Madrid : La Esfera de los Libros, 2003 [11]
304 p.
ISBN 9788497341509
PVP 22 €
Considerados como delincuentes, muchos homosexuales españoles, además de sufrir todo tiempo de insultos, agresiones y humillaciones, fueron víctimas de una represión estatal organizada, que apuntaba a la estigmatización, la segregación, la rehabilitación e incluso el encarcelamiento en cárceles o colonias penitenciarias (verdaderos campos de concentración) durante el franquismo. Primero en virtud de la Ley de Vagos y Maleantes y, partir de 1970, de la de Peligrosidad Social, en un siniestro episodio que ha permanecido hasta ahora prácticamente ignorado.
"Redada de violetas" rompe ese vergonzoso silencio y aborda con una valentía sin precedentes la historia del colectivo homosexual en la España de Franco. Esta obra presenta un palpitante fresco de vivencias, cuyo eje lo constituyen las increíbles peripecias de estas personas encarceladas por su orientación sexual o sometidas a terapias médicas -que incluían descargas de electricidad-, que han decidido, en muchos casos por primera vez, brindarnos su testimonio.
Pese a estar perseguidos, ser ridiculizados por la opinión pública –que les atribuía rasgos imaginarios como no saber silbar o ser de espaldas estrechas y anchas caderas-, y tener que vivir condenados a las catacumbas durante cuarenta años, gays y lesbianas aprendieron a desarrollar sus propias estrategias para desafiar las prohibiciones, delimitar espacios secretos de encuentro y vivir con valentía su sexualidad y sus amores, burlando la presión social y la represión policial. A partir de fuentes orales, iconográficas, bibliográficas, de prensa y de archivos estatales y privados, el autor recoge, con humor y desenfado, la picaresca con la que desafiaron al sistema quienes eran etiquetados como «violetas», mariposas, marimachos y otros tantos epítetos despectivos.
Hoy, tras la travesía del desierto, quienes fueron presos por su homosexualidad reclaman tanto una reparación moral como económica, al igual que en su día la recibieron los represaliados políticos. Su causa sigue siendo la asignatura pendiente de la Transición.
A Emilio y Antonio, Málaga se les quedó pequeña a los 18 años. Para dos jóvenes con ansias de vivir, bastante desparpajo y una orientación sexual heterodoxa, la capital andaluza ofrecía en 1970 pocos alicientes. De manera que en abril de ese año juntaron sus ahorros, metieron en la maleta las mejores prendas del armario y, con unas cuantas direcciones de amigos en el bolsillo, emprendieron viaje hacia el norte, hacia la mítica Barcelona, que desde el sur andaluz se perfilaba como gran metrópoli de la oportunidad y la desmesura. Los dos creían tener buenas razones para dejar atrás el escenario de la adolescencia. Antonio Gutiérrez Dorado, nieto del diputado socialista Luis Dorado Luque, fusilado durante la Guerra Civil, estaba cansado de estar considerado en el barrio primero como «el hijo de la roja» y después simplemente como «el maricón». Particularmente esto último era motivo de fuerte tensión con su padre, que contaba en su historial familiar con un heroico voluntario de la División Azul. Lo de Antonio se sabía en casa desde que en 1966, a los 14 años, le pillaron con sus compañeros de instituto en un bosquecillo junto al río Guadalmedina entregado a juegos sexuales a los que conscientemente no atribuía significado específico. Hasta el día en que un trabajador de la empresa Cetesa, en las cercanías, observó la escena y atrapando a un par de críos logró arrastrarlos al cuartelillo de la Guardia Civil. El chaval no entendía nada de lo que estaba pasando hasta que se presentó su padre a recogerle y le dio tal paliza que aún no la ha olvidado. Aquellos golpes fueron el brusco adiós a la infancia y la bienvenida a una realidad social que mostraba un rostro severo para quienes se sentían atraídos hacia personas de su mismo sexo. Sin embargo, la pedagogía de la bofetada y el cintarazo no logró anular su interés por los chicos. Tan sólo hacerle más cauto y escoger con sumo cuidado los lugares de encuentro. Y ni la Guardia Civil ni la familia podían hacer nada por frenar el crecimiento imparable de un fenómeno que estaba inoculando en España modos y modas que poco a poco minaban las bases de un régimen hasta entonces «de misal y sacristía». Un cáncer crecía a tiro de piedra de Málaga: Torremolinos. La ciudad costera estaba experimentando un crecimiento acelerado con un turismo de élite que imponía sus gustos y caprichos. En 1970, once de los 18 ministros del Gobierno eran del Opus Dei, incluido su vicepresidente, el almirante Luis Carrero Blanco, pero entraron en España 24 millones de turistas. Ese torrente humano supuso la importación de comportamientos hasta entonces insólitos en la Península. Escritor de éxito en la época, Ángel Palomino retrató en Torremolinos, Gran Hotel, accésit al Premio Alfaguara de 1971, esa sociedad cosmopolita, derrochadora, aburguesada que se daba cita en sus guetos de la costa del Sol. Cientos de coches medio locos; matrículas de la