Imagen: El Periódico de Aragón / Myriam Amaya |
El colectivo LGTBI en Aragón recuerda el «miedo» de unos años en los que sus relaciones se movían entre la clandestinidad y el activismo social.
D. CH. | El Periódico de Aragón, 2018-12-27
https://www.elperiodicodearagon.com/noticias/temadia/aun-hay-mucha-hipocresia_1332800.html
El colectivo LGTBI en Aragón durante los años ochenta se movía entre la clandestinidad y el asociacionismo. La derogación de la ley de peligrosidad social en el 1978 no supuso un cambio radical para unas personas que se habían acostumbrado al miedo, lo furtivo y lo velado, pero al amparo de las primeras manifestaciones celebradas en Barcelona y los vientos de apertura pudieron ir recomponiendo lo que el franquismo destrozó.
Una de las aragonesas que vivió en sus propias carnes este cambio social fue Myriam Amaya. Como persona transexual tuvo que abandonar a su familia durante su juventud para instalarse en Barcelona, el único lugar del Estado en el que podía vivir con relativa tranquilidad. Pero eran tiempos duros. «Lo normal era acabar en el calabozo durante unas noches, allí más que los golpes lo que dolía era el trato vejatorio», recuerda.
Como artista acostumbraba a frecuentar locales nocturnos, en los que las redadas eras habituales. Como era menor de edad las penas a las que la condenaron nunca fueron demasiado elevadas. «En los calabozos ya teníamos una ficha específica en la que nunca usaban nuestro nombre femenino», lamenta.
Amaya estuvo presente en la primera manifestación LGTBI de la ciudad. Cuando acudía a Zaragoza encontraba una capital «escondida» en la que era difícil reconocerse entre iguales, y eso que ella vivía en el barrio del Gancho, en el que la tolerancia era superior al de otras zonas de la ciudad. «Nos teníamos que buscar en garitos como el Ébano o Los siete enanitos», recuerda de aquellos grises años ochenta.
En la actualidad destaca la apertura generalizada, pero denuncia que todavía queda «mucha hipocresía», algo que ha sufrido toda su vida por su condición de transexual a la hora de buscar trabajos de cara al público. «Hace falta avanzar mucho en derechos laborales», indica.
Una de las personas que se movió en los primeros movimientos asociativos de Aragón fue el periodista y activista, Luis Granell. «Antes de la derogación de la conocida como ley de vagos y maleantes el colectivo LGTBI se movía en la clandestinidad, pues la gente no se atrevía a dar ningún paso, siempre se iba con miedo», explica.
Granell estuvo presente cuando la asociación Lesbianas y Gais de Aragón (LYGA) dio sus primeros pasos. «Los bares de ambiente tenían siempre las puertas cerradas, si no conocías a alguien que te acompañara era imposible entrar», señala. Por eso, las agrupaciones que se atrevieron a convocar las primeras concentraciones fueron tan bien recibidas.
Un lugar de encuentro de la comunidad gay de Zaragoza era la barra del bar Las Vegas, en pleno centro. El lenguaje de las miradas era fundamental para intercambiar experiencias. «A pesar de que la situación se estaba normalizando los miedos y los incidentes eran muy habituales, costó mucho cambiar el ambiente que se respiraba», explica.
Doble vida
La doble vida, los encuentros en urinarios, la sordidez de los parques y el inevitable sobresalto (si no iba a más) de una pareja de la Guardia Civil reclamando la documentación. «En 1978 se revocó la ley, pero la condena social se mantuvo durante mucho más tiempo, era algo demencial», narra. Solo hasta que muchos años después a las puertas de la asociación no acudió un joven arropado por sus padres para pedir asesoramiento, no consideró que se había superado esta etapa. «Fue algo muy esperanzador», recuerda.
Entre las lesbianas la situación fue menos traumática, ya que su habitual invisibilidad sirvió para que la norma franquista de peligrosidad social no les prestara tanta atención. «Dos mujeres que vivían juntas o que iban de la mano por la calle no levantaban sospechas», puntualizan.
Las experiencias en la materia también son menos traumáticas en ciudades de menor tamaño, a pesar de la falta de masa social necesaria para formar asociaciones. «Yo no tuve muchos problemas», indica el escritor Ánchel Conte, que en los tiempos de la derogación de la ley vivía en Huesca con su pareja. «Todo el mundo intuía nuestra relación, pero pasó desapercibido», destaca. Sin embargo, algunos de sus conocidos sí que se tuvieron que enfrentar a redadas si se atrevían a romper la «absoluta clandestinidad» a la que estaban obligados.
