Imagen: Shangay |
Hablamos con Rober, marido de Antonio, víctima de insultos y puñetazos en un supermercado. Tuvieron incluso que salir escoltados del hospital.
Joaquín Gasca | Shangay, 2016-02-11
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“Lo normal es que la gente sea más normal”, nos cuenta Rober. Pero ya no sabemos qué pensar. Su marido, Antonio, sufría una brutal agresión homófoba en Santiago, un episodio surrealista y lamentable que ha accedido a relatarnos en primera persona.
Uno ya no está a salvo ni en el supermercado. Antonio pretendía dejar su perro fuera del establecimiento, pero al observar otro can pelín excitado en la puerta y sin atar, entró a preguntar por el dueño. Craso error, cómo se le ocurre. “Sidoso de mierda, espero que no me contagies nada” fue la lindeza pronunciada poco después de que “saltase por encima de la cajera y le pegase puñetazos con las manos juntas”, explica Rober. Sangre en la víctima e incredulidad en la pareja. Es preciso destacar que los hechos se producen dentro del local.
Por si fuera poco, resulta que el agresor es reincidente, pues Antonio ya había recibido amenazas del mismo individuo en el pasado, aunque había decidido no denunciar. Llega la policía al supermercado. No está de más especificar que su labor es proteger y garantizar la seguridad de los afectados, pero su actitud sería cuando menos cuestionable. “Empezaron a tomarnos los datos mientras nos seguían insultando, los apartaban quitándole importancia como si fuese una pequeña pelea”. De ahí el recordatorio.
“Antes de que viniese la ambulancia, nos dijeron que se iban. Les preguntamos que si no se quedaban y nos dijeron que qué queríamos, que se quedasen con nosotros hasta por la noche...”. Ya saben, mejor solo que mal acompañado. Llega la ambulancia y al hospital. Una vez allí, teniendo en cuenta el estado de nervios de Antonio, la pareja, con la aparente sensación de que lo peor ya había pasado, salía a fumar un cigarro.
Segundo error. Allí estaban los agresores: “Dame la foto que me hiciste”, se escucha. Antonio había intentado inmortalizar el momento, pero no había sido capaz. “Estábamos alucinados”, explica Rober. No es para menos. “Tuvimos que meter a Antonio en el hospital, yo llamé a la policía. Todo el mundo se movilizó, incluso una médico se tuvo que poner delante de la consulta donde estábamos, sufriendo todo tipo de insultos”.
Calmaron a Antonio, le cosieron y llamaron a un taxi. “Tuvimos que salir escoltados por la seguridad con la policía allí y los agresores todavía allí”. Nadie se explica por qué no les desalojaron. En cualquier caso, decidieron ir a poner la denuncia.
Lo importante: “Antonio no puede hablar porque tiene la cara hinchada. Está agobiado, no quiere salir de casa, no está bien”. Con la intranquilidad lógica de volver a la calle y poder encontrarse a sus agresores. Mientras, una abogada amiga del matrimonio les asesora de cara al futuro juicio, en el que no tienen depositada mucha confianza.
“Estamos viviendo un retroceso absoluto de las libertades”, se lamenta nuestro protagonista, que también a agradecía a través de Facebook todo el apoyo. Y tiene razón. En un 2016 para olvidar, una muestra de que en España queda mucho por hacer.
Uno ya no está a salvo ni en el supermercado. Antonio pretendía dejar su perro fuera del establecimiento, pero al observar otro can pelín excitado en la puerta y sin atar, entró a preguntar por el dueño. Craso error, cómo se le ocurre. “Sidoso de mierda, espero que no me contagies nada” fue la lindeza pronunciada poco después de que “saltase por encima de la cajera y le pegase puñetazos con las manos juntas”, explica Rober. Sangre en la víctima e incredulidad en la pareja. Es preciso destacar que los hechos se producen dentro del local.
Por si fuera poco, resulta que el agresor es reincidente, pues Antonio ya había recibido amenazas del mismo individuo en el pasado, aunque había decidido no denunciar. Llega la policía al supermercado. No está de más especificar que su labor es proteger y garantizar la seguridad de los afectados, pero su actitud sería cuando menos cuestionable. “Empezaron a tomarnos los datos mientras nos seguían insultando, los apartaban quitándole importancia como si fuese una pequeña pelea”. De ahí el recordatorio.
“Antes de que viniese la ambulancia, nos dijeron que se iban. Les preguntamos que si no se quedaban y nos dijeron que qué queríamos, que se quedasen con nosotros hasta por la noche...”. Ya saben, mejor solo que mal acompañado. Llega la ambulancia y al hospital. Una vez allí, teniendo en cuenta el estado de nervios de Antonio, la pareja, con la aparente sensación de que lo peor ya había pasado, salía a fumar un cigarro.
Segundo error. Allí estaban los agresores: “Dame la foto que me hiciste”, se escucha. Antonio había intentado inmortalizar el momento, pero no había sido capaz. “Estábamos alucinados”, explica Rober. No es para menos. “Tuvimos que meter a Antonio en el hospital, yo llamé a la policía. Todo el mundo se movilizó, incluso una médico se tuvo que poner delante de la consulta donde estábamos, sufriendo todo tipo de insultos”.
Calmaron a Antonio, le cosieron y llamaron a un taxi. “Tuvimos que salir escoltados por la seguridad con la policía allí y los agresores todavía allí”. Nadie se explica por qué no les desalojaron. En cualquier caso, decidieron ir a poner la denuncia.
Lo importante: “Antonio no puede hablar porque tiene la cara hinchada. Está agobiado, no quiere salir de casa, no está bien”. Con la intranquilidad lógica de volver a la calle y poder encontrarse a sus agresores. Mientras, una abogada amiga del matrimonio les asesora de cara al futuro juicio, en el que no tienen depositada mucha confianza.
“Estamos viviendo un retroceso absoluto de las libertades”, se lamenta nuestro protagonista, que también a agradecía a través de Facebook todo el apoyo. Y tiene razón. En un 2016 para olvidar, una muestra de que en España queda mucho por hacer.
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