Imagen: Yorokobu / María de Maeztu |
Mar Abad | Yorokobu, 2015-12-08
http://www.yorokobu.es/mujeres-progresistas/
Parecía que España iba a ser por fin un país moderno como Francia o Inglaterra. Empezaba el siglo XX y muchas mujeres querían ser independientes. No les interesaba pescar un buen marido. Querían estudiar, trabajar fuera de casa y ser libres. Algunas lo consiguieron por ellas mismas, a codazos con la sociedad. Otras, como Victoria Kent, Maruja Mallo o Josefina Carabias, lo aprendieron en la Residencia de señoritas. Pero el sueño acabó a balazos y el dictador Francisco Franco volvió a recluirlas en la habitación de ‘las labores propias de su sexo’. Eso era cocinar, lavar, coser y cuidar de los niños.
El afán de libertad que trajo el siglo XX no era nuevo. Las escritoras Emilia Pardo Bazán, Concepción Arenal o Carmen de Burgos ya lo intentaron en la segunda mitad del XIX. Doña Emilia, como la llamaban entonces, se había liberado de las cadenas de la familia bien vista y se lanzó a los brazos de todos los amantes que quiso. Los de Benito Pérez Galdós o los de Lázaro Galdiano. La novelista pedía que los hombres y las mujeres pudieran hacer las mismas cosas. Aunque eso era una extravagancia. La moral de la época dictaba lo contrario. En voz del escritor Juan Valera y Alcalá Galiano: «la mujer que pretende tornarse independiente del hombre actúa en pecaminosa rebeldía contra los decretos de la Providencia».
Esas consignas empezaron a oler a rancio entre algunos círculos intelectuales. A Echegaray, Castelar, Giner de los Ríos o Galdós no les gustaba ese mundo partido en dos. Ellos estaban a favor de que las mujeres entraran en la Academia y, por eso, en 1889, comenzaron a pronunciar el nombre de Doña Emilia como aspirante a la institución. Ella estaba conforme y escribió:
«Si a título de ambición personal no debo insistir en postular para la Academia, en nombre de mi sexo creo que hasta tengo el deber de sostener, en el terreno platónico, y sin intrigas ni complots, la actitud legal de las mujeres que lo merezcan para sentarse en aquel sillón, mientras haya academias en el mundo».
Pero la Academia estaba dominada por la moral de la época y no la admitió. Los estatutos eran categóricos. El saber era cosa de hombres.
Emilia Antonia Socorro Josefa Amalia Vicenta Eufemia Pardo Bazán y de la Rúa-Figueroa no se desanimó. Al contrario. La aristócrata con siete nombres pensó que tenía que hacer ver a otras mujeres que los hombres les impedían entrar en las instituciones del conocimiento, la política e incluso la diversión.
En 1892, la coruñesa fundó la publicación ‘La biblioteca de la mujer’ para hablar de estos temas pero, conforme avanzaban los números, se fue desanimando. Esperaba que sus referencias a obras como ‘La esclavitud femenina’, de John Stuart Mill, hicieran ver a otras jóvenes que vivían como sombras de los hombres, detrás del telón de su función, pero eso no ocurrió.
La periodista, decepcionada, decidió terminar la colección con recetas de cocina. «Cuando yo fundé ‘La biblioteca de la mujer’, era mi objeto difundir en España las obras del alto feminismo extranjero (…). He visto, sin género de duda, que aquí a nadie le preocupan gran cosa estas cuestiones, y a la mujer, aún menos. Cuando por caso insólito, la mujer se mezcla en política, pide varias cosas distintas, pero ninguna que directamente, como tal mujer, le interese y convenga», escribió entonces. «Aquí no hay sufragistas, ni mansas ni bravas. En vista de lo cual, y no gustando de luchas sin ambiente, he resuelto prestar amplitud a la sección de economía doméstica de dicha Biblioteca, y ya que no es útil hablar de derechos y adelantos femeninos, tratar gratamente de cómo se prepara escabeche de perdices y la bizcochada de almendra».
