Imagen: El Salto / 'Susana y los viejos', obra de Artemisia Gentileschi, 1610 |
La Santísima Trinidad de la Violencia en el hombre: la violencia contra uno mismo, la violencia contra el otro y la violencia contra la mujer.
Ciro Morales Rodríguez | El Salto, 2018-01-23
https://www.elsaltodiario.com/tribuna/violento-luego-existo
Uno de los elementos troncales de la construcción histórica del “ser hombre” está en nuestra relación con la violencia –por efecto o defecto-. Y, como no podía ser menos, para ir acercándonos a Dios, esta se da en nosotros en forma de tríada: una especie de Santísima Trinidad de la Violencia en el hombre. Pero en este caso no hay misterio alguno, se capta cabalmente a la primera y se puede explicar también sin mucha liturgia… aunque sí conlleva demasiado dramatismo.
Sin más dilación, para ir huyendo de la terminología eclesiástica –no vaya a ser que levante ampollas innecesarias-, tenemos la violencia contra uno mismo, la violencia contra el otro y la violencia contra la mujer (propuesta de clasificación de Michael Kaufman). Padre violento, hijo violento, espíritu santo violento. No hay creación, redención o santificación que valga en nuestra educación genérica (de género) en torno a la violencia.
La masculinidad ha existido y existe como ideología, como conducta codificada en el marco de las relaciones entre los sexos, y dentro de esta composición minuciosa de lo que ha significado “ser un hombre”, la violencia (o la amenaza de esta, ojo) se lleva la palma. De la misma manera, el contexto donde se ha podido desarrollar a sus anchas esta ingrata característica es en el de las sociedades de dominación y control: organizaciones humanas donde el hombre ha tenido el mayor protagonismo a la hora de sus escrituras.
Es un tema complejo y muy poliédrico este sobre el que escribo, que no se atiene a un solo factor ni a una simple mirada –como parece que puedo estar insinuando a la hora de relacionar masculinidad y violencia-. Y hago constar que no es un panfleto que llama a la paz en el mundo, ya que eso se consigue con la organización de la transformación de las condiciones materiales a través de la justicia social y no sólo con buenas voluntades. Ya saben por dónde voy.
Violencia contra uno mismo: desde el exceso de valentía con el que nos marcan a fuego desde que nacemos –a riesgo de ser un cobarde, un pringado, un marica, una nenaza si no comulgamos con ella– y que nos lleva a no tener conciencia del peligro; hasta la carencia de una inteligencia emocional y cuidadosa para con nosotros que nos guía a escondernos en los peores mundos del maltrato propio: alcoholismo, adicción al trabajo, drogadicción, accidentes de tráfico, ritos de iniciación o de paso, ludopatía, etcétera. Que nuestra identidad se relacione con la velocidad, con la osadía o con no respetar –o conocer– los límites propios también viene de este tipo de violencia.
Violencia contra los otros: desde la educación rígida, jerárquica y autoritaria del patriarca hacia la niñez, que imponía su criterio o voluntad a base de hostias, a las cárceles atestadas de hombres en todo el mundo por motivos violentos; pasando por la obsesión por los logros y los éxitos que aluden a que el hombre se tiene que validar como tal en este contexto patriarcal. Ser un eterno ganador, mantener siempre latente el estado de alerta y competencia. Creo que no hace falta explayarme más en este caso puesto que tenemos ejemplos en nuestras propias biografías relacionales o en cada escaleta de los telediarios. O las numerosas guerras, genocidios, torturas, secuestros o masacres que nos acompañan en nuestra conciencia colectiva. Se resumiría como la violencia utilizada con el objetivo de excluir del contexto todos los obstáculos que se oponen al ejercicio del propio poder mediante el control de la relación y el uso de la fuerza (Corsi 1995).
Violencia contra la mujer: auspiciada por la Historia, generada y favorecida por la aberrante idea de la superioridad y supremacía masculina. Tampoco escribiré más en este apartado porque lo que tenga que exponer lo han dicho otras antes y mejor (como también en los anteriores, si tiro de honradez).
Claro está que agresividad y violencia no son lo mismo, aunque la primera lleve a la segunda cuando no se controla (y, ¿recordáis que no nos enseñaban con eficacia el autocontrol para con los otros?). Aunque la socialización sexual (de los sexos) también ha dejado marcado desde el principio que esta aptitud innata –la ira, la cólera– está reservada a eso que llamamos “hombres”.
Merece especial atención el hecho de que en nuestras sociedades destiladas, desinfectadas y diplomáticas, cierta violencia ha cambiado sus apariencias y se ha vestido de dominación ‘soft’: hacia los otros y hacia la mujer. Siendo lo sibilino aún más perverso por traicionero. Esta violencia posmoderna es simbólica y amortiguada, insensible e invisible incluso para sus propias víctimas; andada por los caminos de la comunicación y el conocimiento, del reconocimiento y hasta del sentimiento.
