Fotografía de Dorothea Langue. California, 1936 |
En el debate sobre los permisos de paternidad iguales e intransferibles, la polarización es casi inevitable porque implica confrontar distintas posiciones sobre la crianza: la defensa de la llamada maternidad intensiva o la crítica a la supuesta superioridad moral de este modelo.
Beatriz Gimeno | Pikara Magazine, 2018-07-26
http://www.pikaramagazine.com/2018/07/el-repliegue-identitario-de-la-maternidad/
Mi libro sobre la lactancia materna y el terremoto (al menos personal) que ha provocado ha coincidido con la aprobación en el Congreso de los Diputados de la propuesta de Ley de Permisos de Paternidad Iguales e Intransferibles y, a raíz de esta aprobación, se han publicado en diversos medios algunos artículos muy críticos con esta propuesta; artículos que exigen que los permisos no sean transferibles (es decir, que se los puedan coger solo las madres, tal como sucede ahora) así como que se alargue el permiso de maternidad (que es uno de los más cortos de Europa y que es cierto que hay que alargar).
En este debate, como en otros de los que afectan a las mujeres, la polarización es casi inevitable porque hay una parte importante del mismo que es irreductible, y por tanto nadie convence a nadie, sino que defendemos nuestras posiciones. No estamos hablando de los permisos exactamente, sino que lo que estamos discutiendo son diferentes concepciones sobre la maternidad: la defensa de la llamada maternidad intensiva, cuyo eje es la lactancia materna prolongada y a demanda, o la crítica a la supuesta superioridad moral de este modelo. La maternidad intensiva basada en la lactancia se ha convertido en una identidad fuerte y es muy difícil discutir sobre una base identitaria.
En muchas ocasiones (desde luego no en todas) no estamos hablando de arreglos sobre el cuidado o políticas públicas, sino de la identidad de muchas de las madres que discuten (discutimos); esta es la razón del enconamiento y de la polarización que a mucha gente le ha sorprendido. Aunque sea ahora cuando parece que ha entrado en la órbita del feminismo, este no es un debate nuevo, ni tiene que ver sólo con los Permisos; en un debate que lleva tiempo abierto en otros países y es tan enconado que recibe el nombre de ‘mommy wars’, parafraseando a las ‘sex wars’ entre partidarias de la regulación de la prostitución y el porno y las partidarias de la abolición. Y no nos engañemos, ha llegado para quedarse.
En el asunto de la maternidad intensiva late una cuestión generacional que no hay que desdeñar. Cada generación tiene derecho a trazar su propia senda, aunque lo deseable sería que cualquier camino que las mujeres emprendiéramos tuviera en cuenta la historia del feminismo y sus luchas, así no estaríamos reinventando la rueda constantemente. Y sin embargo lo hacemos, porque el feminismo no se estudia y cada generación parte, en gran medida, de cero. En este caso, contextualizar las prácticas maternales a lo largo de la historia y en las diferentes culturas, impediría los acercamientos esencialistas y ahistóricos. Desde el conocimiento históricamente situado es más difícil caer en ciertas afirmaciones que se están haciendo en este momento so pena de terminar pensando que hasta que llegó la generación actual todos los bebés nacidos en este mundo han sido maltratados, infelices o han crecido para ser adultos neuróticos.
Si supiéramos algo de las muy diferentes prácticas maternales que se dan en el mundo sabríamos que la maternidad actual que se practica en los países desarrollados, la maternidad intensiva, se ha dado en muy pocas ocasiones a lo largo de la historia y siempre en momentos de reacción antifeminista. Y ahora. Y es obligación de cualquier feminista preguntarse por qué ahora. Por qué cuando se había recorrido un trecho importante en el camino de la igualdad aparecen de repente –otra vez, pero en esta ocasión como reivindicación feminista- el parto sin anestesia, la lactancia prolongada, los pañales de tela, el llevar a los niños y niñas siempre encima, la exigencia a la madre –y solo a ella- de estar siempre cerca y de verse obligada a invertir todo su tiempo en proporcionar al niño o niña multitud de estímulos de todo tipo para conseguir ofrecerles unas supuestas ventajas competitivas en un mundo cada vez más competitivo. Y tras todo ello y siempre, la culpa; la culpa disfrazada de virtud maternal.