Pero ella no era mujer de fogones. Pardo Bazán siguió en su empeño. En 1905 el Ateneo de Madrid le concedió el carné de socia. Era la primera mujer que entraba en la institución y La Época lo contó así:
«La inteligencia no tiene sexo, y la de la señora Pardo Bazán es de aquellas que no solo honran a la Corporación que le abre sus puertas, sino al país entero, que la mira como a uno de sus más insignes hijos».
Ese periódico dio un paso valiente para la época. Afirmó que una mujer también podía ser inteligente. Lo que aún quedaría pendiente era atreverse a llamarla por su género: «como a una». Pero por aquel entonces el mundo era aún, en sus formas y su lenguaje, aplastantemente masculino.
El pensamiento de los miembros del Ateneo estaba varios años por delante del resto de la población. Las publicaciones francesas y británicas que leían en sus salones formaban a las clases intelectuales más progresistas del país. Un año después de que Pardo Bazán entrara con voz y voto en la institución fue nombrada presidenta de la sección de literatura. En 1910 consiguió el puesto de consejera de Instrucción pública y, seis años más tarde, la cátedra de Literatura contemporánea y Lenguas neolatinas de la Universidad Central de Madrid.
Fueron hombres los que mejor acogieron las ideas de Pardo Bazán. Y, paradójicamente, algunos de ellos trabajaron más por la liberación femenina que muchas mujeres. La novelista siempre contó con el apoyo del pedagogo Francisco Giner de los Ríos. El director de la Institución Libre de Enseñanza fue quien mostró a la autora algunas de las referencias que marcarían su pensamiento feminista. En la publicación ‘Don Francisco Giner. Crónica de Madrid’, la autora escribió:
«Era Giner resueltamente feminista. Todo lo que atañía al mejoramiento de la condición de la mujer le interesaba en el más alto grado. Por él conocía yo la famosa obra de Stuart, ‘La esclavitud femenina’, que tanto influyó en el movimiento feminista de Inglaterra, y que hice traducir y publiqué en castellano, cuando creía que pudiesen aquí importarle a alguien tales asuntos».
En 1915, el palacete de Madrid donde estaba la Residencia de estudiantes se quedó pequeño para tanto varón. Ese año los hombres empezaron el curso en las instalaciones de la calle Pinar y en octubre, el edificio de la calle Fortuny se transformó en la Residencia de señoritas. Lo estrenaron 30 jovencitas que preparaban su ingreso a la universidad o que ya cursaban estudios superiores en las facultades, la Escuela Superior del Magisterio, el Conservatorio Nacional de Música o la Escuela Normal. También podían residir allí mujeres que se dedicasen al estudio «privadamente», «sin aspirar a un reconocimiento oficial de estudios», según recoge la ‘Memoria’ de la Junta del año de su constitución.
En aquella residencia montaron bibliotecas, laboratorios y archivos para que las chicas pudieran estudiar. Durante todo el año había un programa de conferencias, lecturas de poemas, conciertos, enseñanza de idiomas, actividades deportivas y excursiones para completar la formación académica. Ese espíritu y cientos de documentos, cartas, fotografías, libros y pinturas que quedan de la institución se muestran en la exposición ‘Mujeres en vanguardia’ desde finales de noviembre hasta el próximo 27 de marzo. La exhibición, comisariada por Almudena de la Cueva y Margarita Márquez Padorno, está en el edificio de la Residencia de Estudiantes de Madrid.
La asistencia a las conferencias era obligatoria. La Residencia de señoritas siempre fue más estricta que la de los varones. El control también fue más intenso. Era habitual entonces exigir a una dama comportamientos más recatados que a un caballero, pero, además, había una fuerte conciencia de que tenían que aprovechar esa oportunidad. Muy pocas mujeres podían acceder a esa formación y ellas tenían que convertirse en un ejemplo para las demás. Eran las primeras mujeres que echaron a arder su delantal y las llamadas a liderar un nuevo país más igualitario.
Eso exigía un talante enérgico, valiente y decidido. Así era la persona que dirigió esta institución desde su inauguración, en 1915, hasta septiembre de 1936. María de Maeztu Whitney, a la que sus alumnas llamaban María la brava, dedicó todos esos años a que «las españolas siguieran el camino que las mujeres habían iniciado en otros países». Este era el propósito de la residencia, según indicó la directora en una entrevista con la periodista y antigua residente Josefina Carabias.
