Brigitte Vasallo | El Diario, 2014-09-30
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A mi hijo de 6 años le gustan los trenes, los perritos calientes y el color rosa. Le aburre el fútbol, le apasiona la mecánica y ante la pregunta de si le gustan los niños o las niñas responde tranquilamente que a él le gustan los tranvías.
Crece en un entorno de gente compleja y variopinta que le quiere sin cuestionarle qué es ni que será, y donde sus gustos son bienvenidos por muy atípicos que sean.
Pero criar a un niño ensayando parámetros que no alimenten la masculinidad tóxica, la violencia, y el machismo está siendo un acto de resistencia constante contra un mundo que no admite en la infancia disidencia alguna en la expresión de género. Que trata de censurar de inmediato cualquier espacio donde la criatura pueda experimentarse sin categorías impuestas y sin prejuicios trasnochados.
Y estamos librando una batalla cotidiana porque este niño, al que nadie exige que se comporte como un hombre de verdad, ha decidido vivir en un mundo color de rosa. Literalmente.
La policía del género
En la infancia, la policía del género es implacable. Frases como “no llores, que pareces una niña” o “las niñas no hacen tal o cual cosa” están naturalizadas. En los parques infantiles se oye bromear a padres y madres sobre la masculinidad de sus bebés de pecho, que desde el cochecito ya saben seducir a las chicas, presuponiéndoles, por supuesto, heterosexualidad. Cualquier pequeño ensayo fuera de los roles establecidos es penalizado: a los niños se les enseña a despreciar los corazones y amar las espadas, las calaveras, a disfrazarse de piratas pero nunca de princesas. A escoger paraguas de niños, cuentos de niños, deportes de niños, juguetes de niños. Y, por supuesto, a renegar del color rosa desde muy pequeños, el color de la vergüenza.
Biberones generizados
El primer susto lo tuvimos a los pocos meses de nacer, cuando compramos su primer biberón y la farmacéutica preguntó si lo queríamos de niño o de niña. La diferencia, claro, no estaba en la tetina, sino en el color.
A partir de entonces, el reguero de anécdotas en torno a la disidencia cromática es interminable.
A los 4 años quiso una bicicleta llamada “tarta de fresa”, el objeto más rosa que yo había visto en la vida. Fue con los abuelos a comprarla, pero volvió con una bici roja y azul, con coches de carreras estampados. “¡No le íbamos a comprar una bicicleta rosa!” exclamaron indignados ante nuestras quejas.
Cuando quiso que pintásemos su habitación de color rosa chicle, encontramos resistencia en la tienda de pinturas. Intentaron convencerlo de que toda la habitación de ese color no quedaría bien, y que era mejor escoger otro. Azul, por ejemplo.
El último disgusto lo tuvo hace unos días, al tratar de comprarle las batas para el colegio. Modelo único, y varios colores. El tendero le preguntó por el color y él, lo sabemos, escogió el rosa. El hombre se puso a reír: “No, eso es ridículo, nene. Escoge otra, la roja, la azul”. Intervine: “Ha dicho rosa”. No lo conseguimos. Entre los argumentos que me dieron para no encargarle batas rosa al niño estaban que ese modelo era más incómodo, que los demás se reirían de él, o que no era bueno para el niño vestirlo de niña.
Sexismo y homofobia latente
Lo que implica la cuestión no es tan solo un sexismo salvaje que ve denigrante para un niño tener actitudes o gustos considerados femeninos. Es el mismo sexismo que entiende como acto gamberro vestir a los novios con ropa femenina en sus despedidas de soltero, pues qué mejor forma de hacerle pasar vergüenza a un hombre que vestirlo con algo tan ridículo como… ¿una falda? Es el mismo sexismo que divide no solo los juguetes, sino infinidad de objetos en rosa y azul para seguir insistiendo en que hombres y mujeres somos tan distintos que hasta necesitamos champús diferentes. Recios y potentes para ellos, suaves y delicados para ellas.
Además del sexismo, en el rechazo a los niños que aman el rosa hay homofobia. Un niño que construye una masculinidad no-normativa, no-hegemónica, no es considerado un futurible “hombre de verdad”, ni tendrá los atributos que la masculinidad hegemónica considera necesarios. Será un “casi-mujer”, un afeminado, un marica. Gay, en el lenguaje políticamente correcto para actitudes igualmente homófobas. En la resistencia a nuestras decisiones de crianza está la repulsa a que desviemos su identidad sexual a fuerza de colorines. Se nos penaliza por no enderezarlo, cuando tal vez estemos a tiempo de hacer de él un buen hetero amante de los colores oscuros, del vino y de las mujeres. Homofobia, al fin.
Romper el círculo vicioso
Es indudable que necesitamos con urgencia nuevas masculinidades cuidadosas, empáticas y responsables. Infinidad de grupos de hombres que trabajan sobre sus privilegios y las construcciones de género lo demuestran. Hombres que se niegan a seguir siendo muy hombres, que reclaman poder llorar, poder fallar, poder estar asustados y decirlo en voz alta sin ser penalizados. Que reivindican cuidar no solo a sus hijos e hijas sino también a sus mayores. Que no quieren tener una carrera brillante sino una vida bonita. Una vida en rosa.
Para que todo ese trabajo de adultos tenga su efecto, es urgente también relajar la vigilancia de género sobre nuestros niños y niñas. Perder el miedo a las infancias disidentes, a las construcciones de identidad atípicas, a las criaturas que se atreven a ser como quieren, que se saltan esas normas que tanto nos oprimen porque, para su fortuna, aún no saben ni que existen.
