Secuestrado y torturado por su familia: historia de Aaron Lee, un prodigio del violín español.
Aaron Lee fue el integrante más joven de la Orquesta Nacional, adonde logró llegar después de vivir un infierno personal que se desató al declarar su homosexualidad. Una dura historia con música clásica y una pincelada almodovariana.
Ulises Fuente | La Razón, 2020-10-21
https://www.larazon.es/cultura/20201021/gkpvfmrawrehxbvvnuqofzjnju.html
Su nombre es Aaron Lee. Nació en Chamberí, Madrid en 1988, en el seno de una familia surcoreana de costumbres tradicionales. Su madre es pianista y su padre director de orquesta y Aaron estudió violín desde los cuatro años, con los maestros más estrictos. Como el primogénito de la familia, tenía que ser en hijo perfecto y lo era. Buen estudiante y talentoso músico. Se especializó en violín en música española y los jurados de los concursos no daban crédito. Un niño tan pequeño y de rasgos asiáticos clavando el sentir del espíritu ibérico. “Lo difícil con la música española no es dar las notas, es transmitir el calor”, explica. Llegó a ser el instrumentista más joven admitido por la Orquesta Nacional de España, con 20 años. Sin embargo, llegar a ello no fue fácil, más bien al contrario. Cuando Aaron reveló su homosexualidad, se desató el infierno en su propia casa.
De la amenaza (con un cuchillo) y la agresión física (azotes y golpes) su padre pasó a una estrategia que, por peliculera, no deja de resultar terrible. Engañado con una vacaciones en Corea, Aaron fue encerrado en una diminuta isla del Pacífico de donde no saldría hasta que se “curase” de su enfermedad. Su padre, pastor evangelista, le acusaba de romper a la familia y decidió secuestrarle (aunque en rigor no sea secuestrarle, porque tenía 17 años y él era su tutor legal) hasta que se “deshiciese” gay. Estamos en 2005. Lee cuenta todo en su autobiografía, “Yo soy el que soy” (Letrame), escrita a partir de sus propios diarios, en los que, con apenas 15 o 16 años trata de comprender y de dejar de culparse. La escritura del libro, por cierto, empezó a raíz de una campaña en la que colaboró con la Policía Nacional. “En ella, animaba a que el colectivo LGTBI denunciase a la Policía cuando somos atacados por nuestra condición. Esto sigue pasando y la gran mayoría de la gente no lo hace porque piensa que la Policía no les va a apoyar o se va a reír. Es algo muy habitual. Y así es como comencé a contar mi historia”, explica Lee.
En el colegio siempre había sido “el chino” y “el marica”. Sentía el más completo desarraigo y apenas tenía amigos. Se aplicó en los estudios y experimentó el camino más duro del aprendizaje musical, el de los maestros más estrictos que le golpean en los dedos y le gritan. En el instituto la cosa va a peor y opta por la automarginación. Pero mantiene la cabeza alta y sobrevive. En casa, son la familia musical, la familia modelo. Y todo el peso de la perfección recae sobre Aaron. Hasta que el castillo se derrumba cuando llega una factura de teléfono extraña, con un número sospechoso que precipita la conversación en casa y el joven se ve obligado a declarar su homosexualidad.
Quizá no estaba preparado para anunciarlo y desde luego sus padres no estaban preparados (nunca lo han estado) para aceptarlo. Pero ni siquiera cuando otros miembros de su congregación evangelista en Madrid les trataban de explicar a los indignados padres que todo estaba bien, ellos no podían aceptarlo. “Mis padres llegaron a Madrid en el 87 y traían los valores de la Corea de entonces, que no son los mismos de ahora. Lo del K-Pop y todo esto ha cambiado mucho pero muy recientemente. Ellos aterrizan con un bagaje educativo y llegan solos. Hacen todo lo que pueden para sacarnos adelante”, dice Lee. Al enterarse de su homosexualidad, su padre le amenaza con un cuchillo, le golpea, le azota, le insulta. Le siguen cuando sale de casa. Has arruinado esta familia, ¿cómo nos haces esto?, le dicen.
