Ilustración de La Boca del Logo |
Los valores patriarcales que la propia institución monárquica lleva aparejados hace que no pueda representar a las mujeres españolas.
Beatriz Gimeno | ctxt, 2018-12-02
https://ctxt.es/es/20181129/Firmas/23193/Beatriz-Gimeno-tribuna-monarquia-patriarcado-feminismo.htm
El debate sobre la monarquía y la nueva república está de nuevo sobre la mesa y ganando espacio político y social. Parece que la bula que esta institución tenía entre la ciudadanía se ha acabado y así lo señalan las pocas encuestas que se han publicado, aunque el CIS prefiera seguir sin preguntar sobre este asunto. Las razones de la caída en el prestigio de la monarquía han sido ya desgranadas, así como también las razones políticas que explican por qué una nueva república supondría un horizonte de mayor justicia e igualdad. Pero más allá de la sociedad que nos traería una nueva constitución, las feministas tenemos que denunciar que la propia institución monárquica es incompatible con la democracia a la que aspiramos. ¿Qué supone para nosotras, feministas, la pervivencia de una institución como la monarquía en la jefatura del Estado? ¿Es la monarquía un asunto feminista?
Si hablamos de la transición y del periodo constituyente que terminó con la aprobación de la Constitución del 78, el feminismo tiene completa legitimidad para poner en cuestión el relato hegemónico sobre ese tiempo ya que estuvimos radicalmente excluidas del diseño y la construcción del nuevo país que se gestó entonces. Por si fuera poco, se borró de la memoria histórica la lucha de las mujeres en la II República, su defensa de la misma durante la guerra y, finalmente, lo que supuso para ellas el franquismo. Se suele mencionar la falta de libertades públicas y de democracia como lo más terrible de aquel periodo, pero se ignora que a las mujeres se les privó no solo de la democracia y la libertad, sino que se las convirtió en perpetuas menores de edad sin capacidad siquiera para ser dueñas de sí mismas, incluso en los espacios más privados. Si para todo el país se convirtió en una prisión política, ellas sufrieron esta prisión y algunas otras: su propia casa y su propio cuerpo se convirtieron en cárceles. Después, la transición no nos resarció de nada y la Constitución saliente de ese periodo fue un nuevo pacto patriarcal del que las mujeres estamos completamente ausentes: la Constitución solo tiene padres y eso es, se mire como se mire, un déficit democrático que la priva de legitimidad de origen. Es muy posible que de haber participado mujeres feministas en la ponencia constitucional no se hubiera “colado” la humillante prevalencia del varón sobre la mujer en la jefatura del Estado. Pero ahora eso ya es lo de menos, la monarquía no va a ser más feminista porque haya mujeres al frente.
La igualdad entre mujeres y hombres es uno de los principios fundamentales para definir la calidad democrática de un país, pero sabemos que esta igualdad no se expresa únicamente a través de la garantía de la igualdad formal y de la remoción, por parte de los poderes públicos, de los obstáculos que la dificultan, sino también —a un nivel más profundo— a través de la demolición del contrato sexual (junto con el contrato social y el racial) que es la base de la ciudadanía que reflejan todas las constituciones surgidas desde el siglo XVIII. Ahora que el concepto de ciudadanía democrática está siendo vaciado de contenido por el neoliberalismo, que pretende convertir a los ciudadanos/as en consumidores, sabemos que el feminismo tiene capacidad para convertirse en la verdadera resistencia a este régimen. Por una parte porque la protección social que fueron construyendo los Estados del bienestar, y que es básica para que una democracia sea digna de ese nombre, es también garantía para que las mujeres puedan romper ese contrato sexual metafórico y profundamente desigual. Las mujeres somos las más interesadas en que dicha protección social retome los niveles anteriores a la crisis, e incluso se amplíe. Y, en segundo lugar, porque más allá de los derechos consignados legalmente, en un momento en el que la izquierda no parece capaz más que de ofrecer políticas reactivas y de contención de daños, solo el feminismo ofrece un universo alternativo, un completo cambio de paradigma que desafía no solo las políticas sociales y económicas propias del neoliberalismo, sino también su corpus ideológico. El feminismo ofrece otro mundo posible para todas. Y aquí, en el terreno de ese mundo posible, tenemos que volver a preguntarnos: ¿puede ser feminista la institución monárquica? La respuesta es no.
Conocemos las razones que hicieron que la mayoría de los españoles la aceptara en su momento y la manera en que Juan Carlos fue construyendo su propia legitimidad apoyado tanto en el silencio de los medios sobre cualquier aspecto oscuro de su biografía, como en su comportamiento el 23F, que quizá tampoco fue como nos contaron. En todo caso, la bula de Juan Carlos se terminó y, si Felipe VI dispuso de alguna, la desperdició con su comportamiento del 3 de octubre, al situarse como un monarca de parte. Y es ahora cuando, una vez desnuda la monarquía, las feministas tenemos que denunciar que esta institución encarna en sí misma unos valores que son incompatibles con el feminismo; representa, de hecho, valores antifeministas.
