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Alberto Mira | InfoLibre, 2021-07-22
Anastasia Rampova nos ha dejado, y aunque muchos no lo sepan, se va con ella una parte lúcida, irreverente, esperanzadora, de nuestra historia cultural. El nombre no será familiar a muchos lectores fuera de Valencia. Incluso allí, su leyenda perdura hoy especialmente entre quienes vivimos los ochenta. No sería del todo exacto decir que ha sido olvidada. Fue ignorada con descaro por aquellos que no querían que existiera alguien como ella, y en Valencia esa gente estuvo gobernando mucho tiempo. Pero incluso en años recientes, su presencia en exposiciones, y en diversos homenajes ha sido bastante notable.
En el recorrido por la contracultura valenciana que presentó el IVAM el año pasado, propuse la mirada rampoviana como quintaesencia de los años más interesantes de la vida cultural y estética de la ciudad. Existe una exposición permanente de su trabajo en La Errería, en Xátiva, curada por Graham Bell Tornado, y su legado ha sido protegido, archivado y cuidado con cariño y dedicación por Santi Gregori y por Juan Barba. Sus memorias, fragmentarias y destelleantes, fueron recogidas en el volumen ‘Kabaret Ploma 2. Socialicemos las lentejuelas’, publicadas por Imperdible, complementadas por lúcidos ensayos de especialistas como Juan Vicente Aliaga y Lourdes Santamaría, y sin duda perdurarán como la mejor introducción a su mundo, así como uno de los ejemplos indispensables de autobiografía ‘queer’ en nuestro país. Con todo, es quizá prueba del carácter radicalmente inasimilable de Rampova el hecho de que las instituciones no han sabido muy bien qué hacer con ella, darle un significado que la convirtiera en parte esencial de un nosotros, un nosotros ‘queer’, un nosotros valenciano, un nosotros español, alternativo a los mitos predominantes, tan necesario.
En realidad, Rampova representa, mucho mejor que otros personajes, lo mejor de una personalidad desbordante, mediterránea, poco productiva, caótica, que la gente de orden ha ninguneado. Y no digo que no tengan sus razones: puestos junto a Rampova, muchos de los próceres culturales de la época parecen desavahídos, algo anodinos, un poco lo de siempre, como a punto de disolverse.
Quería proponer un lugar para Rampova en nuestra historia y por ello no puedo permitirme hacer justicia a su obra. Baste decir que incluye cómic, música, ilustración, radio, poesía, diseño y ‘performance’ (la idea de la vida como cabaret radical está en el centro de toda su trayectoria). Tomada en su conjunto, constituye una propuesta esencialmente moderna. Fue un talento heterodoxo y oceánico, que supo crear desde los márgenes del sistema, que nunca perdió la capacidad de expresarse de maneras brillantes y provocadoras, que surgió de un entorno improbable y que lo hizo todo con casi nada. Sus materiales eran el papel, los rotuladores, los tejidos, su voz, su gestualidad, todo su cuerpo, y, sobre todo una inteligencia que supo asimilar y articular materiales que iban de Marlene Dietrich a David Bowie, de Joe Dallesandro a Kurt Weill. Algunos han sabido ver a William Blake y a Andy Warhol en su estética. No sé si para muchos todo esto podrá considerarse como ‘arte’, pero estoy seguro que toda reserva parte de una noción que reduce la práctica artística a sus aspectos más institucionales. De lo que no cabe duda alguna es que si su obra no es arte, tiene algo que va más allá y simplemente muestra las carencias de la práctica artística ortodoxa. En realidad, Rampova transformaba en expresión todo lo que encontraba, incluida su experiencia, a veces amarga, descorazonadora, pero nunca hasta el extremo de apagar su fuego. Resulta especialmente conocida como uno de los miembros fundadores de Ploma 2, que hizo ‘performance’ ‘queer’ radical mucho antes de que en las universidades estadounidenses se empezase a hablar del tema, y quizá esa ‘performance’, disparatada, elegante, siempre libertaria, fue su obra maestra.
La palabra ‘libertad’ es una de las más recurrentes en los textos sobre Rampova, a la vez que el término que se encuentra por doquier en su obra. No sé si en estos tiempos utilizarla en el título de un obituario resulta oportuno. Casi puede parecer una traición. Cuando la libertad simplemente se asocia con tomar cervezas en terrazas y se convierte en una noción cínica, cuando se trata de un lema decorativo que no implica casi nada para casi nadie, la noción se desgasta y pierde sus aristas, su urgencia y todo su valor. Quienes ningunearon a Rampova también le han robado el sentido profundo a la libertad. Y la libertad lo fue todo para ella. Recordar a Rampova, entrar en su obra, es reconocer el valor de la libertad, encontrarnos el concepto como un desafío, como una aspiración en la que realmente nos jugamos algo.
