martes, 8 de diciembre de 2015

#hemeroteca #memoriahistorica | La vida en las trincheras alavesas, la narración de una reportera de guerra en 1937

Imagen: El Correo / Oficiales del Batallón Isaac Puente
La vida en las trincheras alavesas, la narración de una reportera de guerra en 1937.
La Guerra Civil se prolongaba en Álava más de lo que los soldados atrincherados querían creer. Una periodista vinculada a la CNT, Cecilia García de Guilarte, contó en primera persona cómo era la tensa espera cerca de Murua.
Francisco Góngora | El Correo, 2015-12-08
http://www.elcorreo.com/alava/araba/201512/08/vida-trincheras-alavesas-narracion-20151207201815.html 

Tras la ofensiva frustrada de Villarreal de diciembre de 1936, el frente alavés se estabilizó y cientos de soldados republicanos y sublevados se miraban cada día desde dos líneas de trincheras que ocupaban más de 35 kilómetros de longitud. Desde diciembre de 1936 a abril de 1937 hicieron la vida en los parapetos y refugios. Este relato de la única reportera vasca nos ayuda a entender cómo era aquella vida.

Una reportera guipuzcoana, Cecilia García de Guilarte, nacida en Tolosa pero de familia burgalesa, que trabajaba para el órgano de la CNT ‘CNT del Norte’, visitó a uno de los batallones que se hallaban protegiendo las líneas defensivas republicanas. La frescura de su narración nos conduce a aquel momento histórico. El reportaje está publicado en enero de 1937 y se localiza en una posición en las estribaciones del Gorbea, cerca de Murua, un pueblo que quedaba en tierra de nadie.

La crónica está tomada del libro ‘Cecilia G. de Guilarte, reporter de la CNT. Sus crónicas de guerra’, de Guillermo Tabernilla y Julen Lezamiz. (Monografías de la Guerra Civil en Euzkadi, número 5. Asociación Sancho de Beurko). La narración es de tal calidad que hemos respetado el texto original, ejemplo del reporterismo bélico de aquellos años.

«El día es espléndido, a pesar del frío cortante, muy propio de esta mañana de enero. Apenas hace una hora que ha amanecido y ya en Ubidea (cuartel general) se nota el movimiento propio de las zonas de guerra. Unos cuantos compañeros del ‘Isaac Puente’ (nombre del batallón recordando al anarquista de ese nombre, médico en Maeztu y fusilado en 1936) nos han saludado en la plaza y juntos emprendemos la marcha hacia las posiciones del batallón en las faldas del Gorbea.

Hace ya algunos días que no visitábamos este frente y nos sorprende el progreso que se nota. Está allí el batallón, según nos informan, y tras los prisioneros de guerra que trabajan, va quedando un camino perfectamente trazado. Por lo demás, el ascenso es duro y la tierra húmeda por la reciente helada dificulta grandemente. De vez en cuando resuena el cañón, como si el sonido, recorriendo a saltos el monte, llegase a nuestros oídos para recordarnos que España se desangra en una guerra civil, de crueldad insospechada.

(…) Después de hora y media larga por sendas torcidas y barrizales, avistamos los primeros puestos del batallón. Son un grupo de chavolas y tiendas de lona, donde se hace la comida. Blancas columnas de humo se elevan al cielo como si quisieran cubrirlo de grises cendales que ocultasen el sol amarillento, como desteñido. Dieciocho días llevan los compañeros del ‘Isaac Puente’ en estas posiciones y cada uno de acuerdo con su carácter se ha construido su habitación con el máximo de comodidades posibles.

Algunos han agrupado sus ‘viviendas’ formando una pequeña comuna. Otros se alejan de los grupos y a medida que avanzamos hacia las posiciones, nos encontramos con algunos compañeros que salen de sus ‘casas’, hundidas en la tierra. Nos miran con curiosidad hasta reconocernos y nos saludan alegremente. Me parecen pacíficos moradores de la caverna prehistórica y a darles este aspecto contribuye grandemente la barba de dos semanas y, en algunos casos, las pieles de ovejas con que combaten el frío.

-Calma, ¿eh?

-Sí, demasiada calma, compañeros.

-¿A qué distancia se encuentra el enemigo?

-La artillería fascista dispara sus baterías a cortos intervalos y la nuestra contesta. Junto a las trincheras enemigas se levantan negras columnas de humo después de cada disparo. Seguimos atentos esta lucha y los prismáticos nos acercan de vez en cuando la figura borrosa de algunos enemigos que se pierden tras una loma ocultándose a nuestras vista.

Más arriba saludamos al sargento Valle, siempre optimista.