No cabe decir que en muchos casos se da la mano con la brutalidad si las “buenas formas” no consiguen el objetivo último de doblegar, convencer o anular la calidad del otro. Incluso si un hombre se considera no violento, el imaginario colectivo del género le envuelve –pese a su buena voluntad, pese a no vestirse con los pantalones apretados del género–, provocando así en las otras la eterna amenaza o posibilidad de su uso: esto me parece muy importante tenerlo también en cuenta.
Como hemos leído más arriba, el do de pecho reconocido y aplaudido en la Historia ha sido el de los hombres y su construcción del mundo; y eso implica también su relación con la naturaleza y el mundo animal. A la vista está que tampoco ha sido un trato ético, sano, inteligente ni pacífico. El progreso, masculinizado, ha destrozado la vida ajena natural a base de bien. Qué curioso que ciertas voces esencialistas hablaran de la diferencia de cultura y naturaleza correspondiéndola a la diferencia entre hombre y mujer.
Y, con todo esto, ¿qué? ¿Nos cruzamos de brazos y asumimos que es un camino de no retorno? ¿Nos lavamos las manos con las explicaciones biológicas? ¿Nos resignamos ante la posesión masculina del problema? No hace falta ni responder. Sin intención de provocar, la cuestión fundamental no es si los hombres estamos o no predispuestos a la violencia sino qué hacemos y qué estamos haciendo como sociedad con ella. Perderíamos el debate y nunca nos lo perdonaríamos si tiramos la toalla, si damos espacio a las voces que se blindan –también inconscientemente– en los aspectos biológicos: el humano es un ser biográfico, donde lo innato –insustancial– se conjuga con lo cultural; sabiendo ya el poder inaudito que tiene lo sociológico. Si la mujer no nace sino que se hace, el hombre necesita de esa plasticidad, de esa fenomenología, de ese dinamismo liberador para vislumbrar y poder plantear alternativas.
Por tanto, abogo desde aquí, y me uno a las voces desesperadas, sufrientes y también empoderadas, por un planteamiento serio, holístico, prioritario y urgente como sociedad –con todos y cada uno de los dispositivos educativos y propagandísticos con lo que cuenta– que aborde de una vez por todas esta relación siniestra que tenemos los hombres con la violencia. Necesitamos una educación sexual igualitaria desde la infancia que erradique lo que el género se ha encargado de arraigar. Sistemas pedagógicos que desafíen, que rompan el eterno silencio y la permisividad social ante esta relación histórica. Una educación que no tienda hacia la culpabilización generalizada o la inculpación global del niño, sino que marque la senda del cuestionamiento de las definiciones hegemónicas y emplace a la responsabilidad del cambio, de la transformación. Una educación que les asegure a las siguientes generaciones unos bientratos, unos cuidados, una comunicación horizontal donde la violencia intrapersonal, interpersonal y colectiva entre iguales sea cosa del pasado.
Sin más dilación, para ir huyendo de la terminología eclesiástica –no vaya a ser que levante ampollas innecesarias-, tenemos la violencia contra uno mismo, la violencia contra el otro y la violencia contra la mujer (propuesta de clasificación de Michael Kaufman). Padre violento, hijo violento, espíritu santo violento. No hay creación, redención o santificación que valga en nuestra educación genérica (de género) en torno a la violencia.
La masculinidad ha existido y existe como ideología, como conducta codificada en el marco de las relaciones entre los sexos, y dentro de esta composición minuciosa de lo que ha significado “ser un hombre”, la violencia (o la amenaza de esta, ojo) se lleva la palma. De la misma manera, el contexto donde se ha podido desarrollar a sus anchas esta ingrata característica es en el de las sociedades de dominación y control: organizaciones humanas donde el hombre ha tenido el mayor protagonismo a la hora de sus escrituras.
Es un tema complejo y muy poliédrico este sobre el que escribo, que no se atiene a un solo factor ni a una simple mirada –como parece que puedo estar insinuando a la hora de relacionar masculinidad y violencia-. Y hago constar que no es un panfleto que llama a la paz en el mundo, ya que eso se consigue con la organización de la transformación de las condiciones materiales a través de la justicia social y no sólo con buenas voluntades. Ya saben por dónde voy.
Violencia contra uno mismo: desde el exceso de valentía con el que nos marcan a fuego desde que nacemos –a riesgo de ser un cobarde, un pringado, un marica, una nenaza si no comulgamos con ella– y que nos lleva a no tener conciencia del peligro; hasta la carencia de una inteligencia emocional y cuidadosa para con nosotros que nos guía a escondernos en los peores mundos del maltrato propio: alcoholismo, adicción al trabajo, drogadicción, accidentes de tráfico, ritos de iniciación o de paso, ludopatía, etcétera. Que nuestra identidad se relacione con la velocidad, con la osadía o con no respetar –o conocer– los límites propios también viene de este tipo de violencia.