Cualquier feminista tendría que preguntarse por qué precisamente ahora aparece con tanta fuerza una maternidad pocas veces antes practicada, una maternidad mistificada (de nuevo) basada en el viejo, y todavía muy vivo, imperativo ético del ser-para-otros de las mujeres, y que incide especialmente en el cuestionamiento del empleo femenino, pero también de cualquier otro interés durante el tiempo de la crianza. Es necesario preguntarse por qué la ocupación maternal, de por sí asimétrica con respecto a los hombres, parece complicarse cada vez más a medida que desciende el número de hijos e hijas que se tienen (cuando en teoría debería ocupar menos tiempo y ser más fácil).
La mayoría de las mujeres de este país tendrá solo un hijo, lo tendrá tarde, con angustia por dejar pasar el tiempo y lo tendrá a costa de enormes sacrificios personales. Quizá por eso los hijos e hijas se han convertido en un objeto precioso, objeto de una inversión material y emocional para la madre mayor que prácticamente nunca antes, lo que hace que no nos relacionemos con ellos de la misma manera.
Las razones de esto son múltiples e imposibles de abordar en un artículo, pero hay dos cuestiones fundamentales a tener en cuenta: a pesar de todo, de todas las presiones, de las dificultades, las mujeres no quieren renunciar a su vida laboral y retrasan la maternidad para asegurarse en lo posible, o facilitarse, dicha vida laboral (eso parece ya un camino sin retorno, afortunadamente) y, al mismo tiempo, esa vida laboral se presenta precaria, devaluada, discontinua y mal pagada, lo que no permite tener hijos y tampoco, en definitiva, la ansiada independencia económica. Esta situación de doble vínculo es explosiva.
Una de las razones de que la maternidad intensiva se haya convertido en una identidad fuerte es que la vida de las mujeres se ha precarizado al extremo y en la situación de neoliberalismo brutal actual, muchas de las promesas que hace 50 años el feminismo parecía traer consigo no se han cumplido, al menos en el sentido redistributivo. Las mujeres nos vemos sometidas a dobles y triples jornadas, salarios de miseria, precariedad de vida, pobreza, desempleo, injusticia económica de género. Ante esta situación lo que se produce es algo conocido: un repliegue identitario hacia aquello que hemos hecho siempre y que nos proporcionaba un sentido del propio valor, que significaba un espacio de influencia dentro de la familia y, con todo, un reconocimiento social (aunque no se tradujera en derechos ni en igualdad).
La combinación de maternidad y trabajo se ha dado siempre, desde el mismo origen del mundo. Las mujeres han sido madres de muches hijes y se han ocupado de los durísimos trabajos que les eran propios: lavar a mano, coser, hacer la ropa, cultivar, recoger las cosechas, producir alimentos para el consumo de la casa, cocinar, cargar mercancías, trabajar en la fábrica o el taller… Las mujeres han criado siempre mientras trabajaban de sol a sol y los arreglos de crianza que existían eran, en buena medida, parecidos a los de ahora: otros familiares, hermanas mayores, vecinas, nodrizas, criadas y, en muchos casos, arreglos peligrosos como dejar a los bebés mucho tiempo solos y que aprendieran a cuidarse muy pronto.
En todo caso, la crianza no ha sido casi nunca (excepto en momentos históricos muy concretos) una dedicación exclusiva para las mujeres, ni siquiera para las ricas (que se dedicaban a sus actividades sociales y domésticas y dejaban aquella en manos de otras mujeres contratadas). La idea de que una mujer necesita meses para recuperarse de un parto normal es ajena a la experiencia de la mayor parte de las mujeres a lo largo de la historia y de muchas aún hoy.
Ya que parece imposible no hablar desde lo personal, diré que a las dos semanas de parir yo necesitaba desesperadamente reincorporarme a mi actividad cotidiana (no pude hacerlo porque la baja maternal es irrenunciable y está bien que así sea). Si no llega a ser porque el padre del bebé trabajaba en casa y se podía ocupar de él tanto como yo, hubiera entrado en una profunda depresión como tantas mujeres superadas por el aislamiento y la soledad de una ocupación que se impone exclusiva, intensiva y que no todas deseamos que sea así.