Maeztu se refería a Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania. La maestra veía con admiración el protagonismo que las mujeres empezaban a cobrar en esos países y conocía bien el método de enseñanza estadounidense. Antes de dirigir la residencia, había estudiado en Leipzig y Marburgo (Alemania), con una beca de la Junta para la Ampliación de Estudios, y había sido profesora en el Instituto Internacional que fundó Alice Gordon Gulick para promover la educación de las jóvenes españolas. En el International Institute for Girls in Spain, como se llamaba en inglés, aprendió métodos pedagógicos muy avanzados para la época que luego aplicó en la Residencia de señoritas.
La maestra se esforzó en que las jóvenes que pasaran por ahí no solo fueran más cultas. También quería hacer de ellas personas con iniciativa. Las asociaciones de alumnas debían organizar actividades lúdicas e incluso ellas mismas podían ofrecer conciertos y recitales. Maeztu viajaba con frecuencia y le gustaban las costumbres y tendencias de países más democráticos y progresistas como los anglosajones. «La directora veía con buenos ojos estas veladas que prolongaban el té que ella misma imponía a media tarde», escriben Almudena de la Cueva y Margarita Márquez Padrono en un artículo titulado ‘Una habitación propia para las españolas’.
Pero, a la vez, era consciente del riesgo que suponía intentar esquivar las tradiciones más recalcitrantes del país y, antes de cada fiesta, supervisaba la lista de invitados que acompañaban a las chicas, que en su mayoría, procedían de familias acomodadas con una mentalidad liberal. «Esta estricta supervisión era el arma que María de Maeztu esgrimía contra quienes pudieran recelar del ambiente de la institución que dirigía».
La directora pensaba que la estancia en otros países era una parte fundamental de la educación de una persona. A partir de 1917 estableció un programa de intercambio con colleges femeninos de EEUU y las españolas comenzaron a completar sus estudios en el extranjero.
Al año siguiente, un real decreto aprobó la creación de un centro educativo que pretendía desarrollar nuevos métodos de enseñanza. Era el Instituto-Escuela y desde la Junta para la Ampliación de Estudios llamaron a María de Maeztu para dirigir la Sección Primaria. La vitoriense tenía una reputación excelente como pedagoga y nunca tuvo miedo a cuestionar los métodos tradicionales. Tanto era así que su frase más recordada hoy es la que pronunció en la Universidad de Oviedo sobre su experiencia como maestra:
«Es verdad el dicho antiguo de que la letra con sangre entra, pero no ha de ser con la del niño, sino con la del maestro».
En el Instituto-Escuela de Segunda Enseñanza había una sección preparatoria para niños y niñas, y un internado y un programa de clases para alumnas de bachillerato. «No había libros de texto, sino un cuaderno de trabajo donde los alumnos anotaban las explicaciones del profesor», explica la escritora Antonina Rodrigo, en Mujeres olvidadas. «No se estudiaba de memoria. Siempre que era posible, las clases se celebraban al aire libre. Se hacían excursiones y mucho deporte. La enseñanza de la lengua castellana se estudiaba con ejercicios especiales de dicción, de vocabulario, de lecturas, de recitación, de redacción, de literatura, de narración y composición. La geografía con prácticas de cartografía y construcción de mapas en relieve, de arcilla y de cartón. Las lecciones de historia se enriquecían con las visitas al Museo Arqueológico, al del Prado, al del Arte Moderno y, sobre el terreno, en los lugares históricos. El estudio de las matemáticas se facilitaba con toda clase de material capaz de dar amenidad a la asignatura. La biología, la botánica y la zoología no solo se estudiaban en las colecciones del instituto. También con excursiones al campo y visitas al Parque Zoológico y al Museo Nacional de Ciencias Naturales».
