Imagen: Vanity Fair / David |
Este artista y activista fue uno de los protagonistas del entorno cultural del East Village, en Nueva York. Aunque falleció con 38 años le dio tiempo convertirse en uno de los autores de referencia de su época.
Ianko López | Vanity Fair, 2019-05-26
https://www.revistavanityfair.es/cultura/articulos/llega-a-madrid-david-wojnarowicz-el-artista-y-activista-victima-del-sida/38370
Cuando el verano pasado se inauguraba en el Whitney Museum de Nueva York la exposición “David Wojnarowicz: History Keeps Me Awake at Night” la crítica alabó su calidad y relevancia, pero también hubo polémica. Para muchos era vital que al abordar la figura de David Wojnarowicz (1954-1992) se tuviera en cuenta que no solo fue un artista plástico, sino un activo militante por los derechos LGTBI y contra el sida, la pandemia que acabó segando su vida. Miembros de la organización ACT UP, dedicada a llamar la atención sobre el sida y promover los avances necesarios para su erradicación, llegaron a protestar ante las puertas del museo.
Bajo su perspectiva, la exposición incidía tanto en el retrato de un determinado lugar y tiempo –el barrio del East Village neoyorquino de finales de los 70 a principios de los 90- que parecía deducirse la idea de que la crisis del sida es hoy materia de historiadores más que de científicos y políticos, es decir, una cuestión del pasado: “El sida no es historia”, afirmaban en un manifiesto.
”La crisis del sida no murió con David Wojnarowicz. Cuando hablamos del VIH/sida sin admitir que aún hay una epidemia, la crisis continúa tranquilamente y la gente sigue muriendo”. El Whitney dio por concluida la cuestión incluyendo en la muestra una etiqueta adhesiva que reconocía la contribución de ACT UP a la lucha contra la enfermedad y sus consecuencias.
La exposición llega ahora al Reina Sofía (desde el 29 de mayo) con el mismo título (“La historia me quita el sueño”) y los mismos comisarios, David Breslin y David Kiehl, lo que hace pensar que se mantendrá el enfoque original. Pocos dudan de que se trata de uno de los eventos culturales de mayor calidad en esta temporada en Madrid, pero también se constata la expectación por comprobar si se reproducen las críticas recibidas en la versión neoyorquina.
David Wojnarowicz nació en New Jersey en 1954, en una familia disfuncional. Su padre, Ed, tripulante en embarcaciones de pasajeros, era un hombre alcohólico y violento y maltrataba a la madre y a los tres hermanos. Es conocida la anécdota de que en una ocasión les sirvió para cenar el conejo que hasta entonces había sido su mascota doméstica. David se trasladó con su madre a Nueva York, pero siendo aún adolescente se independizó para empezar una nueva vida que pasaba por ganarse el sustento en las calles. Se acostumbró a balancearse al borde del abismo vendiendo su cuerpo en los piers del este de Manhattan, mientras comenzaba a desarrollar un trabajo como escritor y artista plástico. Cantó en un grupo musical llamado 3 Teens Kill 4 (“Tres adolescentes asesinan a cuatro personas”), nombre que reproducía irónicamente un titular sensacionalista del New York Post. También trabajó como chico para todo en Danceteria, el mítico night club donde además de pincharse música se proyectaban vídeos, entonces una novedad. Con las experiencias recogidas en aquellos días (y noches) publicó un libro titulado “The Watefront Journals”, compuesto por una serie de monólogos de los personajes marginales con los que se cruzó.
Tras un breve viaje a París para visitar a su hermana Pat, que se había mudado a Francia, tomó contacto con la figura del poeta simbolista del siglo XIX Arthur Rimbaud, prototipo del artista maldito de vida breve y vertiginosa. De vuelta a Nueva York, a finales de los 70 realizó 'Rimbaud in New York', una serie fotográfica en la que varios de sus conocidos posaban realizando distintas actividades cotidianas en distintos entornos de la ciudad y con el rostro cubierto por una máscara de Rimbaud, como doble retrato íntimo y social, colectivo e individual, en el que el rostro del poeta francés le servía al mismo tiempo de disfraz y espejo.
En 1980 conoció a otra persona fundamental en su formación artística y emocional, el fotógrafo Peter Hujar. Era forzoso que de aquel encuentro surgieran chispas. Ambos compartían un historial de maltrato infantil y una irrupción precoz y conflictiva en la vida adulta. Pero Hujar tenía veinte años más, y había participado en 1969 en las revueltas por los derechos de la comunidad homosexual de Stonewall, por lo que poseía un robusto carnet de militancia. Además, había estudiado con el maestro de la foto de moda Richard Avedon y trabajado para publicaciones mainstream como GQ y Harper’s Bazaar antes de dedicarse en exclusiva a la fotografía artística.
