sábado, 6 de marzo de 2021

#hemeroteca #lgtbifobia #punitivismo | ¡Homófobos a la cárcel!

Imagen: El Salto / Orgullo Vallecano, 2019

¡Homófobos a la cárcel!

Las futuribles leyes de igualdad de trato, LGTB y trans provocan estos días un debate del que es difícil escapar. El movimiento LGTBIQ tiene una agenda legislativa, pero ¿tiene también una agenda educativa?
Ramón Martínez | El Salto, 2021-03-06
https://www.elsaltodiario.com/mirada-rosa/homofobos-carcel-ley-trans-lgtb-igualdad-trato 

Esperan sobre la mesa tres proyectos legislativos. Las futuribles leyes de igualdad de trato, LGTB y trans provocan estos días un debate del que —al menos en el pequeño mundo de nuestros activismos— es difícil escapar. El Gobierno utiliza la discusión para representar su distanciamiento: se divide entre las consideraciones sobre el sistema sexogénerico que provoca la propuesta trans y las lealtades o deslealtades a la coalición que supone la iniciativa socialista de igualdad de trato.

Mientras la confrontación alrededor de ambas leyes enturbia las redes sociales, y con la honda preocupación de que nadie haya reparado en el necesario debate en torno al proyecto LGTB, tercero en discordia, no dejo de pensar en las preguntas que ni siquiera somos capaces de hacernos en medio de una polémica que parece tan cuidadosamente planificada.

Hablamos sobre las leyes como si estas fueran una panacea. Parece que creamos que son el último peldaño hasta alcanzar la igualdad. Sabemos que no es cierto: contamos con el precedente del matrimonio igualitario, que —aunque haya quien así lo crea— no acabó con la discriminación; pero a veces nos dejamos llevar por la importancia de la legislación.

Una reciente campaña contra el “pin parental” en Andalucía, donde —también— Ciudadanos y Partido Popular se han entregado en los brazos ideológicos de la ultraderecha a calzón ‘quitao’, solo argumentaba la imposibilidad de ese “pin” señalando que era una propuesta ilegal. ¿Todo lo que es ilegal es malo? Con esa única idea como todo argumentario habría sido difícil defender el derecho al matrimonio para las personas del mismo sexo, fuera de la legalidad hasta 2005.

También sería complicado, para el activismo en Rusia, reivindicar la libertad de expresión como un derecho del que también deben disfrutar las personas LGTB, pues eso mismo es lo que persigue la ley contra la propaganda LGTB de Putin. Y, de igual manera, sería ahora imposible reclamar tanto la autodeterminación de género como otras muchas cuestiones que creemos relevantes, que seguirán siendo legalmente ilícitas hasta que se aprueben las leyes que ahora debatimos.

Por otra parte, y observando ya el contenido de las tres propuestas sobre las que hablamos, hay una cuestión importante en torno a la que creo realmente necesario reflexionar. Últimamente observo en las redes que —tal vez por la velocidad irreflexiva a la que nos obligan— se piden sanciones cada vez mayores para algunas conductas que atacan, comprometen o cuestionan nuestros derechos. Algunas veces boca y pensamiento se nos calientan cuando somos víctimas o testigos de una injusticia, pero, aunque siempre es necesario denunciar públicamente lo que consideramos una agresión contra nuestras libertades y pese a la indudable maldad de esas acciones que nos ofenden, no dejo de pensar en que quizá debamos replantearnos seriamente qué penas se deben imponer a los agravios que padecemos. ¿Qué conseguimos con las multas de cientos o miles de euros, la retirada de licencias y el cierre de locales que estipulan las leyes que reivindicamos?

Queda ya muy lejos —a siglos de distancia— la idea de que el castigo que recibe quien realiza una conducta inadmisible debe servir como instrumento para resarcir la ofensa que ha perpetrado. No, desde la Ilustración todo estado democrático que se precie de serlo fundamenta sus penas en el principio de la educación. Lo dijo Concepción Arenal: es necesario odiar el delito, pero compadecer al delincuente. Toda sanción debe tener como principal objetivo inculcar los valores que sostienen y defienden nuestras leyes, toda condena debe servir para que quien incumplió una norma social comprenda la importancia de esta. ¿Qué enseña retirar la licencia de taxi a quien lo conduce porque no quiso transportar a una pareja de varones gais? ¿De qué forma inculca la necesidad de la tolerancia cerrar tres años un local donde no se quiso atender a dos mujeres lesbianas? Gritar “homófobos a la cárcel” puede hacernos sentir que exorcizamos la ofensa, pero tal vez no consiga la transformación social que perseguimos.

En su momento, el matrimonio igualitario requirió —no lo olvidemos nunca— más de una década de polémica. Fue esa discusión la que hizo posible un lento pero firme cambio en la forma de pensar de nuestra población: hablar sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo educó a mucha gente en la necesidad de que fuera reconocido. Entonces el programa no era únicamente legal: se perseguía una modificación en el Código Civil, pero todos sus defensores sabían de la importancia de concienciar a la ciudadanía de qué ideas y necesidades encerraba aquella reivindicación. El matrimonio se perseguía como una herramienta más para convencer al mayor número de personas posible de que nuestras demandas son totalmente legítimas.

Hoy nuestro movimiento LGTB tiene una agenda legislativa: tres proyectos esperan su aprobación y ha comenzado un debate sobre los objetivos que esperamos alcanzar con ellos; pero no estoy tan seguro de que exista también una agenda educativa. Más allá de las visitas de nuestras entidades a los centros escolares, no sé si tenemos un verdadero plan para explicar nuestras reivindicaciones, para demostrar que son justas y necesarias. Creo que si el único proyecto para persuadir a quien nos amenaza de que sus ofensas son injustas es el castigo ejemplarizante, la multa o la cárcel, podremos presentarnos como un activismo que condena y legisla, pero no como un activismo que educa, que transforma. Y es ese, precisamente, el movimiento que ahora y siempre necesitamos ser.

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