Violencia contra los otros: desde la educación rígida, jerárquica y autoritaria del patriarca hacia la niñez, que imponía su criterio o voluntad a base de hostias, a las cárceles atestadas de hombres en todo el mundo por motivos violentos; pasando por la obsesión por los logros y los éxitos que aluden a que el hombre se tiene que validar como tal en este contexto patriarcal. Ser un eterno ganador, mantener siempre latente el estado de alerta y competencia. Creo que no hace falta explayarme más en este caso puesto que tenemos ejemplos en nuestras propias biografías relacionales o en cada escaleta de los telediarios. O las numerosas guerras, genocidios, torturas, secuestros o masacres que nos acompañan en nuestra conciencia colectiva. Se resumiría como la violencia utilizada con el objetivo de excluir del contexto todos los obstáculos que se oponen al ejercicio del propio poder mediante el control de la relación y el uso de la fuerza (Corsi 1995).
Violencia contra la mujer: auspiciada por la Historia, generada y favorecida por la aberrante idea de la superioridad y supremacía masculina. Tampoco escribiré más en este apartado porque lo que tenga que exponer lo han dicho otras antes y mejor (como también en los anteriores, si tiro de honradez).
Claro está que agresividad y violencia no son lo mismo, aunque la primera lleve a la segunda cuando no se controla (y, ¿recordáis que no nos enseñaban con eficacia el autocontrol para con los otros?). Aunque la socialización sexual (de los sexos) también ha dejado marcado desde el principio que esta aptitud innata –la ira, la cólera– está reservada a eso que llamamos “hombres”.
Merece especial atención el hecho de que en nuestras sociedades destiladas, desinfectadas y diplomáticas, cierta violencia ha cambiado sus apariencias y se ha vestido de dominación ‘soft’: hacia los otros y hacia la mujer. Siendo lo sibilino aún más perverso por traicionero. Esta violencia posmoderna es simbólica y amortiguada, insensible e invisible incluso para sus propias víctimas; andada por los caminos de la comunicación y el conocimiento, del reconocimiento y hasta del sentimiento.
No cabe decir que en muchos casos se da la mano con la brutalidad si las “buenas formas” no consiguen el objetivo último de doblegar, convencer o anular la calidad del otro. Incluso si un hombre se considera no violento, el imaginario colectivo del género le envuelve –pese a su buena voluntad, pese a no vestirse con los pantalones apretados del género–, provocando así en las otras la eterna amenaza o posibilidad de su uso: esto me parece muy importante tenerlo también en cuenta.
Como hemos leído más arriba, el do de pecho reconocido y aplaudido en la Historia ha sido el de los hombres y su construcción del mundo; y eso implica también su relación con la naturaleza y el mundo animal. A la vista está que tampoco ha sido un trato ético, sano, inteligente ni pacífico. El progreso, masculinizado, ha destrozado la vida ajena natural a base de bien. Qué curioso que ciertas voces esencialistas hablaran de la diferencia de cultura y naturaleza correspondiéndola a la diferencia entre hombre y mujer.
Y, con todo esto, ¿qué? ¿Nos cruzamos de brazos y asumimos que es un camino de no retorno? ¿Nos lavamos las manos con las explicaciones biológicas? ¿Nos resignamos ante la posesión masculina del problema? No hace falta ni responder. Sin intención de provocar, la cuestión fundamental no es si los hombres estamos o no predispuestos a la violencia sino qué hacemos y qué estamos haciendo como sociedad con ella. Perderíamos el debate y nunca nos lo perdonaríamos si tiramos la toalla, si damos espacio a las voces que se blindan –también inconscientemente– en los aspectos biológicos: el humano es un ser biográfico, donde lo innato –insustancial– se conjuga con lo cultural; sabiendo ya el poder inaudito que tiene lo sociológico. Si la mujer no nace sino que se hace, el hombre necesita de esa plasticidad, de esa fenomenología, de ese dinamismo liberador para vislumbrar y poder plantear alternativas.
Por tanto, abogo desde aquí, y me uno a las voces desesperadas, sufrientes y también empoderadas, por un planteamiento serio, holístico, prioritario y urgente como sociedad –con todos y cada uno de los dispositivos educativos y propagandísticos con lo que cuenta– que aborde de una vez por todas esta relación siniestra que tenemos los hombres con la violencia. Necesitamos una educación sexual igualitaria desde la infancia que erradique lo que el género se ha encargado de arraigar. Sistemas pedagógicos que desafíen, que rompan el eterno silencio y la permisividad social ante esta relación histórica. Una educación que no tienda hacia la culpabilización generalizada o la inculpación global del niño, sino que marque la senda del cuestionamiento de las definiciones hegemónicas y emplace a la responsabilidad del cambio, de la transformación. Una educación que les asegure a las siguientes generaciones unos bientratos, unos cuidados, una comunicación horizontal donde la violencia intrapersonal, interpersonal y colectiva entre iguales sea cosa del pasado.
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