Como Aaron no se “cura”, sus padres deciden llevarle a Corea. El pretexto son unas vacaciones pero en realidad su destino es la pequeña isla volcánica de Ulleung Do, a unos 120 kilómetros de la península de Corea, entre esta y Japón. Le quitan el móvil y le dicen que no saldrá de la isla hasta que deje de ser homosexual. Tras varias semanas de aislamiento y un fallido intento de escapada que termina en paliza, fingirá. Regresa a Madrid declarándose heterosexual pero al poco tiempo se mudan a Corea por exigencias laborales de sus padres. Y allí, en un giro casi almodovariano de la historia, cuando toda la familia asume que ha “dejado de ser gay”, un disco de la Terremoto de Alcorcón le delata. Ya no puede mentir más. Deja a su familia para siempre y vuelve a Madrid, su Madrid, donde vive desde entonces como un desheredado.
“No, nunca he sido rencoroso. En el libro digo que yo perdoné a mi padre. Que no comparto las cosas que hace ni que ha hecho ni su forma de comprender la vida. Pero entiendo que él pensaba que era lo mejor para mí. No lo hizo por maldad, sino como una medida desesperada por salvar el alma de su hijo”, explica Aaron en 2020. “Y una cosa importante que quiero decir es que nadie que lea esto o mi libro debe demonizar a mi padre. No es el malo de un cuento Disney barato. Vayamos más allá. Mis padres tienen unas profundas complejidades. No es el malo que tiene un cuchillo o un látigo y me golpea. Me pregunto en el diario: ¿Qué habrá detrás para que responda de esa manera tan dura?”, se pregunta.
Aunque sufrió el castigo físico, lo que más dolió siempre fue la incomprensión, la negación de su identidad, el rechazo de toda su familia. Sentirse una decepción era algo de lo que solo se olvidaba tocando música, que es una situación en la que Aaron no es capaz de pensar a la vez con palabras. “Vale, pero mira: no me gusta nada eso de la música me salvó la vida, me suena a mensaje de Instagram”, bromea Lee. “La música fue un bálsamo, especialmente en la isla... Pero no lo es todo en la vida. Si quieres un porcentaje, sería un 2, 3 o 5%. La gente se sorprende cuando lo digo, porque le dedico horas, esfuerzo y pasión. Pero si mañana tengo un accidente y no puedo seguir tocando el violín seguiré creando y para mí es importante pero no lo es todo”.
Cuando regresó a Madrid, perdido, se buscó la vida. Y hasta qué punto. Obtuvo una plaza en la Orquesta Nacional de España, con 20 años, el instrumentista más joven en ese momento. Estuvo en la orquesta un tiempo, en la seguridad de un sueldo, de un puesto de funcionario al que aspiran los mejores músicos de España. De repente, era “maestro”, “señor profesor” y esas cosas. “Me vino muy bien porque durante la crisis de 2008, recién vuelto a Madrid, pasé necesidades y hambre. Pero al poco de ese acomodamiento o aburguesamiento, lo dejé. Hice las giras que tenía que hacer, grabé con la Deutsche Gramophon, lo llevo con orgullo”. Pero se quemó. Después de todo lo que había vivido, cuando al fin tenía el puesto por el que matarían todos los violinistas de España, se fue. “Sabía que no estaba hecho para ser una pieza más en el engranaje. Al perder el miedo me di cuenta de que esa no era para mí una forma de vivir. Para algunos, el instrumento musical es una herramienta, pero para mí es mucho más”.
Abrió una fundación, Arte que Alimenta, en 2015. “Hemos dado un montón de becas a mucha gente. Jóvenes con historias tremendas, en situación de drogas o prostitución que han tenido que huir. Me llena esto más que la seguridad de la orquesta. Pero bueno, que con el coronavirus ya me habría gustado estar con la nómina y la paga extra en casa...”, bromea.