El verano de 1936 los edificios de la Residencia de señoritas quedaron vacíos, como cada año en esas fechas. Las educadoras y las alumnas estaban de vacaciones cuando una noticia sangrienta irrumpió en el país. A mitad de julio un grupo de militares liderados por el general Franco, Emilio Mola y José Sanjurjo dio un golpe de estado contra el gobierno republicano de Manuel Azaña. María de Maeztu volvió inmediatamente a Madrid.
El levantamiento parecía ir en serio y María la brava abandonó su cargo en el mes de septiembre. En esos 21 años al frente de la institución, la Residencia de señoritas había crecido de 30 a casi 300 estudiantes. Y ya no estaban en un solo edificio. Eran doce en la ciudad de Madrid.
La Residencia de señoritas no fue el primer intento de instruir a las mujeres en España. En 1870, el religioso y docente Fernando de Castro y Pajares fundó la Asociación para la Enseñanza de la Mujer. El grupo de catedráticos que creó el proyecto pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) seis años después también pretendía lo mismo.
En esa época las mujeres no eran bien vistas en la universidad. No había servido de nada lo que dejó dicho Alfonso el Sabio en el siglo XIII. Las mujeres, según sus dictados, podían estudiar lo que quisieran con una excepción: la carrera de Leyes. Pero nadie hizo caso al monarca y hasta 1893 no entró una mujer en la universidad. Ese año María Goyri escribió a la Dirección General de Instrucción Pública para solicitar una autorización que le permitiera matricularse en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid. El permiso fue concedido.
La noticia causó un estruendoso revuelo en la Academia. Al entregar su matrícula, el secretario le advirtió:
–Cierto que no existe ninguna disposición que le impida conseguir su deseo. Ahora bien, yo no me hago responsable de lo que pueda ocurrir.
La universidad era territorio viril. El claustro de profesores, temeroso, estableció que un bedel acompañara a la chica en todo momento mientras estuviera dentro del edificio. Entre una clase y otra, Goyri no podía quedarse en los pasillos con sus compañeros. El ordenanza la acompañaba a la antesala de los profesores y ahí, a solas, pasaba los descansos entre una clase y la siguiente. La periodista Josefina Carabias relató en un artículo de Estampa, en 1933, que en las aulas, situaban una mesa supletoria para ella, a varios metros de distancia de las de sus compañeros.
La primera mujer que fue a la universidad en España fue profesora de Literatura durante los primeros cursos de la Residencia de señoritas. La hispanista, esposa del filólogo Menéndez Pidal, llevaba años escribiendo a favor de la independencia de la mujer. El debate venía con fuerza de países como Francia e Inglaterra. En España, Emilia Pardo Bazán y Concepción Arenal lideraban la polémica. Goyri se sumó a ella. En 1892 defendió a las dos escritoras gallegas y seis años después comenzó a publicar una columna en la Revista Popular titulada ‘Crónicas femeninas’.
Ahí apoyó el trabajo de la mujer fuera del hogar y su participación en la sociedad en igualdad de condiciones que los hombres, según la historiadora Antonina Rodrigo. «Hay que hacer cotizar el valor intelectual y práctico de la mujer para que aporte su valiosa colaboración a la sociedad», escribió Goyri.
Algo empezaba a cambiar. En 1909 abrieron la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio y ahí las mujeres no eran mal vistas. Un año después el Gobierno derogó la normativa que exigía a las alumnas un permiso especial para matricularse en la universidad.
El camino que emprendieron Pardo Bazán, Concepción Arenal, María de Maeztu, Victoria Kent, Maruja Mallo o María Goyri comenzaba a transformar a las señoritas de este país. Muchas eran cultas, atrevidas y autosuficientes. Pero el futuro con el que soñaban derrapó el verano de 1936. El levantamiento militar venía con la consigna contraria. La España que surgió después de la victoria fascista arrastró a las mujeres a un tiempo castrador.
En 1940 el Gobierno de Franco volvió a abrir la residencia pero esta vez se llamó Colegio Mayor Santa Teresa de Jesús. Ya nada tenía que ver con los valores de las mujeres que se atrevieron a cortarse el pelo y subir el corte de sus faldas. Pilar Primo de Rivera, la fundadora de la Sección Femenina de la Falange, nombró directora a una persona de su confianza, Matilde Marquina. La hija del dictador Miguel Primo de Rivera tenía otros planes para la institución y para la mujer. La española a la que quisieron casar con Hitler tenía una visión de su género mucho más perversa. Esta:
«Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles. Nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho».
