lunes, 28 de diciembre de 2015

#hemeroteca #jaimegildebiedma | Gil de Biedma, un poeta en la charca de la memoria

Imagen: El País / Jaime Gil de Biedma
Gil de Biedma, un poeta en la charca de la memoria.
Es uno de los poetas españoles clave del siglo XX, murió hace 25 años. Acaba de publicarse la edición completa de sus ‘Diarios’, iniciados en 1956.
Manuel Vicent | El País, 2015-12-28
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/12/27/actualidad/1451233688_686695.html

El lunes 21 de octubre de 1985, Jaime Gil de Biedma supo de verdad que la vida iba en serio y tuvo que internarse bajo un nombre ficticio —Jaime Costos Sánchez— en el hospital Claude Bernard, pabellón Roux, de París, para tratarse de un sarcoma de Kaposi, el primer síntoma de sida, que se le había diagnosticado ese verano. Empezaba así el martirio de su cuerpo, como el de un San Sebastián, cuyas flechas tomaban la forma de pinchazos, radiografías, termómetros y pastillas. No era la primera vez que la salud le había fallado. En 1956, de regreso de su primer viaje a Filipinas, una tuberculosis lo tuvo varado entre la cama y la hamaca del jardín en la casa solariega de La Nava, en Segovia, pero aquella enfermedad era una evanescente aura que nimbaba la imagen de un joven poeta y que le permitió iniciar un diario en que vertió toda la experiencia erótica de jabalí en busca insaciable de adolescentes masculinos en su estancia en Manila; en cambio, el cuerpo lacerado en 1985 por máculas de Kaposi no tenía nada de literario. Era un estigma que había que mantener en secreto. De hecho, solo Ana María Moix, la psiquiatra Rosa Sender, la familia más íntima, aparte de su pareja sentimental, Josep Madern, y algún consejero de la empresa Tabacos de Filipinas, de la que era secretario, sabían el alcance de su tragedia. En este último diario de 1985 expresa muy bien la angustia que le suponía recorrer un túnel que entonces solo llevaba a la muerte. En la clínica de París alternaba lecturas del economista Schumpeter en la cama con el tedio de la duermevela a la hora de la siesta, los insomnios y las pesadillas nocturnas con los calmantes, reconocimientos táctiles de los ganglios, inyecciones de interferón, electrocardiogramas, análisis de heces, ecografías de estómago. Con todo este bagaje infernal el poeta imaginaba el tormento que sería volver a Barcelona, donde habría que seguir el tratamiento y hacer frente a los rumores que inevitablemente iban a suceder.

El diario iniciado el 21 de octubre de 1985 se interrumpió el viernes 1 de noviembre. Fue como ese avión que deja de emitir señales en pleno vuelo y los controladores ignoran dónde ha ido a caer. De hecho, sus últimos apuntes son como registros en una caja negra: “O sea, 2 ampollas de 18 millones. Diluida cada ampolla con 1cc de agua para preparación inyectable. Más 2/3 ampolla de tres millones (o sea diluirla con 1cc de agua y tomar 2/3 partes)”.

El silencio perduró hasta el 8 de enero de 1990, fecha de su muerte. Pocos días antes había muerto Carlos Barral, su amigo desde los tiempos de la universidad. De esta forma, acabó la Escuela de Barcelona, aquella dorada tropa que en los felices setenta tenía asiento en los peluches rojos del pub Bocaccio de la calle Muntaner y que previamente había ensayado la modernidad en los baretos y boutiques de Tuset street, un remedo de Carnaby st. de Londres. ¿Qué habían aportado a la posteridad aquellos jóvenes de la gauche divine? Tal vez fueron los primeros en saber hundir con el dedo el hielo del gin tonic frente a los escritores del realismo social, que abrevaban vino tinto en vasos de vidrio mojado servido en los mostradores, también mojados, de las tascas de Madrid. Juan Marsé solía decir que en Madrid si pedías una ficha de teléfono en un bar el camarero siempre la daba mojada.

Entre Madrid y Barcelona se repartían la vida los poetas Caballero Bonald, Ángel González, Valente, Jaime Gil de Biedma. Alfonso Costafreda, Carlos Barral y José Agustín Goytisolo. De todo este grupo, el heraldo hacia la muerte fue Gabriel Ferrater, quien se suicidó en 1972, a fecha fija al cumplir los 50 años, como había prometido. El 19 de marzo de 1999, día de su onomástica, José Agustín Goytisolo se cayó por la ventana mientras estaba arreglando una persiana que se había atascado. De hecho, no cayó a plomo en la acera sino en medio de la calzada, lo que demuestra tal vez que el salto fue premeditado.

Un canto maldito
Carlos Barral pasó por diversas curas de desintoxicación del alcoholismo, pero ninguna muerte tan duramente conseguida a través de un largo camino de autodestrucción como el de Jaime Gil de Biedma. Toda su vida partida en dos, como su cuerpo, de cintura para arriba el yin, poeta excelso y ejecutivo honorable de empresa; de cintura para abajo el yang, el lobo nocturno contra sí mismo en vicios estéticos en busca de la máxima degradación. Felices tiempos aquellos de la lucha antifranquista cuando todo eran hamacas, amigos, fiestas de esmoquin blanco, poemas, playas y viajes entreverados con cuerpos adolescentes. Un día llegaron a casa de Gil de Biedma dos policías de la Brigada Social para detenerle. Los recibió el mayordomo. “Tengan la bondad de esperar en la sala de visitas, —dijo— el señorito Jaime se está bañando pero les atenderá en seguida”.

El diario que Gil de Biedma inició en 1956, mientras se reponía de unas manchas en los pulmones en la casa solariega de La Nava, se ha dado a conocer ahora en sus partes sumergidas. El poeta lo reescribió cuando ya sabía que iba a morir. Esas partes ocultas constituyen un canto maldito al placer de la carne en el que la pasión por la belleza se transforma en una charca donde agonizan los peces oscuros de la memoria.

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