sábado, 4 de mayo de 2013

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Crueldad fraternal
'Mi hermana y yo' de J. R. Ackerley es un monumento de maledicencia y humor cruel
Justo Navarro | El País, 2013-05-04
http://cultura.elpais.com/cultura/2013/04/30/actualidad/1367338009_211759.html

Todo lo que escribió J. R. Ackerley (Londres 1896-1967) trataba de lo suyo: su vida, su homosexualidad, su perra, su padre y su hermana. Capitán en la I Guerra Mundial, herido, prisionero en Suiza, escribió una obra de teatro, “Los prisioneros de guerra”, para hablar de sus amores carcelarios. Pasó cinco meses en la India, secretario de un maharajá, y lo contó en “Vacación hindú”. Noveló en “Vales tu peso en oro” su pasión por un muchacho de la clase trabajadora y una perra pastor alemán, a la que dedicó además “Mi perra Tulip”. Esperó a morirse para airear sus devociones familiares. El fantasma del padre se le apareció cuando leyó dos cartas de esas que sólo se abren después de la muerte del firmante: su padre, el magnate inglés del plátano, había llevado una doble vida, con dos casas, dos mujeres y dos familias. Ackerley escribió la extraordinaria autobiografía “Mi padre y yo”.

“Mi hermana y yo” es una selección de los diarios de Ackerley, sacados un tanto subrepticiamente del dormitorio del escritor, todavía de cuerpo presente, por su amigo y albacea Francis King, que ha editado también estas páginas. Hay una diferencia entre los dos espejos elegidos por Ackerley para mirarse a sí mismo, el padre y la hermana: si su padre le merece admiración y respeto, “generoso y de trato fácil”, su hermana le parece insoportable. “Mi hermana y yo” es un monumento de maledicencia y humor cruel, como si, más que de una relación fraterna, tratara de un matrimonio insensato. La pareja bebe para soportarse y aplacar la irritación de estar juntos, y se pelea más, porque el alcohol desata la lengua. Pero da igual no beber: “La ira vale tanto como el alcohol para decir verdades como puños”.

“Mi hermana y yo” es un retrato y un autorretrato. Los protagonistas son el bello Ackerley y la bella Ackerley, Joe y Nancy. “Entre todos los dones que conceden las hadas madrinas no es la belleza el más propicio a la felicidad”, se leía en “Mi padre y yo”. Joe fue un estudiante famoso por su belleza; Nancy, tres años menor que su hermano, era en 1923 modelo en París. Joe llegaría a director literario de la revista de la BBC. El poeta Auden dijo una vez que Ackerley tenía cuatro motivos para ser feliz: haber disfrutado de un padre comprensivo, del aprecio de los escritores jóvenes, de una perra como Tulip, y de haber escrito cinco buenos libros. Pero, según Ackerley, Nancy, después de veinticinco años alimentándose de resentimiento y celos de todo el mundo, incluida la perra del hermano, “ha fracasado hasta en el intento de matarse”.

Cuando empiezan estos diarios, en el verano de 1948, Nancy se aloja en una casa de huéspedes y sólo quiere vivir con Joe, que dice no disponer de sitio porque ha acogido a una tía octogenaria. Los dos hermanos se atienen en sus relaciones a una “enloquecida y terrible lógica interna”: más histérica se pone Nancy, menos deseable es estar con ella, y entonces Nancy se da cuenta y más histérica se pone. El episodio más significativo de todas estas desventuras se inicia con una carta deslizada por debajo de la puerta al final de unas navidades: “No puedo seguir adelante”, dice la hermana. ¿Va a suicidarse otra vez? A las seis de la mañana, a oscuras en la casa de huéspedes, el hermano se pregunta dónde está la habitación de la dueña. Quiere subir al dormitorio de Nancy, pero no sabe cuál es. El razonable Ackerley concluye: “Si se había matado durante la noche ya estaba muerta y, si no lo había hecho, estaría viva”. ¿Vale la pena soliviantar a toda la casa?

Entonces confiesa su peor maldad de misógino, clasista y misántropo: interrogado por la policía después del suicidio fallido, niega la existencia de la carta y convierte su mentira en una alucinación de la hermana. “Gracias a Dios, pensé, estallé en lágrimas”, cuenta Ackerley, como un actor que debe llorar en primer plano. “En la última vuelta de tuerca de nuestro chantaje emocional, a mí también me agradaba haber sido capaz de llorar de aquella manera tan natural y espontánea”. Y, “sobrecogido por una inmensa piedad por la pobre criatura”, repite contra sí mismo las acusaciones que había lanzado contra Nancy: nadie le importa. Sólo quiere a su perra, Queenie. “Me gustaría utilizar este diario sólo para hablar de Queenie y de lo bien que lo pasamos juntos”. Estos diarios, muy bien traducidos por Andrés Barba, son un caso excepcional de sinceridad embustera. La ironía y el humor dolido, como el alcohol, son reveladores de verdades, y “Mi hermana y yo” parece las anotaciones de un estudioso del comportamiento animal que, dotado de un excelente instinto literario, no observara a los ratones desde fuera de la jaula, sino conviviendo con ellos, dentro. Nancy Ackerley creó y dotó a la muerte de su hermano el premio para autobiografías J. R. Ackerley. No conoció estas páginas.

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