El afán de libertad que trajo el siglo XX no era nuevo. Las escritoras Emilia Pardo Bazán, Concepción Arenal o Carmen de Burgos ya lo intentaron en la segunda mitad del XIX. Doña Emilia, como la llamaban entonces, se había liberado de las cadenas de la familia bien vista y se lanzó a los brazos de todos los amantes que quiso. Los de Benito Pérez Galdós o los de Lázaro Galdiano. La novelista pedía que los hombres y las mujeres pudieran hacer las mismas cosas. Aunque eso era una extravagancia. La moral de la época dictaba lo contrario. En voz del escritor Juan Valera y Alcalá Galiano: «la mujer que pretende tornarse independiente del hombre actúa en pecaminosa rebeldía contra los decretos de la Providencia».
Esas consignas empezaron a oler a rancio entre algunos círculos intelectuales. A Echegaray, Castelar, Giner de los Ríos o Galdós no les gustaba ese mundo partido en dos. Ellos estaban a favor de que las mujeres entraran en la Academia y, por eso, en 1889, comenzaron a pronunciar el nombre de Doña Emilia como aspirante a la institución. Ella estaba conforme y escribió:
«Si a título de ambición personal no debo insistir en postular para la Academia, en nombre de mi sexo creo que hasta tengo el deber de sostener, en el terreno platónico, y sin intrigas ni complots, la actitud legal de las mujeres que lo merezcan para sentarse en aquel sillón, mientras haya academias en el mundo».
Pero la Academia estaba dominada por la moral de la época y no la admitió. Los estatutos eran categóricos. El saber era cosa de hombres.
Emilia Antonia Socorro Josefa Amalia Vicenta Eufemia Pardo Bazán y de la Rúa-Figueroa no se desanimó. Al contrario. La aristócrata con siete nombres pensó que tenía que hacer ver a otras mujeres que los hombres les impedían entrar en las instituciones del conocimiento, la política e incluso la diversión.
En 1892, la coruñesa fundó la publicación ‘La biblioteca de la mujer’ para hablar de estos temas pero, conforme avanzaban los números, se fue desanimando. Esperaba que sus referencias a obras como ‘La esclavitud femenina’, de John Stuart Mill, hicieran ver a otras jóvenes que vivían como sombras de los hombres, detrás del telón de su función, pero eso no ocurrió.
La periodista, decepcionada, decidió terminar la colección con recetas de cocina. «Cuando yo fundé ‘La biblioteca de la mujer’, era mi objeto difundir en España las obras del alto feminismo extranjero (…). He visto, sin género de duda, que aquí a nadie le preocupan gran cosa estas cuestiones, y a la mujer, aún menos. Cuando por caso insólito, la mujer se mezcla en política, pide varias cosas distintas, pero ninguna que directamente, como tal mujer, le interese y convenga», escribió entonces. «Aquí no hay sufragistas, ni mansas ni bravas. En vista de lo cual, y no gustando de luchas sin ambiente, he resuelto prestar amplitud a la sección de economía doméstica de dicha Biblioteca, y ya que no es útil hablar de derechos y adelantos femeninos, tratar gratamente de cómo se prepara escabeche de perdices y la bizcochada de almendra».
Pero ella no era mujer de fogones. Pardo Bazán siguió en su empeño. En 1905 el Ateneo de Madrid le concedió el carné de socia. Era la primera mujer que entraba en la institución y La Época lo contó así:
«La inteligencia no tiene sexo, y la de la señora Pardo Bazán es de aquellas que no solo honran a la Corporación que le abre sus puertas, sino al país entero, que la mira como a uno de sus más insignes hijos».
Ese periódico dio un paso valiente para la época. Afirmó que una mujer también podía ser inteligente. Lo que aún quedaría pendiente era atreverse a llamarla por su género: «como a una». Pero por aquel entonces el mundo era aún, en sus formas y su lenguaje, aplastantemente masculino.