-Comeréis con nosotros. ¿Qué os parece?

-Bien. Al volver entraremos en vuestro ‘hotel’

-Hoy podéis hacerlo seguros de que comeréis. Ayer subimos al Gorbea y los compañeros nacionalistas, muy amables, nos dieron algo de lo que por aquí escasea. Tenemos carne de oveja y miel.

-Un banquete, amigo. Volveremos, no lo dudéis.

Ha cesado el viento y gruesas gotas heladas caen ruidosamente. A intervalos la ametralladora suena como música de entierro sin corbata negra. Apenas visible, entre brumas. Vitoria, al fondo, y a la izquierda, Villarreal, protegido por un pinar que pone en el paisaje una mancha oscura, verdinegra.

Un grupo de compañeros, junto a los parapetos, nos sale al encuentro.

-Mal día habéis escogido –nos dicen.

-Sí, no pasará sin que nos mojemos. ¿Se hace larga la espera?

-Demasiado larga. Más que soldados en guerra, parecemos guardias de seguridad en un pueblo pacífico. Para distraernos hemos de recurrir a resoluciones heroicas. Algunos han reaccionado de forma romántica y hacen versos a la luna. Por la otra parte debe ocurrir algo parecido.

Entre nuestras posiciones y las del enemigo queda un llano en descubierto bastante extenso. Algún grupo de casas negruzcas aquí y allá.

-¿Dónde está el límite de nuestros dominios? –pregunto.

-Aquí –me dicen- el blanco es difícil, pero bajar al llano es correr una aventura.

-El peligro, desde luego –me dice uno de los valientes capitanes del ‘Isaac Puente’- es relativo. Nosotros bajamos con frecuencia hasta aquel pueblo de la derecha, que según creo se llama Murua, al que, al parecer también hacen incursiones los fascistas. Nunca nos encontramos con ellos, pero tengo mis motivos para creer que les iba a quedar el recuerdo. Por la izquierda llegamos hasta un caserío que ocultan aquellos pinos, donde hay colmenas que nos surten de miel.

-¿Crees tú que será difícil bajar ahora?, le pregunto acariciando una idea.

-Yo creo que no, desde luego, tomando algunas precauciones.

Contemplando desde arriba el pueblecito abandonado empieza a parecerme suicida mi deseo, pero se trata de compensar la falta de emoción e interés que pudiera haber en la información. Creo que si existiese grave peligro, mis amigos no me hubieran dejado bajar, más a pesar de esta convicción me parece que voy a correr una aventura digna de un narrador americano o un francés de la vieja escuela folletinesca. Así como un paseo por Vitoria o algo más terrible. Claro que esto es exagerar un poco y yo me lo confieso; pero de otra forma resulta la vida tan sosa que no está demás espolvorearla con la sal de la fantasía. Internarse en Murua corriendo el peligro de topar con algún requeté excursionista, será una tontería, pero todo el mundo lo hace.

Bajar el monte es ya una dificultad. La tierra está mojada y se resbala con facilidad. Llueve con bastante fuerza y la niebla más cerrada cada vez más desdibuja los contornos restándoles energías y haciendo el paisaje cochambroso, de un gris amarillento que parece sucio. De entre jirones brumosos, la torre de la iglesia de Villarreal, parece levantarse curiosa, como un muerto que de pronto se hubiese cansado de estar tumbado sin ver ni oír.

Puertas y ventanas cerradas en el pueblo
Hace un rato que caminamos. Con los prismáticos se ven las casas del pueblo cuyas puertas y ventanas cerradas dan la sensación de una calma absoluta. Se extreman las precauciones. Avanzamos por la falda del monte, dejando el pueblo a la izquierda, a fin de que las casas nos preserven de un posible fuego enemigo. Protegiéndonos con los helechos, caminamos inclinados como si buscáramos algo en el suelo.

A mí se me ocurre de repente, que en esta posición debemos ofrecer un cuadro ridículo y me levanto. Solo ha sido un instante. Como los dientes de un tísico enfebrecido, ha castañeado una ametralladora. Un grito fino, atildado y compuesto, ha llegado hasta mi garganta; pero creo que he sentido tanto susto que se ha devuelto presuroso, haciéndome cosquillas en los pies.

-Es nuestra –aclara un compañero-. Tenían que probarlas para limpiar de telarañas el caño.

-¿Estás seguro?

Todos han debido notar una gran inquietud en mi pregunta, porque se ríen de buena gana.

-No temas -me dicen- la están probando, pero puedes estar segura de que funcionaría bien si nos hiciese falta.