Lleva años sin hablarse con su padre. “Ha habido muchos altibajos, pero el trato es casi inexistente. Ya nos hemos hecho suficiente. Simplemente, habrá que esperar sentado en lugar que tratar de cambiar al otro desde tu orilla. Si llega, pues llegará, si no, yo seguiré haciendo mi trabajo sin esperar nada”. Pero quiere una cosa: vivir su vida y ayudar, si puede. Abrió una fundación, Arte que Alimenta. “Nunca me ha hecho mucha gracia arrastrar una mochila toda la vida ni ir de víctima. Sé que el morbo vende y que cuanto más truculenta sea una historia más atrae al salseo, pero no quiero vivir del pasado con la pena toda la vida. Las cosas malas pasan, pero quería dirigir la rabia y la frustración, que son energías tan potentes como el amor, en una dirección positiva”. Lo contará en un musical que estrenarán en enero en el Kamikaze de Madrid, si todo va bien. Un montaje que combina a Tchaikovsky con «La jaula de las locas» y donde contará esta pesadilla «sin dramatismo barato». Porque lo más importante es “vivir en el aquí y en el ahora”.
De la amenaza (con un cuchillo) y la agresión física (azotes y golpes) su padre pasó a una estrategia que, por peliculera, no deja de resultar terrible. Engañado con una vacaciones en Corea, Aaron fue encerrado en una diminuta isla del Pacífico de donde no saldría hasta que se “curase” de su enfermedad. Su padre, pastor evangelista, le acusaba de romper a la familia y decidió secuestrarle (aunque en rigor no sea secuestrarle, porque tenía 17 años y él era su tutor legal) hasta que se “deshiciese” gay. Estamos en 2005. Lee cuenta todo en su autobiografía, “Yo soy el que soy” (Letrame), escrita a partir de sus propios diarios, en los que, con apenas 15 o 16 años trata de comprender y de dejar de culparse. La escritura del libro, por cierto, empezó a raíz de una campaña en la que colaboró con la Policía Nacional. “En ella, animaba a que el colectivo LGTBI denunciase a la Policía cuando somos atacados por nuestra condición. Esto sigue pasando y la gran mayoría de la gente no lo hace porque piensa que la Policía no les va a apoyar o se va a reír. Es algo muy habitual. Y así es como comencé a contar mi historia”, explica Lee.
En el colegio siempre había sido “el chino” y “el marica”. Sentía el más completo desarraigo y apenas tenía amigos. Se aplicó en los estudios y experimentó el camino más duro del aprendizaje musical, el de los maestros más estrictos que le golpean en los dedos y le gritan. En el instituto la cosa va a peor y opta por la automarginación. Pero mantiene la cabeza alta y sobrevive. En casa, son la familia musical, la familia modelo. Y todo el peso de la perfección recae sobre Aaron. Hasta que el castillo se derrumba cuando llega una factura de teléfono extraña, con un número sospechoso que precipita la conversación en casa y el joven se ve obligado a declarar su homosexualidad.
Quizá no estaba preparado para anunciarlo y desde luego sus padres no estaban preparados (nunca lo han estado) para aceptarlo. Pero ni siquiera cuando otros miembros de su congregación evangelista en Madrid les trataban de explicar a los indignados padres que todo estaba bien, ellos no podían aceptarlo. “Mis padres llegaron a Madrid en el 87 y traían los valores de la Corea de entonces, que no son los mismos de ahora. Lo del K-Pop y todo esto ha cambiado mucho pero muy recientemente. Ellos aterrizan con un bagaje educativo y llegan solos. Hacen todo lo que pueden para sacarnos adelante”, dice Lee. Al enterarse de su homosexualidad, su padre le amenaza con un cuchillo, le golpea, le azota, le insulta. Le siguen cuando sale de casa. Has arruinado esta familia, ¿cómo nos haces esto?, le dicen.
Como Aaron no se “cura”, sus padres deciden llevarle a Corea. El pretexto son unas vacaciones pero en realidad su destino es la pequeña isla volcánica de Ulleung Do, a unos 120 kilómetros de la península de Corea, entre esta y Japón. Le quitan el móvil y le dicen que no saldrá de la isla hasta que deje de ser homosexual. Tras varias semanas de aislamiento y un fallido intento de escapada que termina en paliza, fingirá. Regresa a Madrid declarándose heterosexual pero al poco tiempo se mudan a Corea por exigencias laborales de sus padres. Y allí, en un giro casi almodovariano de la historia, cuando toda la familia asume que ha “dejado de ser gay”, un disco de la Terremoto de Alcorcón le delata. Ya no puede mentir más. Deja a su familia para siempre y vuelve a Madrid, su Madrid, donde vive desde entonces como un desheredado.
