Ethic / Mercedes Navío // |
«Temo más a los cuerdos que a los locos»
Elena Herrero-Beaumont | Ethic, 2024-04-04
https://ethic.es/2024/04/entrevista-mercedes-navio/
Mercedes Navío es una reconocida psiquiatra, que hoy dirige los hospitales de la Comunidad de Madrid y coordina la Oficina Regional de Salud Mental. Estudió medicina en Granada, donde se doctoró en Psiquiatría y Neurociencia. Pero ha sido en Madrid donde ha desarrollado su carrera profesional, como jefa de sección de Psiquiatría del 12 de Octubre, entre otros cargos. Ha realizado estancias de investigación en el extranjero para profundizar en fenómenos como la creciente ansiedad, la depresión y el suicidio. Tiene una marcada vocación por la filosofía y la literatura, que impregnan su discurso. Su último libro ‘Felices los normales. Memorias de una psiquiatra’, es una memoria ficcionada y un diálogo entre su historia como terapeuta y la de aquellas personas recreadas que la han marcado. Un libro que pretende, desde la humildad de su autora, revelar una posible respuesta a la eterna pregunta: qué hace que una vida merezca ser vivida.
P. Cuéntanos y descríbenos qué es para ti un normal feliz.
El libro es una invitación desde una ironía tierna y cervantina a reivindicar lo antitético de la felicidad y la normalidad. Es un intento de que el ideal de felicidad imperante hoy, que de alguna forma puede llegar a ser tiránico, no sea el que describen las historias que trato de entrelazar. Yo creo más en la invocación de la especificidad y la singularidad de cada persona, y en el sentido que eso confiere al ser humano, más que en la aspiración inhumana de una felicidad como estado permanente y absoluto de bienestar.
P. Escribes en uno de los capítulos que a veces la muerte social es peor que la física, que no encuentras tu lugar en el mundo, que no hay sitio para ti, que no cabes. Esta experiencia de sentirse al margen, de no ser como los demás, la transmites de una forma u otra a lo largo de todo el libro. ¿No crees, como psiquiatra, que es una experiencia común?
Creo que es una experiencia consustancial a la condición humana, sobre todo en algunas etapas de la vida, en aquellas en las que estamos conformando y construyendo nuestra identidad, en la adolescencia y juventud. Aunque el grado de experimentación en determinados márgenes es especialmente doloroso. Con esto no quiero hacer un planteamiento victimista, porque la gran seducción de los relatos victimistas es una forma de permanecer en una situación de alienación, y de no poder construir un proyecto propio. Creo que el trabajo existencial de la mayoría de nosotros, y particularmente de aquellas personas que han tenido experiencias más cercanas a lo traumático, es la de transitar desde ese lugar en el que perdemos la palabra, que es el lugar de víctima, hasta el lugar de superviviente, que es aquel en el que nos apropiamos del proyecto propio y en el que llegamos a poder construir con los demás un proyecto existencial con sentido.
P. «Estar en los márgenes exige no bajar la guardia, estar siempre vigilante», dices. ¿Has aprendido a vivir en los márgenes y a la vez ser feliz?
Yo creo que vivir o haber vivido en los márgenes te da una hondura en el conocimiento del ser humano y de uno mismo que permite construir un sentido más profundo. Los márgenes, esos lugares híbridos, esos lugares de mestizaje, esos lugares en donde tomas especial conciencia de que no eres un alma bella en el sentido Hegeliano, que habitan en ti claroscuros, que en definitiva también está en ti la fragilidad, es paradójicamente fuente de fortaleza. Desde mi entender creyente (me considero una persona creyente) creo que ha sido un regalo de humildad en un sentido bueno, en un sentido noble, no en el sentido de la falsa modestia. Me ha hecho de alguna forma poder sentir más la bondad, esa que no te coloca en una situación de superioridad moral con respecto a los demás, esa que te permite poder sentir compasión auténtica por el sufrimiento de los demás y por el tuyo propio.
P. Vivimos en momentos donde las políticas de la identidad han ganado un protagonismo frente a la responsabilidad personal, la autonomía, la libertad en clave liberal. Desde la perspectiva de la salud mental, ¿cómo dirías que esta obsesión por la identidad de las víctimas está afectando al bienestar de las nuevas generaciones?