Hujar vio en Wojnarowicz potencial como artista plástico, y fue él quien le convenció para que se aplicara en el dibujo y la pintura en lugar de centrarse en su vocación original como escritor. Que al inicio ambos se implicaran en una relación erótico-sentimental puede entenderse como una etapa breve y necesaria hacia una relación más compleja, que los convertía al mismo tiempo en amigos, hermanos, padre e hijo. El arte de Hujar, más estático y plásticamente sofisticado, tendía pese a su superficie moderna al pictoricismo de maestros como Avedon o Horst P. Horst, mientas el arte radical de Wojnarowicz resultaba más “sucio” estéticamente y performativo en su desarrollo.
Gracias a una dinámica escena creativa y a la abundancia de edificios abandonados, en aquellos días el East Village se convirtió en el nuevo SoHo: donde antes no se registraba más vitalidad que la de los siempre boyantes negocios de la droga y la prostitución, ahora (también) abrían galerías de arte y espacios alternativos. A la espera de la explosión gentrificadora por llegar, una comunidad de artistas hacían la guerra por su cuenta, lo que incluía nombres como Keith Haring, Nan Goldin, Jenny Holzer o Jean-Michel Basquiat.
En una breve visita a Madrid el año pasado con motivo de la exposición que la Fundación Loewe dedicó a las fotografías de Hujar y Wojnarowicz, la escritora Fran Lebowitz, amiga de los artistas, rememoraba el frenesí de aquellos días y bromeaba sobre la escasa importancia que entonces daba al trabajo de sus compañeros: “No paraban de regalarme sus obras. Llegó un momento que no me cabían en la basura, tenía que saltar encima del cubo para que entraran” (en una reciente subasta se vendían obras de Wojnarowicz por precios que se acercaban al millón de dólares).
Pero por aquel entonces empezaban a librarse dos grandes batallas cuyo fragor arrasó especialmente en aquel entorno. La primera tienen de hecho nombre de contienda militar: las llamadas guerras culturales enfrentaban al establishment conservador (la administración Reagan comenzaba en 1981) con el sector de los creadores, a menudo irreverentes en su enfoque cuestiones políticas y religiosas (recordemos el caso del Piss Christ de Andrés Serrano).
La segunda ofensiva a la que tuvo que hacer frente fue al estallido de la crisis del sida. En 1987, Hujar fallecería como consecuencia de complicaciones derivadas de la infección. Ese mismo año le esperaba el diagnóstico positivo al propio Wojnarowicz. Pero también era aquel el año en que se creaba la organización ACT UP, dedicada a llamar la atención sobre la pandemia y promover los avances necesarios para su erradicación, a la que Wojnarowicz se adscribió rápidamente. En los años siguientes combinó este activismo con un intenso proceso creativo, de manera que de algún modo ambas cosas –y su propia vida- se convirtieron en una misma. En ese tiempo realizó algunas de sus mejores obras, como el foto-collage 'One Day, This Kid'. En él vemos una imagen de él siendo niño –un niño de rasgos irregulares y poco clásicos, que parece anticipar al hombre que surgirá de él pero que en su sonrisa aún conserva una ingenuidad inconmovible- plantado ante un texto que afirma:
“Un día, este niño llegará a un punto en el que sentirá una división que no es matemática. Un día, este niño sentirá algo despertarse en su corazón, en su garganta, en su boca (...). Un día, este niño hará algo que provocará que los hombres que utilizan los uniformes de sacerdotes y rabinos, hombres que habitan ciertos edificios de piedra, exijan su muerte. Un día los políticos aprobarán legislación contra este niño (...) Todo esto empezará en uno o dos años, cuando descubra que desea situar su cuerpo desnudo sobre el cuerpo desnudo de otro chico”.
Wojnarowicz falleció en 1992, con 37 años. La misma edad a la que, casi un siglo exacto antes, lo había hecho Arthur Rimbaud.
Manuel Borja Villel, director del Museo Reina Sofía, resume a ‘Vanity Fair’ la importancia artística de Wojnarowicz: “Aunque con demasiada frecuencia se circunscribe su trabajo a un determinado contexto histórico de Estados Unidos, su obra es intemporal y resulta de enorme actualidad porque se instala en la tradición filosófica de la investigación y la defensa de las nociones de justicia e injusticia. Su labor artística y su activismo sirvieron para cuestionar un poder arbitrario y excluyente y para realizar una lúcida y cruda denuncia social y política del momento que le tocó vivir, y que a día de hoy sigue siendo completamente válida más allá de cualquier forma”.