Rampova viene de una coyuntura asfixiante en la cual todas sus aspiraciones vitales estaban prohibidas, cualquier expresión vital se encontraba con muros y amenazas. Nace en 1956 y su adolescencia se lleva a cabo en un mundo, el creado por el régimen franquista, en que la individualidad despertaba sospechas en las instancias de poder. Homosexual, trans plumífera, anarcoide y descarada, incapaz de ocultar su brillo. Fue víctima de esas instancias desde que era casi un niño: a los catorce años fue condenado a prisión a causa de la infame Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social por el crimen de besar a otro hombre. No sería la única ocasión en la que sufrió la etiqueta de “socialmente peligrosa”, que abrazaría con pasión durante el resto de su trayectoria. La cárcel fue una experiencia traumática y en varias ocasiones ha hablado de violencia, por parte de las autoridades y de otros presos, así como de la violación como algo casi cotidiano. El brutal tratamiento a que la sometió la autoridad franquista la convirtió en una republicana vehemente.
Y sin embargo su discurso no cae en el victimismo o lo doctrinario. Hay que recordar que fue disidente sexual cuando la izquierda radical no aprobaba tales desmanes. Rampova desarrolla un orgullo de la marginalidad, de todas sus marginalidades, que le permite enfrentarse a todo. Tampoco se dedica a predicar y regañar a su público: en su trabajo hay más pedagogía que sermón. De hecho algo a lo que jamás renunció fue a la fuerza de la frivolidad como algo que podía transformar el dolor: sentido del humor e ironía se entrelazan siempre con la crítica descarnada a la injusticia. La frivolidad es, de hecho, central a su estética, y su trabajo contrasta con las expresiones confesionales, vehementes y literales que proliferan hoy en día. En sus ‘performances’ había un talento farandulero que permitía comunicar el mensaje libertario de manera inteligente. Política y estética radicales van de la mano. En el cabaret, en sus cómics, en todas sus intervenciones, identificó muestras de racismo, de sexismo, del machismo brutal de la época, de totalitarismo. En el mundo de Rampova hay muchas opresiones y todas coartan el desarrollo de la persona. Rampova logró su libertad y nos ayudó a muchos a tomárnosla más en serio. La amó tanto más por ser consciente del precio que había pagado.
Es tentador hablar de una estética fallera en el arte de Rampova. Ciertamente el Mediterráneo y el sur en España han dado lugar a personalidades coloristas y explosivas y no creo que sea casual que estos rasgos estéticos se den ahí especialmente. Pero este potencial a menudo acaba abocado al mero folclorismo. El torrente de imágenes, palabras y actitudes que es Rampova puede acabar encauzado, controlado por estructuras convencionales. En Rampova encontramos de manera intensa el potencial crítico y liberador de una estética basada en el caos, en la burla carnavalesca, que huye de toda institucionalización, de toda narrativa épica. A finales de los setenta y en los primeros años ochenta esta estética tuvo su momento antisistema, brevemente expresado (después institucionalizado) en las diversas movidas españolas (en Barcelona primero, luego en Madrid o Vigo), y es aquí donde el personaje tiene un significado simbólico. De alguna manera, en la evolución de las cosas, se abandonó el caos, el mediterráneo, el cabaret, la ironía, el color, el collage, para hacernos más ‘europeos’. Puede que fuera necesario o incluso conveniente. Pero conservemos siempre un espacio en nuestra memoria para un ideal cultural alternativo, algo que nos recuerde que otros espacios son posibles. Rampova representa lo mejor de una época, el sueño de un cambio profundo que nos haga menos intolerantes, más abiertos, más libres. Carezco de cualquier sentimiento de orgullo nacional, pero de alguna manera me parece reconfortante, excitante, encontrar afinidades culturales con la imaginación mediterránea de Rampova.
Otra palabra que la coyuntura actual está desgastando hasta hacerle perder su efectividad es ‘queer’. Situemos a Rampova en el contexto de los debates actuales sobre la ley trans y percibiremos la pobreza conceptual que ha cortado las alas de esos debates. La simplificación de una noción revolucionaria como comprensión de la naturaleza humana para servir intereses concretos es una estrategia que, con su proliferación, nos está haciendo perder el sentido real de la propuesta. Incluso antes de que el ‘movimiento queer’ o la ‘teoría queer’ entrasen en cualquier lengua o en cualquier agenda, Rampova representó lo mejor que la idea tenía que ofrecer. Y es algo que tenemos que recordar una y otra vez: la posición de Rampova era libertaria, no doctrinaria. Veía todo aquello que pudiera hacernos más libres dejando atrás lo que nos atenazaba. Y no se refería a las cervezas. Frente al simplismo en que se apoyan muchas posiciones encontradas, en Rampova encontramos una verdadera posición trans radical, revolucionaria, que realmente supera las minucias con que nos ciegan los esencialismos. Reivindicar la figura de Rampova es reivindicar lo que significa, su potencial para abrir puertas, para crear desde la experiencia y para el mundo.