Vivimos un momento en el que nadie quiere ser una víctima, pero todos quieren haberlo sido por el prestigio social que esta identidad ha adquirido. Yo creo que es muy dañino por cuanto es epidérmico, impostado, es algo que no se arraiga profundamente en quién eres y en el sentido de tu propio propósito. En los ejercicios de memoria victimista nos olvidamos de una frase de Saramago: «Somos memoria, sin memoria no seríamos, pero sin responsabilidad no merecemos ser». Yo soy una defensora de la tradición clásica liberal, que nos hace autónomos, pero también nos hace profundamente responsables de nuestra propia existencia. No existe libertad sin responsabilidad, y la gran trampa que han dado estas identidades epidérmicas es una trampa muy seductora pero completamente vacía. Esto a las nuevas generaciones les está haciendo especialmente daño. Hay muchos sucedáneos, muchos falsos profetas que son como una especie de gran hermano en el que te miras permanentemente, porque las redes sociales han traído una mirada tiránica, una mirada que te obliga a la aspiración de un ideal falso y completamente tirano, de perfección, de belleza... esa mirada del otro, de la que somos tan dependientes, sobre todo en las etapas en que nos estamos conformando, está haciendo mucho daño. No soy pesimista en absoluto, creo que cada generación tiene sus amenazas, sus retos y también sus fortalezas. Y estoy convencida de que también esta generación encontrará de manera personal sus proyectos.
P. En el capítulo «El mundo de ayer» expresas tu resistencia a pertenecer a colectivos y subrayas de alguna forma no explícita tu carácter liberal, que te acerca a todos, pero sin pertenecer a ninguno. Sin embargo, ahí siempre se trasluce un dolor, ¿es ese sufrimiento del que tanto queremos huir consustancial a esa libertad?
El dolor existencial es un dolor consustancial a una vida que tiene límites. Negar el dolor es lo que genera más sufrimiento. Cuando yo digo que no pertenezco a ningún colectivo y que en ese sentido reivindico la visión liberal del mundo, me siento identificada con la tradición liberal de la Tercera España de Unamuno o Marañón, por poner solo dos ejemplos de nuestra herencia específica. Somos seres humanos que necesitamos de los demás. No me considero una persona perteneciente a la religión del individualismo, tampoco me siento en el lugar en el que terminas siendo rehén de aquellos que dicen haberte salvado. Soy ‘arendtiana’ y, como Hannah Arendt, el único amor en el que creo es el amor a las personas o la amistad entre las personas. Mi planteamiento no es individualista y tampoco es colectivista. Es un planteamiento que reconoce la dignidad del ser humano y la necesidad de vincularse significativamente con el resto de personas porque ninguno de nosotros es autosuficiente. Ninguno de nosotros somos un falso dios, si vale la expresión o la metáfora.
P. John Stuart Mill, hablando de liberales, confesó que su gran asignatura pendiente era poder relacionarse mejor con sus emociones. Cuando hablamos de bienestar o de felicidad, ¿qué camino te parece a ti más efectivo para alcanzar una mayor felicidad, para alcanzar un mayor bienestar? ¿El de la filosofía y el pensamiento, la psicología, o la espiritualidad y el silencio?
En mi camino personal no he renunciado a ninguna forma de exploración, y he bebido de lecturas filosóficas, y también psicológicas y psiquiátricas que en absoluto son mutuamente excluyentes. El legado de Aristóteles y la sabiduría de la prudencia en la articulación de lo racional y lo emocional es un camino transitable, que recoge la riqueza del ser humano en su dimensión más racional, en su dimensión emocional y también espiritual. Este sentido de la trascendencia, que en mi caso es confesional, es una fuente de sentido que a mí me ha salvado. Adela Cortina hablaba de la razón cordial, yo creo que es una evolución muy sugerente de transitar desde el racionalismo kantiano a la incorporación de la emoción. No me resigno a tener que elegir entre razón y emoción. Me quedo con un maridaje de ambas que te dé norte pero que no renuncie a la dimensión sensible de la vida y a esa fuente también de riqueza.
P. Ahí es donde veo un movimiento que se ha impuesto, desde la psicología y desde la autoayuda, que ahonda mucho más en la cuestión emocional que en el pensamiento y la racionalidad, y que también tiene sus peligros...