“No, nunca he sido rencoroso. En el libro digo que yo perdoné a mi padre. Que no comparto las cosas que hace ni que ha hecho ni su forma de comprender la vida. Pero entiendo que él pensaba que era lo mejor para mí. No lo hizo por maldad, sino como una medida desesperada por salvar el alma de su hijo”, explica Aaron en 2020. “Y una cosa importante que quiero decir es que nadie que lea esto o mi libro debe demonizar a mi padre. No es el malo de un cuento Disney barato. Vayamos más allá. Mis padres tienen unas profundas complejidades. No es el malo que tiene un cuchillo o un látigo y me golpea. Me pregunto en el diario: ¿Qué habrá detrás para que responda de esa manera tan dura?”, se pregunta.
Aunque sufrió el castigo físico, lo que más dolió siempre fue la incomprensión, la negación de su identidad, el rechazo de toda su familia. Sentirse una decepción era algo de lo que solo se olvidaba tocando música, que es una situación en la que Aaron no es capaz de pensar a la vez con palabras. “Vale, pero mira: no me gusta nada eso de la música me salvó la vida, me suena a mensaje de Instagram”, bromea Lee. “La música fue un bálsamo, especialmente en la isla... Pero no lo es todo en la vida. Si quieres un porcentaje, sería un 2, 3 o 5%. La gente se sorprende cuando lo digo, porque le dedico horas, esfuerzo y pasión. Pero si mañana tengo un accidente y no puedo seguir tocando el violín seguiré creando y para mí es importante pero no lo es todo”.
Cuando regresó a Madrid, perdido, se buscó la vida. Y hasta qué punto. Obtuvo una plaza en la Orquesta Nacional de España, con 20 años, el instrumentista más joven en ese momento. Estuvo en la orquesta un tiempo, en la seguridad de un sueldo, de un puesto de funcionario al que aspiran los mejores músicos de España. De repente, era “maestro”, “señor profesor” y esas cosas. “Me vino muy bien porque durante la crisis de 2008, recién vuelto a Madrid, pasé necesidades y hambre. Pero al poco de ese acomodamiento o aburguesamiento, lo dejé. Hice las giras que tenía que hacer, grabé con la Deutsche Gramophon, lo llevo con orgullo”. Pero se quemó. Después de todo lo que había vivido, cuando al fin tenía el puesto por el que matarían todos los violinistas de España, se fue. “Sabía que no estaba hecho para ser una pieza más en el engranaje. Al perder el miedo me di cuenta de que esa no era para mí una forma de vivir. Para algunos, el instrumento musical es una herramienta, pero para mí es mucho más”.
Abrió una fundación, Arte que Alimenta, en 2015. “Hemos dado un montón de becas a mucha gente. Jóvenes con historias tremendas, en situación de drogas o prostitución que han tenido que huir. Me llena esto más que la seguridad de la orquesta. Pero bueno, que con el coronavirus ya me habría gustado estar con la nómina y la paga extra en casa...”, bromea.
Lleva años sin hablarse con su padre. “Ha habido muchos altibajos, pero el trato es casi inexistente. Ya nos hemos hecho suficiente. Simplemente, habrá que esperar sentado en lugar que tratar de cambiar al otro desde tu orilla. Si llega, pues llegará, si no, yo seguiré haciendo mi trabajo sin esperar nada”. Pero quiere una cosa: vivir su vida y ayudar, si puede. Abrió una fundación, Arte que Alimenta. “Nunca me ha hecho mucha gracia arrastrar una mochila toda la vida ni ir de víctima. Sé que el morbo vende y que cuanto más truculenta sea una historia más atrae al salseo, pero no quiero vivir del pasado con la pena toda la vida. Las cosas malas pasan, pero quería dirigir la rabia y la frustración, que son energías tan potentes como el amor, en una dirección positiva”. Lo contará en un musical que estrenarán en enero en el Kamikaze de Madrid, si todo va bien. Un montaje que combina a Tchaikovsky con «La jaula de las locas» y donde contará esta pesadilla «sin dramatismo barato». Porque lo más importante es “vivir en el aquí y en el ahora”.
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