En el recorrido por la contracultura valenciana que presentó el IVAM el año pasado, propuse la mirada rampoviana como quintaesencia de los años más interesantes de la vida cultural y estética de la ciudad. Existe una exposición permanente de su trabajo en La Errería, en Xátiva, curada por Graham Bell Tornado, y su legado ha sido protegido, archivado y cuidado con cariño y dedicación por Santi Gregori y por Juan Barba. Sus memorias, fragmentarias y destelleantes, fueron recogidas en el volumen ‘Kabaret Ploma 2. Socialicemos las lentejuelas’, publicadas por Imperdible, complementadas por lúcidos ensayos de especialistas como Juan Vicente Aliaga y Lourdes Santamaría, y sin duda perdurarán como la mejor introducción a su mundo, así como uno de los ejemplos indispensables de autobiografía ‘queer’ en nuestro país. Con todo, es quizá prueba del carácter radicalmente inasimilable de Rampova el hecho de que las instituciones no han sabido muy bien qué hacer con ella, darle un significado que la convirtiera en parte esencial de un nosotros, un nosotros ‘queer’, un nosotros valenciano, un nosotros español, alternativo a los mitos predominantes, tan necesario.
En realidad, Rampova representa, mucho mejor que otros personajes, lo mejor de una personalidad desbordante, mediterránea, poco productiva, caótica, que la gente de orden ha ninguneado. Y no digo que no tengan sus razones: puestos junto a Rampova, muchos de los próceres culturales de la época parecen desavahídos, algo anodinos, un poco lo de siempre, como a punto de disolverse.
Quería proponer un lugar para Rampova en nuestra historia y por ello no puedo permitirme hacer justicia a su obra. Baste decir que incluye cómic, música, ilustración, radio, poesía, diseño y ‘performance’ (la idea de la vida como cabaret radical está en el centro de toda su trayectoria). Tomada en su conjunto, constituye una propuesta esencialmente moderna. Fue un talento heterodoxo y oceánico, que supo crear desde los márgenes del sistema, que nunca perdió la capacidad de expresarse de maneras brillantes y provocadoras, que surgió de un entorno improbable y que lo hizo todo con casi nada. Sus materiales eran el papel, los rotuladores, los tejidos, su voz, su gestualidad, todo su cuerpo, y, sobre todo una inteligencia que supo asimilar y articular materiales que iban de Marlene Dietrich a David Bowie, de Joe Dallesandro a Kurt Weill. Algunos han sabido ver a William Blake y a Andy Warhol en su estética. No sé si para muchos todo esto podrá considerarse como ‘arte’, pero estoy seguro que toda reserva parte de una noción que reduce la práctica artística a sus aspectos más institucionales. De lo que no cabe duda alguna es que si su obra no es arte, tiene algo que va más allá y simplemente muestra las carencias de la práctica artística ortodoxa. En realidad, Rampova transformaba en expresión todo lo que encontraba, incluida su experiencia, a veces amarga, descorazonadora, pero nunca hasta el extremo de apagar su fuego. Resulta especialmente conocida como uno de los miembros fundadores de Ploma 2, que hizo ‘performance’ ‘queer’ radical mucho antes de que en las universidades estadounidenses se empezase a hablar del tema, y quizá esa ‘performance’, disparatada, elegante, siempre libertaria, fue su obra maestra.
La palabra ‘libertad’ es una de las más recurrentes en los textos sobre Rampova, a la vez que el término que se encuentra por doquier en su obra. No sé si en estos tiempos utilizarla en el título de un obituario resulta oportuno. Casi puede parecer una traición. Cuando la libertad simplemente se asocia con tomar cervezas en terrazas y se convierte en una noción cínica, cuando se trata de un lema decorativo que no implica casi nada para casi nadie, la noción se desgasta y pierde sus aristas, su urgencia y todo su valor. Quienes ningunearon a Rampova también le han robado el sentido profundo a la libertad. Y la libertad lo fue todo para ella. Recordar a Rampova, entrar en su obra, es reconocer el valor de la libertad, encontrarnos el concepto como un desafío, como una aspiración en la que realmente nos jugamos algo.