Yo ahí tengo una visión pragmática. Lo que pueda ser útil, bienvenido sea, pero se queda corto porque no desciende a la fundamentación, a la base, a la raíz, a la complejidad del ser humano. Se queda en lo epidérmico y de alguna forma se convierte demasiadas veces en un bien de consumo. Los seres humanos no podemos ser reducidos a ser objeto de consumo. Por eso es importante descender a las bases de fundamentación de arraigo más profundas, no descartando lo que puede aportar en un momento dado una autoayuda, pero sabiendo que lo que estás abordando es un síntoma y que muchas veces lo que nos estamos jugando es algo mucho más profundo. En este sentido, cuando escribía el libro, recuerdo decir, «este no es un libro de autoayuda».
P. «Siempre me han dado más miedo los cuerdos que los locos», dices, y citas la teoría de la banalidad del mal de Hannah Arendt, donde el mal brota no de la locura, sino de la falta de pensamiento. ¿Puedes elaborar un poco más la idea de que el mal y la enfermedad mental tienen existencias independientes?
Cuando digo que temo más a los cuerdos que a los locos, lo que estoy diciendo es que allí donde hay certezas absolutas, allí donde hay visiones unidimensionales del ser humano y del mundo, allí donde podemos encontrarnos maximalismos, sectarios o fanáticos, allí muchas veces lo que hay no es cordura. Es una expresión sociológica de una locura colectiva. Cosa diferente es el concepto de enfermedad mental, y está basado en datos y hechos que las personas con problemas de salud mental, la mayoría de las veces, lejos de ser victimarios, son víctimas.
P. La dialéctica, la contradicción, la duda son otros temazos del libro que están muy presentes. ¿Cómo mantenemos esa duda permanente, Mercedes, sin caer en el actual relativismo moral que lo permea todo?
Antes existían valores de referencia que llegaban a ser, de alguna forma, de un imperativo, incluso de un represivo, que no dejaban brotar la singularidad del ser humano. En ese ejercicio de deconstrucción moral hemos abandonado el justo medio, y hemos llegado a un relativismo moral que desnorta, porque si todo vale no hay nada en donde apoyarse. Hay una nostalgia de esas grandes referencias, y soy la primera en reivindicar lo valioso de las herencias que hemos recibido para poder hacerlas nuestras y entregar el testigo a las nuevas generaciones. Pero hay que ser especialmente prudente con esa nostalgia, porque detrás de épocas de relativismo moral se prepara el retorno de nuevos fundamentalismos que históricamente han demostrado ser semilla de barbarie y de deshumanización.
P. Tenías 20 años cuando en 1989 Mecano lanzó la famosa canción ‘Mujer contra Mujer’, y tenías 21 cuando la OMS excluyó la homosexualidad de su listado de enfermedades mentales. En esa época el 50% de la población española no aceptaba la homosexualidad, ¿nos estamos yendo ahora al otro extremo?
La discriminación del ser humano en función de una condición no elegida ha vivido afortunadamente una evolución en la que se han ido pudiendo reparar injusticias. Dicho esto, los agravios que se han sufrido, que han generado mucho dolor en muchas personas, no deberían ser la excusa para articular algo que pudiera parecerse a la venganza y el resentimiento. Igual que la represión es muy dañina porque deshumaniza, los planteamientos epidérmicos pueden ser fuentes de confusión, y sobre todo en determinadas edades en las que estás construyendo tu propio proyecto existencial. Es responsabilidad de todos que nadie sienta que no cabe o no pertenece. Pero también es responsabilidad de todos que nadie pueda confundirse en esa etapa y pueda asumir de alguna forma ideales que no son propios y que a la vuelta del tiempo puedan ser vividos también como dolorosos y dañinos. La represión daña, ha dañado y seguirá dañando, pero a veces se puede hacer daño por omisión, que supone guardar silencio en ese momento de transición a la edad adulta donde hay confusión.
P. Has hablado de condición no elegida. ¿Uno elige o no su sexualidad?
La homosexualidad no se elige, al menos en mi experiencia no la he elegido. Pude elegir, y no sin dificultad, la posibilidad de dejarme ser quien era, de poder adueñarme de quién era. Y ese camino no fue sencillo, pero afortunadamente fue. Probablemente aquí hay un planteamiento de diferencia generacional que de alguna forma se me pueda escapar. Pero las elecciones autónomas y responsables requieren un nivel de autoconciencia y de proceso de maduración que sí puede ser universal. Me parece difícil que pueda haber un planteamiento impuesto que logre efectivamente que una persona sea quien no es. Los planteamientos represivos hicieron daño, pero no lograron convertir a una persona en lo que no era ni podía ser. Estoy pensando ahora en Álvaro Pombo, cuando hablaba de su propia experiencia y de un orgullo incluso teológico, decía él, en una dimensión creyente de cristiano sin Iglesia.