La institución monárquica no puede adaptarse a cualquier cambio. Puede modernizarse, hacerse más cercana, asumir cambios cosméticos, pero no puede ser feminista ni encarnar valores feministas porque defiende valores públicos a través de la encarnación y representación simbólica de ciertos comportamientos y valores privados muy concretos. De hecho, es una institución encarnada no en una persona, sino en una familia; una familia tradicional, heterosexual y oficialmente católica; una familia que, en realidad, ya no es mayoritaria en nuestra sociedad y que no puede tampoco representar a las mujeres porque hemos luchado mucho para transformarla. Es cierto que la institución se ha modernizado y ha aceptado el divorcio, pero no parece que pudiera aceptar sin descomponerse la homosexualidad, la convivencia en pareja sin matrimonio, las parejas sucesivas, el ateísmo o agnosticismo, la soltería, el matrimonio civil, el aborto o la no reproducción... cuestiones estas que no son poco importantes para el feminismo, sino fundamentales. La monarquía encarna de manera inevitable (aunque fuera una mujer quien la encabezara) una ciudadanía masculina y tradicional. La doble vida en el aspecto sexual/sentimental del rey Juan Carlos con esposa oficial –sufriente, y que se mantiene fiel– y múltiples amantes extraoficiales, es un ejemplo de familia machista que afortunadamente, no es ya la de la mayoría; el rumor sobre un posible aborto de Letizia utilizado contra ella dando por hecho que sería en cualquier caso una mancha vergonzante; el rumor sobre su ateísmo como otra vergüenza a ocultar, la necesidad de la reproducción sin la que no hay transmisión de la corona, etc. Las mujeres necesitamos, para construirnos como iguales en la ciudadanía que nuestras experiencias vitales, que no son privadas, se legitimen socialmente hasta el punto de poder ser encarnadas en la figura de una Jefa de Estado. Una jefa de Estado que pueda declararse atea, agnóstica, practicante de otra religión, que pueda convivir con una pareja sin casarse, que tenga varias parejas, que sea lesbiana, que declare sin vergüenza que ha abortado (igual que decenas de miles de mujeres) o que decida y explicite que no quiere tener hijos, por ejemplo. Necesitamos que sea posible tener la oportunidad de elegir a una jefa de Estado cuya vida sea como las vidas que hemos luchado por poder tener. Además, obviamente, exigiremos participar en la constitución de la nueva república, que tendrá que tener madres, incorporar la perspectiva de género en todo su articulado, reconocer nuevos derechos y tratar de dibujar una sociedad feminista que llevamos años plantando, debatiendo, pensando y que será una sociedad del bienestar que, por primera vez, se levantará sobre un pacto igualitario.
Si hablamos de la transición y del periodo constituyente que terminó con la aprobación de la Constitución del 78, el feminismo tiene completa legitimidad para poner en cuestión el relato hegemónico sobre ese tiempo ya que estuvimos radicalmente excluidas del diseño y la construcción del nuevo país que se gestó entonces. Por si fuera poco, se borró de la memoria histórica la lucha de las mujeres en la II República, su defensa de la misma durante la guerra y, finalmente, lo que supuso para ellas el franquismo. Se suele mencionar la falta de libertades públicas y de democracia como lo más terrible de aquel periodo, pero se ignora que a las mujeres se les privó no solo de la democracia y la libertad, sino que se las convirtió en perpetuas menores de edad sin capacidad siquiera para ser dueñas de sí mismas, incluso en los espacios más privados. Si para todo el país se convirtió en una prisión política, ellas sufrieron esta prisión y algunas otras: su propia casa y su propio cuerpo se convirtieron en cárceles. Después, la transición no nos resarció de nada y la Constitución saliente de ese periodo fue un nuevo pacto patriarcal del que las mujeres estamos completamente ausentes: la Constitución solo tiene padres y eso es, se mire como se mire, un déficit democrático que la priva de legitimidad de origen. Es muy posible que de haber participado mujeres feministas en la ponencia constitucional no se hubiera “colado” la humillante prevalencia del varón sobre la mujer en la jefatura del Estado. Pero ahora eso ya es lo de menos, la monarquía no va a ser más feminista porque haya mujeres al frente.