El pensamiento de los miembros del Ateneo estaba varios años por delante del resto de la población. Las publicaciones francesas y británicas que leían en sus salones formaban a las clases intelectuales más progresistas del país. Un año después de que Pardo Bazán entrara con voz y voto en la institución fue nombrada presidenta de la sección de literatura. En 1910 consiguió el puesto de consejera de Instrucción pública y, seis años más tarde, la cátedra de Literatura contemporánea y Lenguas neolatinas de la Universidad Central de Madrid.
Fueron hombres los que mejor acogieron las ideas de Pardo Bazán. Y, paradójicamente, algunos de ellos trabajaron más por la liberación femenina que muchas mujeres. La novelista siempre contó con el apoyo del pedagogo Francisco Giner de los Ríos. El director de la Institución Libre de Enseñanza fue quien mostró a la autora algunas de las referencias que marcarían su pensamiento feminista. En la publicación ‘Don Francisco Giner. Crónica de Madrid’, la autora escribió:
«Era Giner resueltamente feminista. Todo lo que atañía al mejoramiento de la condición de la mujer le interesaba en el más alto grado. Por él conocía yo la famosa obra de Stuart, ‘La esclavitud femenina’, que tanto influyó en el movimiento feminista de Inglaterra, y que hice traducir y publiqué en castellano, cuando creía que pudiesen aquí importarle a alguien tales asuntos».
En 1915, el palacete de Madrid donde estaba la Residencia de estudiantes se quedó pequeño para tanto varón. Ese año los hombres empezaron el curso en las instalaciones de la calle Pinar y en octubre, el edificio de la calle Fortuny se transformó en la Residencia de señoritas. Lo estrenaron 30 jovencitas que preparaban su ingreso a la universidad o que ya cursaban estudios superiores en las facultades, la Escuela Superior del Magisterio, el Conservatorio Nacional de Música o la Escuela Normal. También podían residir allí mujeres que se dedicasen al estudio «privadamente», «sin aspirar a un reconocimiento oficial de estudios», según recoge la ‘Memoria’ de la Junta del año de su constitución.
En aquella residencia montaron bibliotecas, laboratorios y archivos para que las chicas pudieran estudiar. Durante todo el año había un programa de conferencias, lecturas de poemas, conciertos, enseñanza de idiomas, actividades deportivas y excursiones para completar la formación académica. Ese espíritu y cientos de documentos, cartas, fotografías, libros y pinturas que quedan de la institución se muestran en la exposición ‘Mujeres en vanguardia’ desde finales de noviembre hasta el próximo 27 de marzo. La exhibición, comisariada por Almudena de la Cueva y Margarita Márquez Padorno, está en el edificio de la Residencia de Estudiantes de Madrid.
La asistencia a las conferencias era obligatoria. La Residencia de señoritas siempre fue más estricta que la de los varones. El control también fue más intenso. Era habitual entonces exigir a una dama comportamientos más recatados que a un caballero, pero, además, había una fuerte conciencia de que tenían que aprovechar esa oportunidad. Muy pocas mujeres podían acceder a esa formación y ellas tenían que convertirse en un ejemplo para las demás. Eran las primeras mujeres que echaron a arder su delantal y las llamadas a liderar un nuevo país más igualitario.
Eso exigía un talante enérgico, valiente y decidido. Así era la persona que dirigió esta institución desde su inauguración, en 1915, hasta septiembre de 1936. María de Maeztu Whitney, a la que sus alumnas llamaban María la brava, dedicó todos esos años a que «las españolas siguieran el camino que las mujeres habían iniciado en otros países». Este era el propósito de la residencia, según indicó la directora en una entrevista con la periodista y antigua residente Josefina Carabias.
Maeztu se refería a Estados Unidos, Inglaterra, Francia y Alemania. La maestra veía con admiración el protagonismo que las mujeres empezaban a cobrar en esos países y conocía bien el método de enseñanza estadounidense. Antes de dirigir la residencia, había estudiado en Leipzig y Marburgo (Alemania), con una beca de la Junta para la Ampliación de Estudios, y había sido profesora en el Instituto Internacional que fundó Alice Gordon Gulick para promover la educación de las jóvenes españolas. En el International Institute for Girls in Spain, como se llamaba en inglés, aprendió métodos pedagógicos muy avanzados para la época que luego aplicó en la Residencia de señoritas.