Europa desarrollada, algunas de la Europa en vías de desarrollo y muchas de los países norteafricanos que ni están en vías de desarrollo ni parecen muy decididos a estarlo, pero que, justamente por eso, lanzan al mercado del ocio y a la aventura de la especulación cantidades increíbles de dinero birlado, de dinero que se niega al remedio de hambres y desdichas indígenas; que sale por la puerta falsa de los ministerios de opereta, de las prefecturas semiguerrilleras o de los relatos roqueros de un feudalismo que no destierra ni Alá. Es una sociedad cuyos protagonistas bien habrían podido tomar como modelo a Jaime de Mora y Aragón, hermano de la reina Fabiola de Bélgica, medio playboy medio enfant terrible de la aristocracia española. Jimmy de Mora vivía de introducir en la alta sociedad marbellí a jeques del petróleo y tiranos de la catadura del zaireño Mobutu Sese Seko que, como en la fábula de Palomino, invertían allí el dinero robado a sus pueblos miserables. Caciques, princesas ajadas, prohombres del régimen y marqueses podridos de dinero se codeaban con la farándula en espacios donde se consentía, cuando no se cortejaba, la excepción a la norma y en los que no faltaban homosexuales aceptados por su poder adquisitivo y porque la moral siempre tuvo reservados para uso de las clases altas. En la obra citada de Palomino, los imaginarios marqueses de Mistral invitaban a sus fiestas: […] a un escritor famoso, tres pintores eminentes y una artista de cine doblemente ungida en Roma y Hollywood con los óleos del escándalo y de la gloria. Hay también un psiquiatra importante y dos ministros, un arquitecto que no proyecta pisos de menos de seis millones de pesetas, un inglés desconocido y un invertido alborotador, lleno de cadenas, colgantes y malas intenciones, que trata a las damas con descaro de fulana y a los hombres con pérfida familiaridad. Torremolinos fue una de las primeras ciudades en España con bares gay ante los que, con la salvedad de alguna redada excepcional, las autoridades solían hacer la vista gorda, pues formaban parte de la burbuja de tolerancia que las divisas del turismo se compraba en la España de Franco. Desde ellos, de forma imparable, su veneno se iba filtrando lentamente al resto del país. En el Pasaje de Begoña y alrededores se arracimaban media docena de locales donde los turistas homosexuales podían exteriorizar sus inclinaciones y conocer a efebos locales, fácilmente presas de la fascinación por su afán de novedad y aventura y por la generosidad de los extranjeros. Otro autor de best sellers en los setenta, James Michener, sitúa en esa ciudad malagueña su obra Hijos de Torremolinos, publicada en 1971. Uno de sus protagonistas la describe así: No es una ciudad, no es un pueblo. Es algo que nunca se había visto en el mundo. Te diré lo que es: es un refugio en el que se puede huir de la locura del mundo. Aunque resulta que es un refugio totalmente loco. El protagonista de la obra, Joe, un norteamericano que huye del servicio militar para eludir la guerra de Vietnam, se cruzaba por sus calles con «muchachos exageradamente afeminados», que paseaban «cogidos de la mano». Para empezar a ganar dinero, un conocido le recomienda: […] si te pones tus pantalones más ceñidos y bajas por esta calle hasta un bar llamado el Wilted Swan, entras y pides una limonada, en un cuarto de hora encontrarás a alguien dispuesto a pagarte los gastos durante todo el tiempo que te apetezca estar aquí. Ese entorno jaranero, deslumbrante, alternativo y atípico se convirtió en la escuela de Antonio y de su amigo de esos años, Emilio Sánchez Moreno. Nacido también en 1952, aunque de una humilde familia de pescadores, que ocupaba una pequeña vivienda en una corrala de vecinos del Altozano malagueño. En Torremolinos, Antonio y Emilio, jóvenes, latinos, salaos y bonitos de cara, se llevaban a los guiris de calle y éstos «invitaban a copas, lo pagaban todo, te compraban esto y lo otro, te regalaban una prendita», recuerda Antonio. «Triunfábamos como el Avecrem», resume Emilio. Flirteaban a partir de las diez o las once de la noche en bares con nombres tan sugerentes como El Incógnito, después de que cerraran las discotecas de tarde y antes de que abriera la mítica Villa Ariel, un chalecito en la zona de Montemar donde dos hombres podían bailar agarrados, «como en un cuento». Pero el cuento tenía reservado el derecho de admisión para los ricos o para los extranjeros. Antonio, que disponía de dinero porque su padre le había puesto a trabajar en el comercio, regresaba los fines de semana a casa hacia las dos o las tres de la mañana, en un ambiente familiar cada vez más enrarecido. Para atajar las habladurías, sus padres le obligaron a acudir a un psiquiatra, que apenas se limitó a hacerle una serie de preguntas convencionales sobre las amistades que frecuentaba y qué hacían en sus escapadas. La presión familiar y la farsa médica le impacientaban. Poco a poco, le iba llegando la hora de tomar las riendas de su propio destino.
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