Cuarenta años después la sociedad ha avanzado. «Aún tenemos que seguir luchando, pues no queremos volver a estar en un gueto», dice Amaya.
Una de las aragonesas que vivió en sus propias carnes este cambio social fue Myriam Amaya. Como persona transexual tuvo que abandonar a su familia durante su juventud para instalarse en Barcelona, el único lugar del Estado en el que podía vivir con relativa tranquilidad. Pero eran tiempos duros. «Lo normal era acabar en el calabozo durante unas noches, allí más que los golpes lo que dolía era el trato vejatorio», recuerda.
Como artista acostumbraba a frecuentar locales nocturnos, en los que las redadas eras habituales. Como era menor de edad las penas a las que la condenaron nunca fueron demasiado elevadas. «En los calabozos ya teníamos una ficha específica en la que nunca usaban nuestro nombre femenino», lamenta.
Amaya estuvo presente en la primera manifestación LGTBI de la ciudad. Cuando acudía a Zaragoza encontraba una capital «escondida» en la que era difícil reconocerse entre iguales, y eso que ella vivía en el barrio del Gancho, en el que la tolerancia era superior al de otras zonas de la ciudad. «Nos teníamos que buscar en garitos como el Ébano o Los siete enanitos», recuerda de aquellos grises años ochenta.
En la actualidad destaca la apertura generalizada, pero denuncia que todavía queda «mucha hipocresía», algo que ha sufrido toda su vida por su condición de transexual a la hora de buscar trabajos de cara al público. «Hace falta avanzar mucho en derechos laborales», indica.
Una de las personas que se movió en los primeros movimientos asociativos de Aragón fue el periodista y activista, Luis Granell. «Antes de la derogación de la conocida como ley de vagos y maleantes el colectivo LGTBI se movía en la clandestinidad, pues la gente no se atrevía a dar ningún paso, siempre se iba con miedo», explica.
Granell estuvo presente cuando la asociación Lesbianas y Gais de Aragón (LYGA) dio sus primeros pasos. «Los bares de ambiente tenían siempre las puertas cerradas, si no conocías a alguien que te acompañara era imposible entrar», señala. Por eso, las agrupaciones que se atrevieron a convocar las primeras concentraciones fueron tan bien recibidas.
Un lugar de encuentro de la comunidad gay de Zaragoza era la barra del bar Las Vegas, en pleno centro. El lenguaje de las miradas era fundamental para intercambiar experiencias. «A pesar de que la situación se estaba normalizando los miedos y los incidentes eran muy habituales, costó mucho cambiar el ambiente que se respiraba», explica.
Doble vida
La doble vida, los encuentros en urinarios, la sordidez de los parques y el inevitable sobresalto (si no iba a más) de una pareja de la Guardia Civil reclamando la documentación. «En 1978 se revocó la ley, pero la condena social se mantuvo durante mucho más tiempo, era algo demencial», narra. Solo hasta que muchos años después a las puertas de la asociación no acudió un joven arropado por sus padres para pedir asesoramiento, no consideró que se había superado esta etapa. «Fue algo muy esperanzador», recuerda.
Entre las lesbianas la situación fue menos traumática, ya que su habitual invisibilidad sirvió para que la norma franquista de peligrosidad social no les prestara tanta atención. «Dos mujeres que vivían juntas o que iban de la mano por la calle no levantaban sospechas», puntualizan.
Las experiencias en la materia también son menos traumáticas en ciudades de menor tamaño, a pesar de la falta de masa social necesaria para formar asociaciones. «Yo no tuve muchos problemas», indica el escritor Ánchel Conte, que en los tiempos de la derogación de la ley vivía en Huesca con su pareja. «Todo el mundo intuía nuestra relación, pero pasó desapercibido», destaca. Sin embargo, algunos de sus conocidos sí que se tuvieron que enfrentar a redadas si se atrevían a romper la «absoluta clandestinidad» a la que estaban obligados.
Cuarenta años después la sociedad ha avanzado. «Aún tenemos que seguir luchando, pues no queremos volver a estar en un gueto», dice Amaya.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.