Imagen: El País / Ruth Bader Ginsburg |
La legendaria magistrada del Tribunal Supremo estadounidense, un símbolo feminista global, falleció el viernes, a los 87 años, tras haber luchado todas las luchas justas de los derechos civiles.
Amanda Mars | El País, 2020-09-20
https://elpais.com/internacional/2020-09-19/ginsburg-icono-de-las-nuevas-generaciones.html
La juez del Tribunal Supremo estadounidense Ruth Bader Ginsburg, figura capital en la lucha por la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, falleció este viernes a los 87 años. Pionera y jurista de leyenda, Ginsburg luchó todas las luchas justas de los derechos civiles desde mediados del siglo XX, como estudiante, como abogada y como magistrada. Los pleitos de discriminación que ganó ante los tribunales marcaron puntos de inflexión en las conquistas laborales y sociales, y sus votos y argumentos como miembro de la máxima autoridad judicial han ayudado a construir el cuerpo legal de los avances feministas de las últimas tres décadas.
En un país en el que el Supremo moldea el destino de la sociedad a golpe de sentencias, ella se había erigido en un ídolo progresista, una heroína juvenil, convertida siendo anciana en un sorprendente icono pop, del que se hacían camisetas y disfraces en Halloween. Fue la segunda mujer en llegar al alto tribunal, en 1993, nominada por el entonces presidente, Bill Clinton, y siguió en activo hasta el último momento, atendiendo las argumentaciones orales —que se realizaron por teléfono, debido a la pandemia— desde su cama de hospital.
Formaba parte de la minoría progresista del estrado (de cuatro jueces, frente a cinco considerados conservadores) y quiso vivir mucho, todo lo posible, obstinada en que un presidente distinto de Donald Trump escogiese a su reemplazo. El cáncer pancreático que padecía acabó imponiendo su ley.
Menuda, de aspecto frágil y efigie inconfundible —gafas, cabello peinado hacia atrás, recogido en una coleta baja— su figura llamaba la atención en las audiencias del Supremo, que solo se pueden seguir en persona y son largas batallas dialécticas, a medio camino entre la discusión técnica y el debate sofista. Este periódico estuvo en la exposición del último gran caso sobre derechos civiles de la vida de Ginsburg, el 9 de octubre de 2019. La sesión giraba en torno a Aimeé Stephens, despedida tras comunicar su condición de mujer transgénero, y a otros dos hombres que perdieron su empleo por su condición homosexual. La cuestión de fondo que los jueces debían decidir estribaba en si la ley de Derechos Civiles de 1964, que prohíbe la discriminación de los trabajadores por motivo de raza, sexo o religión, también cubría la orientación sexual y el cambio de sexo.
“Nadie pensó nunca que el acoso sexual cubriese la discriminación sobre la base del sexo en 1964. No se puso así sobre la mesa hasta un libro que se publicó a mediados de los setenta. Y ahora decimos que, por supuesto, acosar a alguien, someter a alguien a unas condiciones de empleo que serían diferentes de ser hombre, es discriminación de sexo”, replicó la juez al procurador general del Gobierno, Noel J. Francisco, que actuaba contra los despedidos y con quien ella, ya muy enferma y con un hilillo de voz, protagonizó aquel día un memorable toma y daca.
La juez Ginsburg había sufrido esa discriminación, sobre la base del sexo, en su propia piel desde el inicio de su vida pero, lejos de sucumbir, se volcó en estudiarla. Aunque tal vez la primera gran acción feminista de su vida, radical y determinante, fue enamorarse de un hombre de una pieza, un joven estudiante de Derecho llamado Martin Ginsburg, que la apoyó y consideró como una igual desde el principio y la siguió en su carrera en Washington, cuando el presidente Jimmy Carter la hizo juez federal, con la misma naturalidad que ella se había dedicado a él años antes.
Ruth Bader nació en Brooklyn, Nueva York, el 15 de marzo de 1933, en el seno de una familia de comerciantes modestos, que regentaban una tienda de sombreros y peletería. Creció como hija única, ya que su hermana mayor murió de meningitis a los seis años, cuando Ruth apenas era un bebé, y perdió a su madre a los 17 años, justo antes de acabar el instituto. Estudiante brillante, logró una beca para empezar sus estudios en la Universidad de Cornell, donde conoció a Martin. “Fue el primer chico que conocí al que le importaba que yo tuviera cerebro”, contó ella años después. Se casaron nada más graduarse, en 1954, y después se matricularon juntos en Harvard.
Ginsburg era allí una rareza, una de las nueve mujeres entre los más de 500 alumnos varones de aquel curso. Solo a ellas el entonces decano las convocó a una cena y les hizo explicar, una por una, por qué consideraban que debían estar en el lugar que podría ocupar un hombre. En su segundo año, se colocó entre los 25 mejores estudiantes. En el tercero, cuando ya era padre de la primera de sus dos hijos, Martin fue diagnosticado de cáncer testicular, así que Ruth seguía sus propias clases, cuidaba de la casa y de la niña y, por las noches, mecanografiaba los apuntes que le pasaban los compañeros de él.
Martin, un año mayor, se graduó a tiempo pese a la enfermedad y, cuando recibió una oferta de trabajo en Nueva York, se mudaron juntos. Ruth acabó Derecho en la Universidad de Columbia con un expediente de oro, pero ni un solo despacho de abogados de la ciudad le dio trabajo, así que comenzó a dar clases en la universidad. En los setenta la gran organización de derechos civiles de Estados Unidos (ACLU, en sus siglas en inglés) la fichó y desde allí defendió y ganó casos trascendentales.