Por supuesto que hay que replantearse la centralidad del empleo en las vidas de todas y todos, exigir que los derechos no estén vinculados a éste, exigir jornadas más cortas compatibles con las vidas personales, salarios iguales para hombres y mujeres y suficientes en todo caso, así como avanzar en el debate sobre la Renta Básica... Es decir, hay que seguir luchando por conseguir vidas que merezcan la pena ser vividas, pero hay que hacerlo siendo conscientes de que a los hombres que tienen empleo no se les suele decir que lo abandonen para cuidar para así contribuir a liberar a los demás hombres del yugo del trabajo asalariado. Entre otras cosas porque cuidar también puede ser –y de hecho es para muchas mujeres- un yugo aún peor que aquél. Esta es una cuestión que sólo se nos plantea a nosotras, y que aparece, por cierto, siempre que parece que damos pasos hacia una mayor igualdad.
Decía Carolina del Olmo en un artículo que las sociedades más igualitarias son aquellas que más protegen la maternidad, y es absolutamente cierto. La igualdad exige la protección y revalorización de la maternidad. Pero no mencionaba del Olmo que esas mismas sociedades más igualitarias son las que protegen la maternidad (y las demás tareas de cuidado) especialmente en relación con el empleo, y no sólo la maternidad sin más; son las que tienen permisos más largos, sí, y las que tienen también permisos paternales largos, las que ofrecen escuelas infantiles 0-3 públicas y para todos los niños y niñas; son, sobre todo, aquellas que se preocupan de que todas las mujeres puedan ser madres y al mismo tiempo independientes económicamente durante toda su vida. Por el contrario, aquellas que pagan a las mujeres para que sean madres sin empleo (caso de Alemania, por ejemplo) para que mantengan la crianza en casa durante años, no sólo son sociedades más machistas en general, sino que tienen tasas de natalidad muy bajas y son las que tienen también mayor número de mujeres pobres en la vejez o tras el divorcio.
La tasa de natalidad es importante en cuanto que expresión del deseo de las mujeres. Según todos los estudios la mayoría de las mujeres que tienen hijes desearían tener más de uno pero sólo lo tendrán si se les garantiza el empleo en buenas condiciones. Y por lo mismo, muchas mujeres renuncian a tener hijos cuando querrían tenerlos. Así pues, no es descabellado sostener que, en realidad, cuando a las mujeres se les obliga a elegir entre empleo o hijes, eligen el empleo. Lo que se desprende de esta elección forzada es que, en todo caso, la aspiración a la independencia económica ya no es renunciable para la mayoría. A muchas de las defensoras de la crianza sobre el empleo se les olvida mencionar que si no dependes de un empleador dependerás —si eres heterosexual— de un hombre que, además y afortunadamente, ya no significa seguridad de por vida y que puede llegar a ser igual de maltratador, e incluso más, que un empleador capitalista.
Hablamos de poner los cuidados en el centro de nuestras vidas olvidando que empujar a los padres a hacerse cargo de su parte no hace de menos a los cuidados sino que los redistribuye (a la larga también los revaloriza), y lo mismo cuando exigimos escuelas infantiles públicas y universales. Solemos olvidar también que la crianza de los bebés es la parte más agradable del cuidado pero que mucho de este trabajo es el que hacemos con mayores, enfermos y dependientes. Y que también lo hacemos las mujeres a costa de nuestras vidas. Exigir políticas públicas para socializar los cuidados pero exigir que los hombres hagan su parte es indispensable para avanzar en justicia de género porque está comprobado que los hombres que aprenden a cuidar a sus bebés son más proclives a cuidar en otros contextos.
Claro que todo esto se podría resolver también resignificando el mundo, destronando a dios padre, sentando en su trono a la diosa madre y acabando con el patriarcado y el capitalismo. Aún en ese caso, si verdaderamente se pudiera elegir en libertad, muchas mujeres elegirían no dedicarse a la crianza a tiempo completo porque desear ser madre no obliga a elegir un tipo determinado de crianza pero, sobre todo, acabar con el patriarcado y el capitalismo parece más complicado que procurar hacer políticas que protejan la igualdad y la vida laboral de las mujeres.
No, desde luego que los Permisos no van a acabar con el patriarcado ni con el capitalismo, nadie espera eso. Esperamos que esta ley sea un paso (son necesarias otras muchas leyes) que ayude a las mujeres a poder ser madres sin miedo a perder el trabajo, que ningún empresario vuelva a preguntar a una joven si va a quedarse embarazada, que empuje a los padres a implicarse en el trabajo de cuidado; que sea un pequeño paso en la modificación de las relaciones reproductivas, que ayude a las mujeres a tener vidas laborales menos discontinuas, menos precarias y con más futuro. Esperamos que cuando el empleo se replantee de verdad (y es necesario hacerlo) no se haga pensando sólo en las mujeres ni en las madres, sino en todas las personas. Lo de acabar con el patriarcado y el capitalismo es necesario, pero me temo que va para más largo.