Rampova viene de una coyuntura asfixiante en la cual todas sus aspiraciones vitales estaban prohibidas, cualquier expresión vital se encontraba con muros y amenazas. Nace en 1956 y su adolescencia se lleva a cabo en un mundo, el creado por el régimen franquista, en que la individualidad despertaba sospechas en las instancias de poder. Homosexual, trans plumífera, anarcoide y descarada, incapaz de ocultar su brillo. Fue víctima de esas instancias desde que era casi un niño: a los catorce años fue condenado a prisión a causa de la infame Ley de Peligrosidad y Rehabilitación Social por el crimen de besar a otro hombre. No sería la única ocasión en la que sufrió la etiqueta de “socialmente peligrosa”, que abrazaría con pasión durante el resto de su trayectoria. La cárcel fue una experiencia traumática y en varias ocasiones ha hablado de violencia, por parte de las autoridades y de otros presos, así como de la violación como algo casi cotidiano. El brutal tratamiento a que la sometió la autoridad franquista la convirtió en una republicana vehemente.
Y sin embargo su discurso no cae en el victimismo o lo doctrinario. Hay que recordar que fue disidente sexual cuando la izquierda radical no aprobaba tales desmanes. Rampova desarrolla un orgullo de la marginalidad, de todas sus marginalidades, que le permite enfrentarse a todo. Tampoco se dedica a predicar y regañar a su público: en su trabajo hay más pedagogía que sermón. De hecho algo a lo que jamás renunció fue a la fuerza de la frivolidad como algo que podía transformar el dolor: sentido del humor e ironía se entrelazan siempre con la crítica descarnada a la injusticia. La frivolidad es, de hecho, central a su estética, y su trabajo contrasta con las expresiones confesionales, vehementes y literales que proliferan hoy en día. En sus ‘performances’ había un talento farandulero que permitía comunicar el mensaje libertario de manera inteligente. Política y estética radicales van de la mano. En el cabaret, en sus cómics, en todas sus intervenciones, identificó muestras de racismo, de sexismo, del machismo brutal de la época, de totalitarismo. En el mundo de Rampova hay muchas opresiones y todas coartan el desarrollo de la persona. Rampova logró su libertad y nos ayudó a muchos a tomárnosla más en serio. La amó tanto más por ser consciente del precio que había pagado.
Es tentador hablar de una estética fallera en el arte de Rampova. Ciertamente el Mediterráneo y el sur en España han dado lugar a personalidades coloristas y explosivas y no creo que sea casual que estos rasgos estéticos se den ahí especialmente. Pero este potencial a menudo acaba abocado al mero folclorismo. El torrente de imágenes, palabras y actitudes que es Rampova puede acabar encauzado, controlado por estructuras convencionales. En Rampova encontramos de manera intensa el potencial crítico y liberador de una estética basada en el caos, en la burla carnavalesca, que huye de toda institucionalización, de toda narrativa épica. A finales de los setenta y en los primeros años ochenta esta estética tuvo su momento antisistema, brevemente expresado (después institucionalizado) en las diversas movidas españolas (en Barcelona primero, luego en Madrid o Vigo), y es aquí donde el personaje tiene un significado simbólico. De alguna manera, en la evolución de las cosas, se abandonó el caos, el mediterráneo, el cabaret, la ironía, el color, el collage, para hacernos más ‘europeos’. Puede que fuera necesario o incluso conveniente. Pero conservemos siempre un espacio en nuestra memoria para un ideal cultural alternativo, algo que nos recuerde que otros espacios son posibles. Rampova representa lo mejor de una época, el sueño de un cambio profundo que nos haga menos intolerantes, más abiertos, más libres. Carezco de cualquier sentimiento de orgullo nacional, pero de alguna manera me parece reconfortante, excitante, encontrar afinidades culturales con la imaginación mediterránea de Rampova.
Otra palabra que la coyuntura actual está desgastando hasta hacerle perder su efectividad es ‘queer’. Situemos a Rampova en el contexto de los debates actuales sobre la ley trans y percibiremos la pobreza conceptual que ha cortado las alas de esos debates. La simplificación de una noción revolucionaria como comprensión de la naturaleza humana para servir intereses concretos es una estrategia que, con su proliferación, nos está haciendo perder el sentido real de la propuesta. Incluso antes de que el ‘movimiento queer’ o la ‘teoría queer’ entrasen en cualquier lengua o en cualquier agenda, Rampova representó lo mejor que la idea tenía que ofrecer. Y es algo que tenemos que recordar una y otra vez: la posición de Rampova era libertaria, no doctrinaria. Veía todo aquello que pudiera hacernos más libres dejando atrás lo que nos atenazaba. Y no se refería a las cervezas. Frente al simplismo en que se apoyan muchas posiciones encontradas, en Rampova encontramos una verdadera posición trans radical, revolucionaria, que realmente supera las minucias con que nos ciegan los esencialismos. Reivindicar la figura de Rampova es reivindicar lo que significa, su potencial para abrir puertas, para crear desde la experiencia y para el mundo.
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