Crece en un entorno de gente compleja y variopinta que le quiere sin cuestionarle qué es ni que será, y donde sus gustos son bienvenidos por muy atípicos que sean.
Pero criar a un niño ensayando parámetros que no alimenten la masculinidad tóxica, la violencia, y el machismo está siendo un acto de resistencia constante contra un mundo que no admite en la infancia disidencia alguna en la expresión de género. Que trata de censurar de inmediato cualquier espacio donde la criatura pueda experimentarse sin categorías impuestas y sin prejuicios trasnochados.
Y estamos librando una batalla cotidiana porque este niño, al que nadie exige que se comporte como un hombre de verdad, ha decidido vivir en un mundo color de rosa. Literalmente.
La policía del género
En la infancia, la policía del género es implacable. Frases como “no llores, que pareces una niña” o “las niñas no hacen tal o cual cosa” están naturalizadas. En los parques infantiles se oye bromear a padres y madres sobre la masculinidad de sus bebés de pecho, que desde el cochecito ya saben seducir a las chicas, presuponiéndoles, por supuesto, heterosexualidad. Cualquier pequeño ensayo fuera de los roles establecidos es penalizado: a los niños se les enseña a despreciar los corazones y amar las espadas, las calaveras, a disfrazarse de piratas pero nunca de princesas. A escoger paraguas de niños, cuentos de niños, deportes de niños, juguetes de niños. Y, por supuesto, a renegar del color rosa desde muy pequeños, el color de la vergüenza.
Biberones generizados
El primer susto lo tuvimos a los pocos meses de nacer, cuando compramos su primer biberón y la farmacéutica preguntó si lo queríamos de niño o de niña. La diferencia, claro, no estaba en la tetina, sino en el color.
A partir de entonces, el reguero de anécdotas en torno a la disidencia cromática es interminable.
A los 4 años quiso una bicicleta llamada “tarta de fresa”, el objeto más rosa que yo había visto en la vida. Fue con los abuelos a comprarla, pero volvió con una bici roja y azul, con coches de carreras estampados. “¡No le íbamos a comprar una bicicleta rosa!” exclamaron indignados ante nuestras quejas.
Cuando quiso que pintásemos su habitación de color rosa chicle, encontramos resistencia en la tienda de pinturas. Intentaron convencerlo de que toda la habitación de ese color no quedaría bien, y que era mejor escoger otro. Azul, por ejemplo.
El último disgusto lo tuvo hace unos días, al tratar de comprarle las batas para el colegio. Modelo único, y varios colores. El tendero le preguntó por el color y él, lo sabemos, escogió el rosa. El hombre se puso a reír: “No, eso es ridículo, nene. Escoge otra, la roja, la azul”. Intervine: “Ha dicho rosa”. No lo conseguimos. Entre los argumentos que me dieron para no encargarle batas rosa al niño estaban que ese modelo era más incómodo, que los demás se reirían de él, o que no era bueno para el niño vestirlo de niña.
Sexismo y homofobia latente
Lo que implica la cuestión no es tan solo un sexismo salvaje que ve denigrante para un niño tener actitudes o gustos considerados femeninos. Es el mismo sexismo que entiende como acto gamberro vestir a los novios con ropa femenina en sus despedidas de soltero, pues qué mejor forma de hacerle pasar vergüenza a un hombre que vestirlo con algo tan ridículo como… ¿una falda? Es el mismo sexismo que divide no solo los juguetes, sino infinidad de objetos en rosa y azul para seguir insistiendo en que hombres y mujeres somos tan distintos que hasta necesitamos champús diferentes. Recios y potentes para ellos, suaves y delicados para ellas.
Además del sexismo, en el rechazo a los niños que aman el rosa hay homofobia. Un niño que construye una masculinidad no-normativa, no-hegemónica, no es considerado un futurible “hombre de verdad”, ni tendrá los atributos que la masculinidad hegemónica considera necesarios. Será un “casi-mujer”, un afeminado, un marica. Gay, en el lenguaje políticamente correcto para actitudes igualmente homófobas. En la resistencia a nuestras decisiones de crianza está la repulsa a que desviemos su identidad sexual a fuerza de colorines. Se nos penaliza por no enderezarlo, cuando tal vez estemos a tiempo de hacer de él un buen hetero amante de los colores oscuros, del vino y de las mujeres. Homofobia, al fin.
Romper el círculo vicioso
Es indudable que necesitamos con urgencia nuevas masculinidades cuidadosas, empáticas y responsables. Infinidad de grupos de hombres que trabajan sobre sus privilegios y las construcciones de género lo demuestran. Hombres que se niegan a seguir siendo muy hombres, que reclaman poder llorar, poder fallar, poder estar asustados y decirlo en voz alta sin ser penalizados. Que reivindican cuidar no solo a sus hijos e hijas sino también a sus mayores. Que no quieren tener una carrera brillante sino una vida bonita. Una vida en rosa.
Para que todo ese trabajo de adultos tenga su efecto, es urgente también relajar la vigilancia de género sobre nuestros niños y niñas. Perder el miedo a las infancias disidentes, a las construcciones de identidad atípicas, a las criaturas que se atreven a ser como quieren, que se saltan esas normas que tanto nos oprimen porque, para su fortuna, aún no saben ni que existen.
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