En este debate, como en otros de los que afectan a las mujeres, la polarización es casi inevitable porque hay una parte importante del mismo que es irreductible, y por tanto nadie convence a nadie, sino que defendemos nuestras posiciones. No estamos hablando de los permisos exactamente, sino que lo que estamos discutiendo son diferentes concepciones sobre la maternidad: la defensa de la llamada maternidad intensiva, cuyo eje es la lactancia materna prolongada y a demanda, o la crítica a la supuesta superioridad moral de este modelo. La maternidad intensiva basada en la lactancia se ha convertido en una identidad fuerte y es muy difícil discutir sobre una base identitaria.
En muchas ocasiones (desde luego no en todas) no estamos hablando de arreglos sobre el cuidado o políticas públicas, sino de la identidad de muchas de las madres que discuten (discutimos); esta es la razón del enconamiento y de la polarización que a mucha gente le ha sorprendido. Aunque sea ahora cuando parece que ha entrado en la órbita del feminismo, este no es un debate nuevo, ni tiene que ver sólo con los Permisos; en un debate que lleva tiempo abierto en otros países y es tan enconado que recibe el nombre de ‘mommy wars’, parafraseando a las ‘sex wars’ entre partidarias de la regulación de la prostitución y el porno y las partidarias de la abolición. Y no nos engañemos, ha llegado para quedarse.
En el asunto de la maternidad intensiva late una cuestión generacional que no hay que desdeñar. Cada generación tiene derecho a trazar su propia senda, aunque lo deseable sería que cualquier camino que las mujeres emprendiéramos tuviera en cuenta la historia del feminismo y sus luchas, así no estaríamos reinventando la rueda constantemente. Y sin embargo lo hacemos, porque el feminismo no se estudia y cada generación parte, en gran medida, de cero. En este caso, contextualizar las prácticas maternales a lo largo de la historia y en las diferentes culturas, impediría los acercamientos esencialistas y ahistóricos. Desde el conocimiento históricamente situado es más difícil caer en ciertas afirmaciones que se están haciendo en este momento so pena de terminar pensando que hasta que llegó la generación actual todos los bebés nacidos en este mundo han sido maltratados, infelices o han crecido para ser adultos neuróticos.
Si supiéramos algo de las muy diferentes prácticas maternales que se dan en el mundo sabríamos que la maternidad actual que se practica en los países desarrollados, la maternidad intensiva, se ha dado en muy pocas ocasiones a lo largo de la historia y siempre en momentos de reacción antifeminista. Y ahora. Y es obligación de cualquier feminista preguntarse por qué ahora. Por qué cuando se había recorrido un trecho importante en el camino de la igualdad aparecen de repente –otra vez, pero en esta ocasión como reivindicación feminista- el parto sin anestesia, la lactancia prolongada, los pañales de tela, el llevar a los niños y niñas siempre encima, la exigencia a la madre –y solo a ella- de estar siempre cerca y de verse obligada a invertir todo su tiempo en proporcionar al niño o niña multitud de estímulos de todo tipo para conseguir ofrecerles unas supuestas ventajas competitivas en un mundo cada vez más competitivo. Y tras todo ello y siempre, la culpa; la culpa disfrazada de virtud maternal.
Cualquier feminista tendría que preguntarse por qué precisamente ahora aparece con tanta fuerza una maternidad pocas veces antes practicada, una maternidad mistificada (de nuevo) basada en el viejo, y todavía muy vivo, imperativo ético del ser-para-otros de las mujeres, y que incide especialmente en el cuestionamiento del empleo femenino, pero también de cualquier otro interés durante el tiempo de la crianza. Es necesario preguntarse por qué la ocupación maternal, de por sí asimétrica con respecto a los hombres, parece complicarse cada vez más a medida que desciende el número de hijos e hijas que se tienen (cuando en teoría debería ocupar menos tiempo y ser más fácil).