La maestra se esforzó en que las jóvenes que pasaran por ahí no solo fueran más cultas. También quería hacer de ellas personas con iniciativa. Las asociaciones de alumnas debían organizar actividades lúdicas e incluso ellas mismas podían ofrecer conciertos y recitales. Maeztu viajaba con frecuencia y le gustaban las costumbres y tendencias de países más democráticos y progresistas como los anglosajones. «La directora veía con buenos ojos estas veladas que prolongaban el té que ella misma imponía a media tarde», escriben Almudena de la Cueva y Margarita Márquez Padrono en un artículo titulado ‘Una habitación propia para las españolas’.
Pero, a la vez, era consciente del riesgo que suponía intentar esquivar las tradiciones más recalcitrantes del país y, antes de cada fiesta, supervisaba la lista de invitados que acompañaban a las chicas, que en su mayoría, procedían de familias acomodadas con una mentalidad liberal. «Esta estricta supervisión era el arma que María de Maeztu esgrimía contra quienes pudieran recelar del ambiente de la institución que dirigía».
La directora pensaba que la estancia en otros países era una parte fundamental de la educación de una persona. A partir de 1917 estableció un programa de intercambio con colleges femeninos de EEUU y las españolas comenzaron a completar sus estudios en el extranjero.
Al año siguiente, un real decreto aprobó la creación de un centro educativo que pretendía desarrollar nuevos métodos de enseñanza. Era el Instituto-Escuela y desde la Junta para la Ampliación de Estudios llamaron a María de Maeztu para dirigir la Sección Primaria. La vitoriense tenía una reputación excelente como pedagoga y nunca tuvo miedo a cuestionar los métodos tradicionales. Tanto era así que su frase más recordada hoy es la que pronunció en la Universidad de Oviedo sobre su experiencia como maestra:
«Es verdad el dicho antiguo de que la letra con sangre entra, pero no ha de ser con la del niño, sino con la del maestro».
En el Instituto-Escuela de Segunda Enseñanza había una sección preparatoria para niños y niñas, y un internado y un programa de clases para alumnas de bachillerato. «No había libros de texto, sino un cuaderno de trabajo donde los alumnos anotaban las explicaciones del profesor», explica la escritora Antonina Rodrigo, en Mujeres olvidadas. «No se estudiaba de memoria. Siempre que era posible, las clases se celebraban al aire libre. Se hacían excursiones y mucho deporte. La enseñanza de la lengua castellana se estudiaba con ejercicios especiales de dicción, de vocabulario, de lecturas, de recitación, de redacción, de literatura, de narración y composición. La geografía con prácticas de cartografía y construcción de mapas en relieve, de arcilla y de cartón. Las lecciones de historia se enriquecían con las visitas al Museo Arqueológico, al del Prado, al del Arte Moderno y, sobre el terreno, en los lugares históricos. El estudio de las matemáticas se facilitaba con toda clase de material capaz de dar amenidad a la asignatura. La biología, la botánica y la zoología no solo se estudiaban en las colecciones del instituto. También con excursiones al campo y visitas al Parque Zoológico y al Museo Nacional de Ciencias Naturales».
El verano de 1936 los edificios de la Residencia de señoritas quedaron vacíos, como cada año en esas fechas. Las educadoras y las alumnas estaban de vacaciones cuando una noticia sangrienta irrumpió en el país. A mitad de julio un grupo de militares liderados por el general Franco, Emilio Mola y José Sanjurjo dio un golpe de estado contra el gobierno republicano de Manuel Azaña. María de Maeztu volvió inmediatamente a Madrid.
El levantamiento parecía ir en serio y María la brava abandonó su cargo en el mes de septiembre. En esos 21 años al frente de la institución, la Residencia de señoritas había crecido de 30 a casi 300 estudiantes. Y ya no estaban en un solo edificio. Eran doce en la ciudad de Madrid.
