Imagen: Tiempo de Cine / Fotograma de 'Los soñadores', de Bernardo Bertolucci |
Juan Carlos González A. | Revista Universidad de Antioquia, 278 (2004-10/12) 133-136.
Recogido por: Tiempo de Cine, 2004-12-12
http://www.tiempodecine.co/web/del-cine-como-enfermedad-transmisible-los-sonadores-de-bernardo-bertolucci/
A diferencia del resto de su filmografía, para los créditos iniciales de ‘Besos robados’ (‘Baisers volés’, 1968) François Truffaut introdujo una dedicatoria y una referencia visual que se relacionan directamente con los hechos que se vivían en París durante el rodaje de su filme. La dedicatoria, escrita de su puño y letra, se ofrece a Henri Langlois, fundador y director de la Cinemateca francesa, mientras la referencia visual es al portón de la misma entidad en el palacio de Chaillot, donde se lee en un aviso que se encuentra cerrada hasta futuras noticias.
En esa misma época y a ese mismo portón parece estar encadenada Isabelle, una de las protagonistas de ‘Los soñadores’ (‘The Dreamers’, 2003), del maestro italiano Bernardo Bertolucci. Ella, su hermano mellizo Theo y un joven norteamericano que conocen allí, Matthew, hacen parte del enorme grupo de cinéfilos que en febrero de 1968 se agolpó alrededor de la cinemateca para protestar por la destitución de Langlois, desencadenada por una lucha de poderes en la que estaban involucrados Pierre Moinot, presidente de la cinemateca, André Holleaux, cabeza del Centro Nacional de la Cinematografía y el propio ministro de cultura, André Malraux.
Truffaut interrumpió el rodaje de ‘Besos robados’ para participar activamente en las protestas, que llegaron a un punto culminante el 14 de febrero, cuando la policía se enfrentó a los cerca de tres mil manifestantes agrupados alrededor del palacio de Chaillot. Mayo del 68 se había anticipado unos meses para la comunidad del cine, que, por medio de presiones, cartas de solidaridad de directores y de actores alrededor del mundo, y las virulentas denuncias del grupo de ‘Cahiers du Cinéma’ en otros medios periodísticos, logró que se restituyera a Langlois en su cargo a finales de abril. El inicio de las protestas y huelgas sindicales en mayo coincidió con la apertura del Festival de Cannes, obligado a cancelarse en solidaridad con el movimiento gestado en París.
Bertolucci ha querido capturar esa época en su filme con una combinación de elementos: ser joven, ser cinéfilo, estar en París y vivir en 1968. Pero ‘Los soñadores’ no es una película histórica. El asunto Langlois subyace sólo como telón de fondo, como motivo que da inicio a la relación entre Isa (Eva Green, en su debut en el cine), Theo (Louis Garrel, precisamente el hijo del director Philippe Garrel) y Matthew (Michael Pitt), que es el verdadero tema del filme. El director hace, sin duda, un homenaje a la época y a la intoxicación de cine en la que muchos vivían. Como si de un alucinógeno se tratara, las imágenes de la gran pantalla los excitan, los hacen volar, los transportan. Isa afirma que nació en 1959 y que sus primeras palabras fueron “New York Herald Tribune”, las mismas que Jean Seberg vocifera en los Campos Elíseos en ‘Sin aliento’ (‘A bout de souffle’, 1960) de Godard. Le creemos. Muchas mujeres nacieron a la vida con esa imagen libérrima y misteriosa de la Seberg, que proponía para ellas un nuevo modelo de vida.
Un modelo. Eso era el cine para ellos, que en su cinefilia no veían otra representación válida. Buscaban transgredir lo establecido por la realidad dominada por sus mayores, querían ser como los actores y estrellas que admiraban, recrear las escenas de sus películas favoritas, discutir de cine, pensar en el cine, comer cine, emborracharse de celuloide. No eran personas, eran personajes de un filme interpretando un rol. Víctimas del contagio de una enfermedad transmisible por contacto ocular, los tres no tienen remedio. Bertolucci se solaza en mostrarnos ese frenesí en que deambulan, intercalando al trío protagonista con clips de las películas que evocan, en un bello montaje donde alcanzamos a vislumbrar que tanto tenían tatuado el cine en la piel. Son gente rara, freaks como el filme homónimo de Tod Browning que se cita en la película.