La mayoría de las mujeres de este país tendrá solo un hijo, lo tendrá tarde, con angustia por dejar pasar el tiempo y lo tendrá a costa de enormes sacrificios personales. Quizá por eso los hijos e hijas se han convertido en un objeto precioso, objeto de una inversión material y emocional para la madre mayor que prácticamente nunca antes, lo que hace que no nos relacionemos con ellos de la misma manera.
Las razones de esto son múltiples e imposibles de abordar en un artículo, pero hay dos cuestiones fundamentales a tener en cuenta: a pesar de todo, de todas las presiones, de las dificultades, las mujeres no quieren renunciar a su vida laboral y retrasan la maternidad para asegurarse en lo posible, o facilitarse, dicha vida laboral (eso parece ya un camino sin retorno, afortunadamente) y, al mismo tiempo, esa vida laboral se presenta precaria, devaluada, discontinua y mal pagada, lo que no permite tener hijos y tampoco, en definitiva, la ansiada independencia económica. Esta situación de doble vínculo es explosiva.
Una de las razones de que la maternidad intensiva se haya convertido en una identidad fuerte es que la vida de las mujeres se ha precarizado al extremo y en la situación de neoliberalismo brutal actual, muchas de las promesas que hace 50 años el feminismo parecía traer consigo no se han cumplido, al menos en el sentido redistributivo. Las mujeres nos vemos sometidas a dobles y triples jornadas, salarios de miseria, precariedad de vida, pobreza, desempleo, injusticia económica de género. Ante esta situación lo que se produce es algo conocido: un repliegue identitario hacia aquello que hemos hecho siempre y que nos proporcionaba un sentido del propio valor, que significaba un espacio de influencia dentro de la familia y, con todo, un reconocimiento social (aunque no se tradujera en derechos ni en igualdad).
La combinación de maternidad y trabajo se ha dado siempre, desde el mismo origen del mundo. Las mujeres han sido madres de muches hijes y se han ocupado de los durísimos trabajos que les eran propios: lavar a mano, coser, hacer la ropa, cultivar, recoger las cosechas, producir alimentos para el consumo de la casa, cocinar, cargar mercancías, trabajar en la fábrica o el taller… Las mujeres han criado siempre mientras trabajaban de sol a sol y los arreglos de crianza que existían eran, en buena medida, parecidos a los de ahora: otros familiares, hermanas mayores, vecinas, nodrizas, criadas y, en muchos casos, arreglos peligrosos como dejar a los bebés mucho tiempo solos y que aprendieran a cuidarse muy pronto.
En todo caso, la crianza no ha sido casi nunca (excepto en momentos históricos muy concretos) una dedicación exclusiva para las mujeres, ni siquiera para las ricas (que se dedicaban a sus actividades sociales y domésticas y dejaban aquella en manos de otras mujeres contratadas). La idea de que una mujer necesita meses para recuperarse de un parto normal es ajena a la experiencia de la mayor parte de las mujeres a lo largo de la historia y de muchas aún hoy.
Ya que parece imposible no hablar desde lo personal, diré que a las dos semanas de parir yo necesitaba desesperadamente reincorporarme a mi actividad cotidiana (no pude hacerlo porque la baja maternal es irrenunciable y está bien que así sea). Si no llega a ser porque el padre del bebé trabajaba en casa y se podía ocupar de él tanto como yo, hubiera entrado en una profunda depresión como tantas mujeres superadas por el aislamiento y la soledad de una ocupación que se impone exclusiva, intensiva y que no todas deseamos que sea así.
Por supuesto que hay que replantearse la centralidad del empleo en las vidas de todas y todos, exigir que los derechos no estén vinculados a éste, exigir jornadas más cortas compatibles con las vidas personales, salarios iguales para hombres y mujeres y suficientes en todo caso, así como avanzar en el debate sobre la Renta Básica... Es decir, hay que seguir luchando por conseguir vidas que merezcan la pena ser vividas, pero hay que hacerlo siendo conscientes de que a los hombres que tienen empleo no se les suele decir que lo abandonen para cuidar para así contribuir a liberar a los demás hombres del yugo del trabajo asalariado. Entre otras cosas porque cuidar también puede ser –y de hecho es para muchas mujeres- un yugo aún peor que aquél. Esta es una cuestión que sólo se nos plantea a nosotras, y que aparece, por cierto, siempre que parece que damos pasos hacia una mayor igualdad.