P. Quería terminar esta entrevista preguntándote si puedes compartir con nosotros tus tres pensadores o pensadoras de referencia.
Hannah Arendt, y si nos vamos al pensamiento más español, Ortega, Zubiri… Y pensando en pensadores relativamente recientes, María Zambrano.
P. Cuéntanos y descríbenos qué es para ti un normal feliz.
El libro es una invitación desde una ironía tierna y cervantina a reivindicar lo antitético de la felicidad y la normalidad. Es un intento de que el ideal de felicidad imperante hoy, que de alguna forma puede llegar a ser tiránico, no sea el que describen las historias que trato de entrelazar. Yo creo más en la invocación de la especificidad y la singularidad de cada persona, y en el sentido que eso confiere al ser humano, más que en la aspiración inhumana de una felicidad como estado permanente y absoluto de bienestar.
P. Escribes en uno de los capítulos que a veces la muerte social es peor que la física, que no encuentras tu lugar en el mundo, que no hay sitio para ti, que no cabes. Esta experiencia de sentirse al margen, de no ser como los demás, la transmites de una forma u otra a lo largo de todo el libro. ¿No crees, como psiquiatra, que es una experiencia común?
Creo que es una experiencia consustancial a la condición humana, sobre todo en algunas etapas de la vida, en aquellas en las que estamos conformando y construyendo nuestra identidad, en la adolescencia y juventud. Aunque el grado de experimentación en determinados márgenes es especialmente doloroso. Con esto no quiero hacer un planteamiento victimista, porque la gran seducción de los relatos victimistas es una forma de permanecer en una situación de alienación, y de no poder construir un proyecto propio. Creo que el trabajo existencial de la mayoría de nosotros, y particularmente de aquellas personas que han tenido experiencias más cercanas a lo traumático, es la de transitar desde ese lugar en el que perdemos la palabra, que es el lugar de víctima, hasta el lugar de superviviente, que es aquel en el que nos apropiamos del proyecto propio y en el que llegamos a poder construir con los demás un proyecto existencial con sentido.
P. «Estar en los márgenes exige no bajar la guardia, estar siempre vigilante», dices. ¿Has aprendido a vivir en los márgenes y a la vez ser feliz?
Yo creo que vivir o haber vivido en los márgenes te da una hondura en el conocimiento del ser humano y de uno mismo que permite construir un sentido más profundo. Los márgenes, esos lugares híbridos, esos lugares de mestizaje, esos lugares en donde tomas especial conciencia de que no eres un alma bella en el sentido Hegeliano, que habitan en ti claroscuros, que en definitiva también está en ti la fragilidad, es paradójicamente fuente de fortaleza. Desde mi entender creyente (me considero una persona creyente) creo que ha sido un regalo de humildad en un sentido bueno, en un sentido noble, no en el sentido de la falsa modestia. Me ha hecho de alguna forma poder sentir más la bondad, esa que no te coloca en una situación de superioridad moral con respecto a los demás, esa que te permite poder sentir compasión auténtica por el sufrimiento de los demás y por el tuyo propio.
P. Vivimos en momentos donde las políticas de la identidad han ganado un protagonismo frente a la responsabilidad personal, la autonomía, la libertad en clave liberal. Desde la perspectiva de la salud mental, ¿cómo dirías que esta obsesión por la identidad de las víctimas está afectando al bienestar de las nuevas generaciones?