Al hilo de la reflexión de Borja Villel, apuntemos que muchas de las cosas que consideramos parte del pasado siguen sucediendo hoy en día, o al menos extienden sus implicaciones al presente. Como sabemos, la crisis del sida no ha dejado de arreciar, aunque el número de víctimas no se acerque al de sus terribles inicios. Y las guerras culturales tampoco nos quedan tan lejos: en 2010, la National Portrait Gallery del Smithsonian en Washington cedió a las protestas de organizaciones católicas y retiró de una exposición temporal un vídeo de David Wojnarowicz llamado ‘A Fire in My Belly’ en el que se incluía un crucifijo recorrido por hormigas. Ir a ver ‘David Wojnarowicz. La historia me quita el sueño’ es un buen modo de recordar de dónde venimos y sobre todo dónde estamos ahora.
Bajo su perspectiva, la exposición incidía tanto en el retrato de un determinado lugar y tiempo –el barrio del East Village neoyorquino de finales de los 70 a principios de los 90- que parecía deducirse la idea de que la crisis del sida es hoy materia de historiadores más que de científicos y políticos, es decir, una cuestión del pasado: “El sida no es historia”, afirmaban en un manifiesto.
”La crisis del sida no murió con David Wojnarowicz. Cuando hablamos del VIH/sida sin admitir que aún hay una epidemia, la crisis continúa tranquilamente y la gente sigue muriendo”. El Whitney dio por concluida la cuestión incluyendo en la muestra una etiqueta adhesiva que reconocía la contribución de ACT UP a la lucha contra la enfermedad y sus consecuencias.
La exposición llega ahora al Reina Sofía (desde el 29 de mayo) con el mismo título (“La historia me quita el sueño”) y los mismos comisarios, David Breslin y David Kiehl, lo que hace pensar que se mantendrá el enfoque original. Pocos dudan de que se trata de uno de los eventos culturales de mayor calidad en esta temporada en Madrid, pero también se constata la expectación por comprobar si se reproducen las críticas recibidas en la versión neoyorquina.
David Wojnarowicz nació en New Jersey en 1954, en una familia disfuncional. Su padre, Ed, tripulante en embarcaciones de pasajeros, era un hombre alcohólico y violento y maltrataba a la madre y a los tres hermanos. Es conocida la anécdota de que en una ocasión les sirvió para cenar el conejo que hasta entonces había sido su mascota doméstica. David se trasladó con su madre a Nueva York, pero siendo aún adolescente se independizó para empezar una nueva vida que pasaba por ganarse el sustento en las calles. Se acostumbró a balancearse al borde del abismo vendiendo su cuerpo en los piers del este de Manhattan, mientras comenzaba a desarrollar un trabajo como escritor y artista plástico. Cantó en un grupo musical llamado 3 Teens Kill 4 (“Tres adolescentes asesinan a cuatro personas”), nombre que reproducía irónicamente un titular sensacionalista del New York Post. También trabajó como chico para todo en Danceteria, el mítico night club donde además de pincharse música se proyectaban vídeos, entonces una novedad. Con las experiencias recogidas en aquellos días (y noches) publicó un libro titulado “The Watefront Journals”, compuesto por una serie de monólogos de los personajes marginales con los que se cruzó.
Tras un breve viaje a París para visitar a su hermana Pat, que se había mudado a Francia, tomó contacto con la figura del poeta simbolista del siglo XIX Arthur Rimbaud, prototipo del artista maldito de vida breve y vertiginosa. De vuelta a Nueva York, a finales de los 70 realizó 'Rimbaud in New York', una serie fotográfica en la que varios de sus conocidos posaban realizando distintas actividades cotidianas en distintos entornos de la ciudad y con el rostro cubierto por una máscara de Rimbaud, como doble retrato íntimo y social, colectivo e individual, en el que el rostro del poeta francés le servía al mismo tiempo de disfraz y espejo.
En 1980 conoció a otra persona fundamental en su formación artística y emocional, el fotógrafo Peter Hujar. Era forzoso que de aquel encuentro surgieran chispas. Ambos compartían un historial de maltrato infantil y una irrupción precoz y conflictiva en la vida adulta. Pero Hujar tenía veinte años más, y había participado en 1969 en las revueltas por los derechos de la comunidad homosexual de Stonewall, por lo que poseía un robusto carnet de militancia. Además, había estudiado con el maestro de la foto de moda Richard Avedon y trabajado para publicaciones mainstream como GQ y Harper’s Bazaar antes de dedicarse en exclusiva a la fotografía artística.
Hujar vio en Wojnarowicz potencial como artista plástico, y fue él quien le convenció para que se aplicara en el dibujo y la pintura en lugar de centrarse en su vocación original como escritor. Que al inicio ambos se implicaran en una relación erótico-sentimental puede entenderse como una etapa breve y necesaria hacia una relación más compleja, que los convertía al mismo tiempo en amigos, hermanos, padre e hijo. El arte de Hujar, más estático y plásticamente sofisticado, tendía pese a su superficie moderna al pictoricismo de maestros como Avedon o Horst P. Horst, mientas el arte radical de Wojnarowicz resultaba más “sucio” estéticamente y performativo en su desarrollo.