Decía Carolina del Olmo en un artículo que las sociedades más igualitarias son aquellas que más protegen la maternidad, y es absolutamente cierto. La igualdad exige la protección y revalorización de la maternidad. Pero no mencionaba del Olmo que esas mismas sociedades más igualitarias son las que protegen la maternidad (y las demás tareas de cuidado) especialmente en relación con el empleo, y no sólo la maternidad sin más; son las que tienen permisos más largos, sí, y las que tienen también permisos paternales largos, las que ofrecen escuelas infantiles 0-3 públicas y para todos los niños y niñas; son, sobre todo, aquellas que se preocupan de que todas las mujeres puedan ser madres y al mismo tiempo independientes económicamente durante toda su vida. Por el contrario, aquellas que pagan a las mujeres para que sean madres sin empleo (caso de Alemania, por ejemplo) para que mantengan la crianza en casa durante años, no sólo son sociedades más machistas en general, sino que tienen tasas de natalidad muy bajas y son las que tienen también mayor número de mujeres pobres en la vejez o tras el divorcio.
La tasa de natalidad es importante en cuanto que expresión del deseo de las mujeres. Según todos los estudios la mayoría de las mujeres que tienen hijes desearían tener más de uno pero sólo lo tendrán si se les garantiza el empleo en buenas condiciones. Y por lo mismo, muchas mujeres renuncian a tener hijos cuando querrían tenerlos. Así pues, no es descabellado sostener que, en realidad, cuando a las mujeres se les obliga a elegir entre empleo o hijes, eligen el empleo. Lo que se desprende de esta elección forzada es que, en todo caso, la aspiración a la independencia económica ya no es renunciable para la mayoría. A muchas de las defensoras de la crianza sobre el empleo se les olvida mencionar que si no dependes de un empleador dependerás —si eres heterosexual— de un hombre que, además y afortunadamente, ya no significa seguridad de por vida y que puede llegar a ser igual de maltratador, e incluso más, que un empleador capitalista.
Hablamos de poner los cuidados en el centro de nuestras vidas olvidando que empujar a los padres a hacerse cargo de su parte no hace de menos a los cuidados sino que los redistribuye (a la larga también los revaloriza), y lo mismo cuando exigimos escuelas infantiles públicas y universales. Solemos olvidar también que la crianza de los bebés es la parte más agradable del cuidado pero que mucho de este trabajo es el que hacemos con mayores, enfermos y dependientes. Y que también lo hacemos las mujeres a costa de nuestras vidas. Exigir políticas públicas para socializar los cuidados pero exigir que los hombres hagan su parte es indispensable para avanzar en justicia de género porque está comprobado que los hombres que aprenden a cuidar a sus bebés son más proclives a cuidar en otros contextos.
Claro que todo esto se podría resolver también resignificando el mundo, destronando a dios padre, sentando en su trono a la diosa madre y acabando con el patriarcado y el capitalismo. Aún en ese caso, si verdaderamente se pudiera elegir en libertad, muchas mujeres elegirían no dedicarse a la crianza a tiempo completo porque desear ser madre no obliga a elegir un tipo determinado de crianza pero, sobre todo, acabar con el patriarcado y el capitalismo parece más complicado que procurar hacer políticas que protejan la igualdad y la vida laboral de las mujeres.
No, desde luego que los Permisos no van a acabar con el patriarcado ni con el capitalismo, nadie espera eso. Esperamos que esta ley sea un paso (son necesarias otras muchas leyes) que ayude a las mujeres a poder ser madres sin miedo a perder el trabajo, que ningún empresario vuelva a preguntar a una joven si va a quedarse embarazada, que empuje a los padres a implicarse en el trabajo de cuidado; que sea un pequeño paso en la modificación de las relaciones reproductivas, que ayude a las mujeres a tener vidas laborales menos discontinuas, menos precarias y con más futuro. Esperamos que cuando el empleo se replantee de verdad (y es necesario hacerlo) no se haga pensando sólo en las mujeres ni en las madres, sino en todas las personas. Lo de acabar con el patriarcado y el capitalismo es necesario, pero me temo que va para más largo.
- Beatriz Gimeno ha publicado recientemente el libro ‘La lactancia materna. Política e identidad’. Lee la entrevista que le hizo Ana Requena Aguilar para la sección Nidos de eldiario.es.
- Para conocer el discurso crítico hacia los permisos de paternidad iguales e intransferibles, puedes leer este artículo de Patricia Merino Murga en Pikara.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.