Los tres corren por el Louvre tratando de romper el récord establecido por el trío de ‘Bande à part’ (1964), pelean por la preeminencia entre Chaplin y Keaton en el reinado de la comedia muda o se trenzan en adivinanzas imposibles que involucran a ‘Top Hat’ (1935), ‘Queen Christina’ (1933), ‘Blonde Venus’ (1932) y ‘Scarface’ (1932). Más que vivir, imitan, representan, sueñan. Lo decía Eric Rohmer recordando su época como escritor de cine: “No vivíamos. La vida era la pantalla, eran las películas, era discutirlas y escribir sobre ellas”.
Pero toda filia tiene su lado perverso y Bertolucci lo sabe. Desde su nombre, ‘Los soñadores’ es una obra escapista y por eso los personajes deciden huir de la realidad en que viven y entregarse a unos juegos privados y perversos a los que el cine acaso los ha llevado, o a los que -por lo menos- ha convocado. Con la cinemateca cerrada parecen haber perdido el cable que los ha unido al mundo y se encierran en sí mismos, dentro del enorme apartamento que los padres de Isa y Theo dejan al cuidado de estos. Bertolucci suelta las amarras y el lastre, y el globo en el que los tres viajan empieza a elevarse hasta el infinito. Como mencionábamos, el episodio de las protestas alrededor de la cinemateca era sólo una disculpa (pero no por eso menos lograda; incluso Bertolucci consiguió que los actores Jean Pierre Léaud y Jean Pierre Kalfon recrearan la activa figuración que tuvieron en esos días). El director quiere mirar de cerca sus personajes, estudiarlos, saber hasta dónde son capaces de llegar en ese juego sexual perverso en el que van descendiendo en una espiral peligrosa.
Muchos han criticado a Bertolucci por haber perdido la oportunidad de mostrarnos su versión de lo ocurrido en esa primavera del 68, pero igual ocurrió con Truffaut: ‘Besos robados’ no es una obra políticamente comprometida. Antoine, su protagonista, es enamoradizo e indeciso y trabaja como portero de un hotel y luego como detective. Nada de declaraciones políticas, nada de toma de conciencia, ni de manifiestos filosóficos. El cine refleja el mundo de su director, no necesariamente el mundo real. Bertolucci no desea hacer una crónica sobre Langlois, quiere hacerla sobre tres personas que vivían allí y que compartían un nexo tan especial como complejo.
Como en ‘El último tango en París’ (1972), el aislamiento de los personajes es el detonante que los lleva a explorarse, en un juego perverso que conduce a Isa y a Theo hasta los límites del incesto, iniciando a Matthew en un obligado despertar sexual que al principio lo embriaga, pero que después rechaza, cuando las cosas van tomando rumbos menos diáfanos. Sin embargo -a diferencia del filme con Marlon Brando y María Schneider- la actitud del director hacia la conducta de los personajes de ‘Los soñadores’ es muy compasiva, por completo idealizada, sin juzgarlos o criticarlos. Y esa misma actitud es la de su mirada: la cámara de Fabio Cianchetti, con su paleta sensual, embellece sus actos a un grado en el que hay más una complacencia estética que un acercamiento fiel a lo real, despojando a las imágenes de todo lo que indique qué tan bajo van cayendo en su degradación personal. Lo que en realidad ocurre sólo lo vemos cuando los padres de los mellizos vuelven a casa y los encuentran a los tres dormidos, entrelazados en medio del caos en que han convertido al apartamento y que sólo ahora parecemos percibir, despertados todos del ensueño hipnótico en que estábamos.