Vivimos un momento en el que nadie quiere ser una víctima, pero todos quieren haberlo sido por el prestigio social que esta identidad ha adquirido. Yo creo que es muy dañino por cuanto es epidérmico, impostado, es algo que no se arraiga profundamente en quién eres y en el sentido de tu propio propósito. En los ejercicios de memoria victimista nos olvidamos de una frase de Saramago: «Somos memoria, sin memoria no seríamos, pero sin responsabilidad no merecemos ser». Yo soy una defensora de la tradición clásica liberal, que nos hace autónomos, pero también nos hace profundamente responsables de nuestra propia existencia. No existe libertad sin responsabilidad, y la gran trampa que han dado estas identidades epidérmicas es una trampa muy seductora pero completamente vacía. Esto a las nuevas generaciones les está haciendo especialmente daño. Hay muchos sucedáneos, muchos falsos profetas que son como una especie de gran hermano en el que te miras permanentemente, porque las redes sociales han traído una mirada tiránica, una mirada que te obliga a la aspiración de un ideal falso y completamente tirano, de perfección, de belleza... esa mirada del otro, de la que somos tan dependientes, sobre todo en las etapas en que nos estamos conformando, está haciendo mucho daño. No soy pesimista en absoluto, creo que cada generación tiene sus amenazas, sus retos y también sus fortalezas. Y estoy convencida de que también esta generación encontrará de manera personal sus proyectos.
P. En el capítulo «El mundo de ayer» expresas tu resistencia a pertenecer a colectivos y subrayas de alguna forma no explícita tu carácter liberal, que te acerca a todos, pero sin pertenecer a ninguno. Sin embargo, ahí siempre se trasluce un dolor, ¿es ese sufrimiento del que tanto queremos huir consustancial a esa libertad?
El dolor existencial es un dolor consustancial a una vida que tiene límites. Negar el dolor es lo que genera más sufrimiento. Cuando yo digo que no pertenezco a ningún colectivo y que en ese sentido reivindico la visión liberal del mundo, me siento identificada con la tradición liberal de la Tercera España de Unamuno o Marañón, por poner solo dos ejemplos de nuestra herencia específica. Somos seres humanos que necesitamos de los demás. No me considero una persona perteneciente a la religión del individualismo, tampoco me siento en el lugar en el que terminas siendo rehén de aquellos que dicen haberte salvado. Soy ‘arendtiana’ y, como Hannah Arendt, el único amor en el que creo es el amor a las personas o la amistad entre las personas. Mi planteamiento no es individualista y tampoco es colectivista. Es un planteamiento que reconoce la dignidad del ser humano y la necesidad de vincularse significativamente con el resto de personas porque ninguno de nosotros es autosuficiente. Ninguno de nosotros somos un falso dios, si vale la expresión o la metáfora.
P. John Stuart Mill, hablando de liberales, confesó que su gran asignatura pendiente era poder relacionarse mejor con sus emociones. Cuando hablamos de bienestar o de felicidad, ¿qué camino te parece a ti más efectivo para alcanzar una mayor felicidad, para alcanzar un mayor bienestar? ¿El de la filosofía y el pensamiento, la psicología, o la espiritualidad y el silencio?
En mi camino personal no he renunciado a ninguna forma de exploración, y he bebido de lecturas filosóficas, y también psicológicas y psiquiátricas que en absoluto son mutuamente excluyentes. El legado de Aristóteles y la sabiduría de la prudencia en la articulación de lo racional y lo emocional es un camino transitable, que recoge la riqueza del ser humano en su dimensión más racional, en su dimensión emocional y también espiritual. Este sentido de la trascendencia, que en mi caso es confesional, es una fuente de sentido que a mí me ha salvado. Adela Cortina hablaba de la razón cordial, yo creo que es una evolución muy sugerente de transitar desde el racionalismo kantiano a la incorporación de la emoción. No me resigno a tener que elegir entre razón y emoción. Me quedo con un maridaje de ambas que te dé norte pero que no renuncie a la dimensión sensible de la vida y a esa fuente también de riqueza.
P. Ahí es donde veo un movimiento que se ha impuesto, desde la psicología y desde la autoayuda, que ahonda mucho más en la cuestión emocional que en el pensamiento y la racionalidad, y que también tiene sus peligros...
Yo ahí tengo una visión pragmática. Lo que pueda ser útil, bienvenido sea, pero se queda corto porque no desciende a la fundamentación, a la base, a la raíz, a la complejidad del ser humano. Se queda en lo epidérmico y de alguna forma se convierte demasiadas veces en un bien de consumo. Los seres humanos no podemos ser reducidos a ser objeto de consumo. Por eso es importante descender a las bases de fundamentación de arraigo más profundas, no descartando lo que puede aportar en un momento dado una autoayuda, pero sabiendo que lo que estás abordando es un síntoma y que muchas veces lo que nos estamos jugando es algo mucho más profundo. En este sentido, cuando escribía el libro, recuerdo decir, «este no es un libro de autoayuda».