No estoy muy convencida. Creo que en lugar de caminar así, debiéramos arrastrarnos por el suelo. Si no fuera porque me fastidia ensuciarme la ropa, lo haría.

Vamos a entrar en el pueblo. Ha dejado de llover y el sol en el cielo es como una hostia aureolada de luz hiriente. Hay un silencio molesto en lo que nos rodea y el pueblo está lleno de una calma desoladora. Una puerta abierta por casualidad nos deja ver la cuadra vacía, como si las vacas que dicen de constancia y de trabajo, hubiesen sido tragadas por la tierra. Las calles están llenas de barro, un barro rojizo en el que se aprecian huellas inequívocas de zapatos de monte.

-Esto es nuevo –dice uno de los compañeros que camina junto a mí.

-Cierto –le contestan, no estaba hace tres días.

Suena de nuevo la ametralladora y el cañón intenta en vano oscurecer el cielo con el humo negro de sus explosiones, que se pierde, se diluye en el ascenso agotador. Decidimos volver a las posiciones. Alguien recuerda que necesita una cacerola para hacerse la comida y subimos a la casa, que quedó abierta, por si pudiéramos hallarla.

«Apenas nos llegan noticias...»
Hay cacharros allí. Todo está igual. Pero el fuego dejó enfriar sus cenizas. En la silla, junto al hogar, falta la ‘etxekoandre’ con su labor de agujas, un calcetín interminable. Los nietos alborotadores y la ‘andría’ diligente. Ha pasado la guerra. Todo está angustiosamente triste. Hasta un gato flaco y ennegrecido como si se hubiese hecho vegetariano, que se frota en nuestras piernas como pidiendo que lo llevemos con nosotros. Desde una ventana del piso alto, pueden apreciarse a simple vista las trincheras enemigas, así como la doble alambrada. Se ve que perdieron impetuosidad y saben que en lo sucesivo habrán de luchar en defensiva.

-Telas de araña –me dicen- el día que nos den la orden de avance.

-Es hora ya de terminar con esto –dice un joven libertario-. ¿Qué se dice en Bilbao? Apenas si nos llegan noticias.

-Lo de siempre –les digo-. Se tiene confianza en vosotros y en el triunfo.

-No nos faltan ánimos. La Europa proletaria y liberal, no quedará defraudada, pero es lamentable que dure tanto la guerra, mientras la tierra muere de deseos por recibir en sus entrañas las semillas del trabajo.

Caminamos silenciosos, como si toda la literatura antiguerrera que fortaleció en nosotros el espíritu pacifista nos atenazase la garganta estrangulando nuestras palabras.

-La lucha enardece y es más triste la vida en el frente cuando la calma nos lleva a reflexionar. Cuando contemplamos los campos abandonados y la muerte como ramera irredente, abrazada a tantas vidas jóvenes. Allí, en aquel caserío que ocultan apenas los pinos y donde bien pudiera esconderse la vida, unos cuerpos carbonizados lanzan al mundo el anatema de su condenación..

-No recuerdes lo que todos queremos olvidar, compañero –dice un capitán a nuestro joven amigo-. Se impone la lucha y no es hora de hablar, por cruel que esto nos parezca.

- Sí es hora de luchar –contesta éste- y solo con el total exterminio del fascismo tendrá fin esta lucha. No consentiremos otros arreglos. Nuestros cañones deben firmar la paz.

Hemos llegado a las primeras posiciones. El sargento Valle nos grita de nuevo su invitación. Y allí nos vamos, colándonos por el agujero de su madriguera. La comida es excelente y el apetito no pequeño. En un infiernillo en el que el coñac sustituye al alcohol se nos prepara el café. Nuestro amigo, liberado por un día de los garbanzos, los deja pasar con un desdén digno de los moradores del Olimpo. Después de la comida, numerosos compañeros se nos reúnen y charlamos un rato. Buen plantel de juventud y optimismo tienen la garantía de un mañana espléndido. Nos despedimos.

-Salud y ánimos –les digo.

-No nos faltan. Deseamos ser los primeros en entrar en Vitoria, donde cayó víctima del fascismo castrador nuestro compañero Isaac Puente. Y lo conseguiremos porque en la lucha nos alentará el afán de vengar su vida, tan cara a nuestra querida CNT.

-¡Salud! Y aún se agitan los brazos en muda despedida. El grito, salido de chavolas y parapetos, presta al campo el aroma de su cálida fraternidad. Todo nuestro trabajo será poco, si hemos de pagar el sacrificio de los que enarbolaron la blanca bandera de la paz y hoy alientan esta guerra, santificada por el anhelo liberador del pueblo español.

-¡Salud!»

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