A eso nos condujo Bertolucci: a imaginar que todo era posible, que las utopías eran viables y que la revolución estaba cruzando la calle. Que sexo, política y cine eran una combinación precisa. Cuando en realidad andábamos desnudos y no lo sabíamos: “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”, nos recuerda el texto bíblico. El director nos despierta del sueño juvenil que teníamos. Ahora somos adultos, ahora las calles están llenas de manifestantes. Nos unimos a ellos sabiendo que ya nada volverá a ser igual, que lo que soñábamos terminó. La película llegó a su fin. El proyector se apagó, alguien prendió las luces del teatro. Es hora de irnos: la vida nos aguarda.
En esa misma época y a ese mismo portón parece estar encadenada Isabelle, una de las protagonistas de ‘Los soñadores’ (‘The Dreamers’, 2003), del maestro italiano Bernardo Bertolucci. Ella, su hermano mellizo Theo y un joven norteamericano que conocen allí, Matthew, hacen parte del enorme grupo de cinéfilos que en febrero de 1968 se agolpó alrededor de la cinemateca para protestar por la destitución de Langlois, desencadenada por una lucha de poderes en la que estaban involucrados Pierre Moinot, presidente de la cinemateca, André Holleaux, cabeza del Centro Nacional de la Cinematografía y el propio ministro de cultura, André Malraux.
Truffaut interrumpió el rodaje de ‘Besos robados’ para participar activamente en las protestas, que llegaron a un punto culminante el 14 de febrero, cuando la policía se enfrentó a los cerca de tres mil manifestantes agrupados alrededor del palacio de Chaillot. Mayo del 68 se había anticipado unos meses para la comunidad del cine, que, por medio de presiones, cartas de solidaridad de directores y de actores alrededor del mundo, y las virulentas denuncias del grupo de ‘Cahiers du Cinéma’ en otros medios periodísticos, logró que se restituyera a Langlois en su cargo a finales de abril. El inicio de las protestas y huelgas sindicales en mayo coincidió con la apertura del Festival de Cannes, obligado a cancelarse en solidaridad con el movimiento gestado en París.
Bertolucci ha querido capturar esa época en su filme con una combinación de elementos: ser joven, ser cinéfilo, estar en París y vivir en 1968. Pero ‘Los soñadores’ no es una película histórica. El asunto Langlois subyace sólo como telón de fondo, como motivo que da inicio a la relación entre Isa (Eva Green, en su debut en el cine), Theo (Louis Garrel, precisamente el hijo del director Philippe Garrel) y Matthew (Michael Pitt), que es el verdadero tema del filme. El director hace, sin duda, un homenaje a la época y a la intoxicación de cine en la que muchos vivían. Como si de un alucinógeno se tratara, las imágenes de la gran pantalla los excitan, los hacen volar, los transportan. Isa afirma que nació en 1959 y que sus primeras palabras fueron “New York Herald Tribune”, las mismas que Jean Seberg vocifera en los Campos Elíseos en ‘Sin aliento’ (‘A bout de souffle’, 1960) de Godard. Le creemos. Muchas mujeres nacieron a la vida con esa imagen libérrima y misteriosa de la Seberg, que proponía para ellas un nuevo modelo de vida.
Un modelo. Eso era el cine para ellos, que en su cinefilia no veían otra representación válida. Buscaban transgredir lo establecido por la realidad dominada por sus mayores, querían ser como los actores y estrellas que admiraban, recrear las escenas de sus películas favoritas, discutir de cine, pensar en el cine, comer cine, emborracharse de celuloide. No eran personas, eran personajes de un filme interpretando un rol. Víctimas del contagio de una enfermedad transmisible por contacto ocular, los tres no tienen remedio. Bertolucci se solaza en mostrarnos ese frenesí en que deambulan, intercalando al trío protagonista con clips de las películas que evocan, en un bello montaje donde alcanzamos a vislumbrar que tanto tenían tatuado el cine en la piel. Son gente rara, freaks como el filme homónimo de Tod Browning que se cita en la película.