Gracias a una dinámica escena creativa y a la abundancia de edificios abandonados, en aquellos días el East Village se convirtió en el nuevo SoHo: donde antes no se registraba más vitalidad que la de los siempre boyantes negocios de la droga y la prostitución, ahora (también) abrían galerías de arte y espacios alternativos. A la espera de la explosión gentrificadora por llegar, una comunidad de artistas hacían la guerra por su cuenta, lo que incluía nombres como Keith Haring, Nan Goldin, Jenny Holzer o Jean-Michel Basquiat.
En una breve visita a Madrid el año pasado con motivo de la exposición que la Fundación Loewe dedicó a las fotografías de Hujar y Wojnarowicz, la escritora Fran Lebowitz, amiga de los artistas, rememoraba el frenesí de aquellos días y bromeaba sobre la escasa importancia que entonces daba al trabajo de sus compañeros: “No paraban de regalarme sus obras. Llegó un momento que no me cabían en la basura, tenía que saltar encima del cubo para que entraran” (en una reciente subasta se vendían obras de Wojnarowicz por precios que se acercaban al millón de dólares).
Pero por aquel entonces empezaban a librarse dos grandes batallas cuyo fragor arrasó especialmente en aquel entorno. La primera tienen de hecho nombre de contienda militar: las llamadas guerras culturales enfrentaban al establishment conservador (la administración Reagan comenzaba en 1981) con el sector de los creadores, a menudo irreverentes en su enfoque cuestiones políticas y religiosas (recordemos el caso del Piss Christ de Andrés Serrano).
La segunda ofensiva a la que tuvo que hacer frente fue al estallido de la crisis del sida. En 1987, Hujar fallecería como consecuencia de complicaciones derivadas de la infección. Ese mismo año le esperaba el diagnóstico positivo al propio Wojnarowicz. Pero también era aquel el año en que se creaba la organización ACT UP, dedicada a llamar la atención sobre la pandemia y promover los avances necesarios para su erradicación, a la que Wojnarowicz se adscribió rápidamente. En los años siguientes combinó este activismo con un intenso proceso creativo, de manera que de algún modo ambas cosas –y su propia vida- se convirtieron en una misma. En ese tiempo realizó algunas de sus mejores obras, como el foto-collage 'One Day, This Kid'. En él vemos una imagen de él siendo niño –un niño de rasgos irregulares y poco clásicos, que parece anticipar al hombre que surgirá de él pero que en su sonrisa aún conserva una ingenuidad inconmovible- plantado ante un texto que afirma:
“Un día, este niño llegará a un punto en el que sentirá una división que no es matemática. Un día, este niño sentirá algo despertarse en su corazón, en su garganta, en su boca (...). Un día, este niño hará algo que provocará que los hombres que utilizan los uniformes de sacerdotes y rabinos, hombres que habitan ciertos edificios de piedra, exijan su muerte. Un día los políticos aprobarán legislación contra este niño (...) Todo esto empezará en uno o dos años, cuando descubra que desea situar su cuerpo desnudo sobre el cuerpo desnudo de otro chico”.
Wojnarowicz falleció en 1992, con 37 años. La misma edad a la que, casi un siglo exacto antes, lo había hecho Arthur Rimbaud.
Manuel Borja Villel, director del Museo Reina Sofía, resume a ‘Vanity Fair’ la importancia artística de Wojnarowicz: “Aunque con demasiada frecuencia se circunscribe su trabajo a un determinado contexto histórico de Estados Unidos, su obra es intemporal y resulta de enorme actualidad porque se instala en la tradición filosófica de la investigación y la defensa de las nociones de justicia e injusticia. Su labor artística y su activismo sirvieron para cuestionar un poder arbitrario y excluyente y para realizar una lúcida y cruda denuncia social y política del momento que le tocó vivir, y que a día de hoy sigue siendo completamente válida más allá de cualquier forma”.
Al hilo de la reflexión de Borja Villel, apuntemos que muchas de las cosas que consideramos parte del pasado siguen sucediendo hoy en día, o al menos extienden sus implicaciones al presente. Como sabemos, la crisis del sida no ha dejado de arreciar, aunque el número de víctimas no se acerque al de sus terribles inicios. Y las guerras culturales tampoco nos quedan tan lejos: en 2010, la National Portrait Gallery del Smithsonian en Washington cedió a las protestas de organizaciones católicas y retiró de una exposición temporal un vídeo de David Wojnarowicz llamado ‘A Fire in My Belly’ en el que se incluía un crucifijo recorrido por hormigas. Ir a ver ‘David Wojnarowicz. La historia me quita el sueño’ es un buen modo de recordar de dónde venimos y sobre todo dónde estamos ahora.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.