La Residencia de señoritas no fue el primer intento de instruir a las mujeres en España. En 1870, el religioso y docente Fernando de Castro y Pajares fundó la Asociación para la Enseñanza de la Mujer. El grupo de catedráticos que creó el proyecto pedagógico de la Institución Libre de Enseñanza (ILE) seis años después también pretendía lo mismo.
En esa época las mujeres no eran bien vistas en la universidad. No había servido de nada lo que dejó dicho Alfonso el Sabio en el siglo XIII. Las mujeres, según sus dictados, podían estudiar lo que quisieran con una excepción: la carrera de Leyes. Pero nadie hizo caso al monarca y hasta 1893 no entró una mujer en la universidad. Ese año María Goyri escribió a la Dirección General de Instrucción Pública para solicitar una autorización que le permitiera matricularse en la facultad de Filosofía y Letras de Madrid. El permiso fue concedido.
La noticia causó un estruendoso revuelo en la Academia. Al entregar su matrícula, el secretario le advirtió:
–Cierto que no existe ninguna disposición que le impida conseguir su deseo. Ahora bien, yo no me hago responsable de lo que pueda ocurrir.
La universidad era territorio viril. El claustro de profesores, temeroso, estableció que un bedel acompañara a la chica en todo momento mientras estuviera dentro del edificio. Entre una clase y otra, Goyri no podía quedarse en los pasillos con sus compañeros. El ordenanza la acompañaba a la antesala de los profesores y ahí, a solas, pasaba los descansos entre una clase y la siguiente. La periodista Josefina Carabias relató en un artículo de Estampa, en 1933, que en las aulas, situaban una mesa supletoria para ella, a varios metros de distancia de las de sus compañeros.
La primera mujer que fue a la universidad en España fue profesora de Literatura durante los primeros cursos de la Residencia de señoritas. La hispanista, esposa del filólogo Menéndez Pidal, llevaba años escribiendo a favor de la independencia de la mujer. El debate venía con fuerza de países como Francia e Inglaterra. En España, Emilia Pardo Bazán y Concepción Arenal lideraban la polémica. Goyri se sumó a ella. En 1892 defendió a las dos escritoras gallegas y seis años después comenzó a publicar una columna en la Revista Popular titulada ‘Crónicas femeninas’.
Ahí apoyó el trabajo de la mujer fuera del hogar y su participación en la sociedad en igualdad de condiciones que los hombres, según la historiadora Antonina Rodrigo. «Hay que hacer cotizar el valor intelectual y práctico de la mujer para que aporte su valiosa colaboración a la sociedad», escribió Goyri.
Algo empezaba a cambiar. En 1909 abrieron la Escuela de Estudios Superiores del Magisterio y ahí las mujeres no eran mal vistas. Un año después el Gobierno derogó la normativa que exigía a las alumnas un permiso especial para matricularse en la universidad.
El camino que emprendieron Pardo Bazán, Concepción Arenal, María de Maeztu, Victoria Kent, Maruja Mallo o María Goyri comenzaba a transformar a las señoritas de este país. Muchas eran cultas, atrevidas y autosuficientes. Pero el futuro con el que soñaban derrapó el verano de 1936. El levantamiento militar venía con la consigna contraria. La España que surgió después de la victoria fascista arrastró a las mujeres a un tiempo castrador.
En 1940 el Gobierno de Franco volvió a abrir la residencia pero esta vez se llamó Colegio Mayor Santa Teresa de Jesús. Ya nada tenía que ver con los valores de las mujeres que se atrevieron a cortarse el pelo y subir el corte de sus faldas. Pilar Primo de Rivera, la fundadora de la Sección Femenina de la Falange, nombró directora a una persona de su confianza, Matilde Marquina. La hija del dictador Miguel Primo de Rivera tenía otros planes para la institución y para la mujer. La española a la que quisieron casar con Hitler tenía una visión de su género mucho más perversa. Esta:
«Las mujeres nunca descubren nada. Les falta, desde luego, el talento creador, reservado por Dios para inteligencias varoniles. Nosotras no podemos hacer nada más que interpretar, mejor o peor, lo que los hombres nos dan hecho».
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