Los tres corren por el Louvre tratando de romper el récord establecido por el trío de ‘Bande à part’ (1964), pelean por la preeminencia entre Chaplin y Keaton en el reinado de la comedia muda o se trenzan en adivinanzas imposibles que involucran a ‘Top Hat’ (1935), ‘Queen Christina’ (1933), ‘Blonde Venus’ (1932) y ‘Scarface’ (1932). Más que vivir, imitan, representan, sueñan. Lo decía Eric Rohmer recordando su época como escritor de cine: “No vivíamos. La vida era la pantalla, eran las películas, era discutirlas y escribir sobre ellas”.
Pero toda filia tiene su lado perverso y Bertolucci lo sabe. Desde su nombre, ‘Los soñadores’ es una obra escapista y por eso los personajes deciden huir de la realidad en que viven y entregarse a unos juegos privados y perversos a los que el cine acaso los ha llevado, o a los que -por lo menos- ha convocado. Con la cinemateca cerrada parecen haber perdido el cable que los ha unido al mundo y se encierran en sí mismos, dentro del enorme apartamento que los padres de Isa y Theo dejan al cuidado de estos. Bertolucci suelta las amarras y el lastre, y el globo en el que los tres viajan empieza a elevarse hasta el infinito. Como mencionábamos, el episodio de las protestas alrededor de la cinemateca era sólo una disculpa (pero no por eso menos lograda; incluso Bertolucci consiguió que los actores Jean Pierre Léaud y Jean Pierre Kalfon recrearan la activa figuración que tuvieron en esos días). El director quiere mirar de cerca sus personajes, estudiarlos, saber hasta dónde son capaces de llegar en ese juego sexual perverso en el que van descendiendo en una espiral peligrosa.
Muchos han criticado a Bertolucci por haber perdido la oportunidad de mostrarnos su versión de lo ocurrido en esa primavera del 68, pero igual ocurrió con Truffaut: ‘Besos robados’ no es una obra políticamente comprometida. Antoine, su protagonista, es enamoradizo e indeciso y trabaja como portero de un hotel y luego como detective. Nada de declaraciones políticas, nada de toma de conciencia, ni de manifiestos filosóficos. El cine refleja el mundo de su director, no necesariamente el mundo real. Bertolucci no desea hacer una crónica sobre Langlois, quiere hacerla sobre tres personas que vivían allí y que compartían un nexo tan especial como complejo.
Como en ‘El último tango en París’ (1972), el aislamiento de los personajes es el detonante que los lleva a explorarse, en un juego perverso que conduce a Isa y a Theo hasta los límites del incesto, iniciando a Matthew en un obligado despertar sexual que al principio lo embriaga, pero que después rechaza, cuando las cosas van tomando rumbos menos diáfanos. Sin embargo -a diferencia del filme con Marlon Brando y María Schneider- la actitud del director hacia la conducta de los personajes de ‘Los soñadores’ es muy compasiva, por completo idealizada, sin juzgarlos o criticarlos. Y esa misma actitud es la de su mirada: la cámara de Fabio Cianchetti, con su paleta sensual, embellece sus actos a un grado en el que hay más una complacencia estética que un acercamiento fiel a lo real, despojando a las imágenes de todo lo que indique qué tan bajo van cayendo en su degradación personal. Lo que en realidad ocurre sólo lo vemos cuando los padres de los mellizos vuelven a casa y los encuentran a los tres dormidos, entrelazados en medio del caos en que han convertido al apartamento y que sólo ahora parecemos percibir, despertados todos del ensueño hipnótico en que estábamos.
A eso nos condujo Bertolucci: a imaginar que todo era posible, que las utopías eran viables y que la revolución estaba cruzando la calle. Que sexo, política y cine eran una combinación precisa. Cuando en realidad andábamos desnudos y no lo sabíamos: “Entonces fueron abiertos los ojos de ambos, y conocieron que estaban desnudos entonces cosieron hojas de higuera, y se hicieron delantales”, nos recuerda el texto bíblico. El director nos despierta del sueño juvenil que teníamos. Ahora somos adultos, ahora las calles están llenas de manifestantes. Nos unimos a ellos sabiendo que ya nada volverá a ser igual, que lo que soñábamos terminó. La película llegó a su fin. El proyector se apagó, alguien prendió las luces del teatro. Es hora de irnos: la vida nos aguarda.
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