La igualdad entre mujeres y hombres es uno de los principios fundamentales para definir la calidad democrática de un país, pero sabemos que esta igualdad no se expresa únicamente a través de la garantía de la igualdad formal y de la remoción, por parte de los poderes públicos, de los obstáculos que la dificultan, sino también —a un nivel más profundo— a través de la demolición del contrato sexual (junto con el contrato social y el racial) que es la base de la ciudadanía que reflejan todas las constituciones surgidas desde el siglo XVIII. Ahora que el concepto de ciudadanía democrática está siendo vaciado de contenido por el neoliberalismo, que pretende convertir a los ciudadanos/as en consumidores, sabemos que el feminismo tiene capacidad para convertirse en la verdadera resistencia a este régimen. Por una parte porque la protección social que fueron construyendo los Estados del bienestar, y que es básica para que una democracia sea digna de ese nombre, es también garantía para que las mujeres puedan romper ese contrato sexual metafórico y profundamente desigual. Las mujeres somos las más interesadas en que dicha protección social retome los niveles anteriores a la crisis, e incluso se amplíe. Y, en segundo lugar, porque más allá de los derechos consignados legalmente, en un momento en el que la izquierda no parece capaz más que de ofrecer políticas reactivas y de contención de daños, solo el feminismo ofrece un universo alternativo, un completo cambio de paradigma que desafía no solo las políticas sociales y económicas propias del neoliberalismo, sino también su corpus ideológico. El feminismo ofrece otro mundo posible para todas. Y aquí, en el terreno de ese mundo posible, tenemos que volver a preguntarnos: ¿puede ser feminista la institución monárquica? La respuesta es no.
Conocemos las razones que hicieron que la mayoría de los españoles la aceptara en su momento y la manera en que Juan Carlos fue construyendo su propia legitimidad apoyado tanto en el silencio de los medios sobre cualquier aspecto oscuro de su biografía, como en su comportamiento el 23F, que quizá tampoco fue como nos contaron. En todo caso, la bula de Juan Carlos se terminó y, si Felipe VI dispuso de alguna, la desperdició con su comportamiento del 3 de octubre, al situarse como un monarca de parte. Y es ahora cuando, una vez desnuda la monarquía, las feministas tenemos que denunciar que esta institución encarna en sí misma unos valores que son incompatibles con el feminismo; representa, de hecho, valores antifeministas.
La institución monárquica no puede adaptarse a cualquier cambio. Puede modernizarse, hacerse más cercana, asumir cambios cosméticos, pero no puede ser feminista ni encarnar valores feministas porque defiende valores públicos a través de la encarnación y representación simbólica de ciertos comportamientos y valores privados muy concretos. De hecho, es una institución encarnada no en una persona, sino en una familia; una familia tradicional, heterosexual y oficialmente católica; una familia que, en realidad, ya no es mayoritaria en nuestra sociedad y que no puede tampoco representar a las mujeres porque hemos luchado mucho para transformarla. Es cierto que la institución se ha modernizado y ha aceptado el divorcio, pero no parece que pudiera aceptar sin descomponerse la homosexualidad, la convivencia en pareja sin matrimonio, las parejas sucesivas, el ateísmo o agnosticismo, la soltería, el matrimonio civil, el aborto o la no reproducción... cuestiones estas que no son poco importantes para el feminismo, sino fundamentales. La monarquía encarna de manera inevitable (aunque fuera una mujer quien la encabezara) una ciudadanía masculina y tradicional. La doble vida en el aspecto sexual/sentimental del rey Juan Carlos con esposa oficial –sufriente, y que se mantiene fiel– y múltiples amantes extraoficiales, es un ejemplo de familia machista que afortunadamente, no es ya la de la mayoría; el rumor sobre un posible aborto de Letizia utilizado contra ella dando por hecho que sería en cualquier caso una mancha vergonzante; el rumor sobre su ateísmo como otra vergüenza a ocultar, la necesidad de la reproducción sin la que no hay transmisión de la corona, etc. Las mujeres necesitamos, para construirnos como iguales en la ciudadanía que nuestras experiencias vitales, que no son privadas, se legitimen socialmente hasta el punto de poder ser encarnadas en la figura de una Jefa de Estado. Una jefa de Estado que pueda declararse atea, agnóstica, practicante de otra religión, que pueda convivir con una pareja sin casarse, que tenga varias parejas, que sea lesbiana, que declare sin vergüenza que ha abortado (igual que decenas de miles de mujeres) o que decida y explicite que no quiere tener hijos, por ejemplo. Necesitamos que sea posible tener la oportunidad de elegir a una jefa de Estado cuya vida sea como las vidas que hemos luchado por poder tener. Además, obviamente, exigiremos participar en la constitución de la nueva república, que tendrá que tener madres, incorporar la perspectiva de género en todo su articulado, reconocer nuevos derechos y tratar de dibujar una sociedad feminista que llevamos años plantando, debatiendo, pensando y que será una sociedad del bienestar que, por primera vez, se levantará sobre un pacto igualitario.
Beatriz Gimeno. Escritora, activista y diputada de Unidos Podemos en la Asamblea de Madrid.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.