pensarían Juana y María Ángeles si supieran que hoy en día incluso se atreverían a llamarlas vasijas, así, sin más ni más. Tras la inevitable persignación, tal vez dirían que sí, que vasijas sí, pero llenas de gracia, como Nuestra Señora, y que ahí tenéis a la tía Luisa que, en su desgracia, no tuvo la misma suerte.
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