P. «Siempre me han dado más miedo los cuerdos que los locos», dices, y citas la teoría de la banalidad del mal de Hannah Arendt, donde el mal brota no de la locura, sino de la falta de pensamiento. ¿Puedes elaborar un poco más la idea de que el mal y la enfermedad mental tienen existencias independientes?
Cuando digo que temo más a los cuerdos que a los locos, lo que estoy diciendo es que allí donde hay certezas absolutas, allí donde hay visiones unidimensionales del ser humano y del mundo, allí donde podemos encontrarnos maximalismos, sectarios o fanáticos, allí muchas veces lo que hay no es cordura. Es una expresión sociológica de una locura colectiva. Cosa diferente es el concepto de enfermedad mental, y está basado en datos y hechos que las personas con problemas de salud mental, la mayoría de las veces, lejos de ser victimarios, son víctimas.
P. La dialéctica, la contradicción, la duda son otros temazos del libro que están muy presentes. ¿Cómo mantenemos esa duda permanente, Mercedes, sin caer en el actual relativismo moral que lo permea todo?
Antes existían valores de referencia que llegaban a ser, de alguna forma, de un imperativo, incluso de un represivo, que no dejaban brotar la singularidad del ser humano. En ese ejercicio de deconstrucción moral hemos abandonado el justo medio, y hemos llegado a un relativismo moral que desnorta, porque si todo vale no hay nada en donde apoyarse. Hay una nostalgia de esas grandes referencias, y soy la primera en reivindicar lo valioso de las herencias que hemos recibido para poder hacerlas nuestras y entregar el testigo a las nuevas generaciones. Pero hay que ser especialmente prudente con esa nostalgia, porque detrás de épocas de relativismo moral se prepara el retorno de nuevos fundamentalismos que históricamente han demostrado ser semilla de barbarie y de deshumanización.
P. Tenías 20 años cuando en 1989 Mecano lanzó la famosa canción ‘Mujer contra Mujer’, y tenías 21 cuando la OMS excluyó la homosexualidad de su listado de enfermedades mentales. En esa época el 50% de la población española no aceptaba la homosexualidad, ¿nos estamos yendo ahora al otro extremo?
La discriminación del ser humano en función de una condición no elegida ha vivido afortunadamente una evolución en la que se han ido pudiendo reparar injusticias. Dicho esto, los agravios que se han sufrido, que han generado mucho dolor en muchas personas, no deberían ser la excusa para articular algo que pudiera parecerse a la venganza y el resentimiento. Igual que la represión es muy dañina porque deshumaniza, los planteamientos epidérmicos pueden ser fuentes de confusión, y sobre todo en determinadas edades en las que estás construyendo tu propio proyecto existencial. Es responsabilidad de todos que nadie sienta que no cabe o no pertenece. Pero también es responsabilidad de todos que nadie pueda confundirse en esa etapa y pueda asumir de alguna forma ideales que no son propios y que a la vuelta del tiempo puedan ser vividos también como dolorosos y dañinos. La represión daña, ha dañado y seguirá dañando, pero a veces se puede hacer daño por omisión, que supone guardar silencio en ese momento de transición a la edad adulta donde hay confusión.
P. Has hablado de condición no elegida. ¿Uno elige o no su sexualidad?
La homosexualidad no se elige, al menos en mi experiencia no la he elegido. Pude elegir, y no sin dificultad, la posibilidad de dejarme ser quien era, de poder adueñarme de quién era. Y ese camino no fue sencillo, pero afortunadamente fue. Probablemente aquí hay un planteamiento de diferencia generacional que de alguna forma se me pueda escapar. Pero las elecciones autónomas y responsables requieren un nivel de autoconciencia y de proceso de maduración que sí puede ser universal. Me parece difícil que pueda haber un planteamiento impuesto que logre efectivamente que una persona sea quien no es. Los planteamientos represivos hicieron daño, pero no lograron convertir a una persona en lo que no era ni podía ser. Estoy pensando ahora en Álvaro Pombo, cuando hablaba de su propia experiencia y de un orgullo incluso teológico, decía él, en una dimensión creyente de cristiano sin Iglesia.
P. Quería terminar esta entrevista preguntándote si puedes compartir con nosotros tus tres pensadores o pensadoras de referencia.
Hannah Arendt, y si nos vamos al pensamiento más español, Ortega, Zubiri… Y pensando en pensadores relativamente recientes, María Zambrano.
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