En 1973, por ejemplo, llevó hasta el Supremo —entonces formado solo por hombres— el caso de la teniente Sharon Frontiero, que se había visto privada junto a su marido de los subsidios a la vivienda que sus compañeros y esposas recibían de forma automática. Ganó y acabó con el doble rasero de las ayudas del Ejército. En 1975, mostró como la discriminación sexual no solo era nociva para las mujeres, sino también para los hombres, por la demanda del joven viudo Stephen Wiesenfeld. Cuando Wiesenfeld pidió ayudas a la Seguridad Social para criar a su bebé, se las negaron porque estaban destinadas solo a mujeres. También el Supremo le dio la razón y cambió la historia.
Era una ferviente defensora del derecho al aborto, pero rechazaba la lógica argumental que el Supremo usó para decidir su constitucionalidad en todo el país (el famoso caso Roe contra Wade, en 1973), no basada en la idea de igualdad entre sexos. Su distancia de aquel caso le supuso algunas críticas de los flancos más progresistas del país cuando fue nominada como juez del alto tribunal. Con todo, en un tiempo muy distinto del actual, de otra altura política, Ginsburg salió confirmada por el Senado por una abrumadora mayoría bipartita, de 96 votos a favor por tres en contra. La primera mujer en llegar al órgano, Sandra D. O’Connor, en 1981, había sido confirmada por unanimidad.
El libro Hermanas de ley, de Linda Hirshman, repasa el trabajo que ambas llevaron a cabo juntas pese a proceder de galaxias aparentemente lejanas: una era neoyorquina y la otra procedía de la rural Arizona; una era judía y la otra de la iglesia episcopal, una era progresista y la otra conservadora moderada. Ante su primer gran caso por discriminación ya como juez del Supremo, en 1996, Ginsburg se valió de la base legal sentada años atrás por O’Connor. Una joven demandó poder entrar en la prestigiosa escuela militar de Virginia, hasta entonces reservada solo para hombres. Ginsburg argumentó que todas las mujeres que cumplieran los requisitos tenían derecho a asistir, sobre la misma base que en 1982 su colega opinó que la escuela de enfermería de Mississippi no podía vetar a hombres basándose en estereotipos arcaicos. De nuevo, mostraron cómo los sesgos no dejaban víctimas solo en el lado de las mujeres.
El giro conservador que dio el tribunal a partir de la Administración de George W. Bush resaltó el protagonismo de sus opiniones, a menudo disidentes, y escritas con un lenguaje sencillo, directo. Una vez contó que, cuando sabía que iba a oponerse a la mayoría, se ponía un collar colorido muy específico, que, en pleno boom de su popularidad, se hizo famoso conocido como el “collar de la disidencia” y llevó a la cadena de ropa Banana Republic a lanzar un diseño similar.
Empezaron a surgir libros, documentales y sus fans comenzaron a llamarla “Notorious R.B.G.”, en un guiño al rapero Notorious B.I.G. Pese a su disidencia, la serenidad caracterizaba sus intervenciones. Ella solía recordar el consejo de su madre: “Sé una dama y sé independiente”. En la campaña electoral de 2016 rompió una ley sagrada para un juez del Supremo y se pronunció contra Trump, tachándolo de “fraude”.
Con la ola feminista del Me Too, la fiebre por la juez Ginsburg cobró fuerza. Amante de la ópera, recibía una ovación cada vez que pisaba el Kennedy Center de Washington. Incluso llegó a aparecer en escena en alguna ocasión, interpretando un texto hablado. Un acompañante habitual fue el magistrado conservador Antonin Scalia, también fallecido, con quien mantuvo una fraternal amistad. Su esposo, Martin, falleció en 2010 por cáncer. Ella recordaba con adoración cómo su esposo se había hecho cargo de la familia durante esas largas jornadas que significaban su trabajo en Washington.
La salud de la juez se fue quebrando con los años, fue tratada cuatro veces por cáncer, y sufrió caídas con fracturas de huesos. En cada percance, a la mitad de Estados Unidos se le encogía el corazón, ya que los jueces del Supremo ocupan cargos vitalicios y, si Trump podía nominar a otro juez (ya lleva dos), consolidaría el giro conservador del alto tribunal por muchos años. Ella prometió que no se retiraría.
El viernes por la noche, centenares de personas se congregaron de forma espontánea ante el Supremo a rendir homenaje a la magistrada. Aimee Stephens, la mujer transgénero para la que luchó unas de sus últimas luchas justas también murió este 2020, en mayo. No pudo ver que cuatro semanas más tarde, el Supremo le iba a dar la razón gracias, entre otros, al esperado voto de Ruth Bader Ginsburg.
En un país en el que el Supremo moldea el destino de la sociedad a golpe de sentencias, ella se había erigido en un ídolo progresista, una heroína juvenil, convertida siendo anciana en un sorprendente icono pop, del que se hacían camisetas y disfraces en Halloween. Fue la segunda mujer en llegar al alto tribunal, en 1993, nominada por el entonces presidente, Bill Clinton, y siguió en activo hasta el último momento, atendiendo las argumentaciones orales —que se realizaron por teléfono, debido a la pandemia— desde su cama de hospital.
Formaba parte de la minoría progresista del estrado (de cuatro jueces, frente a cinco considerados conservadores) y quiso vivir mucho, todo lo posible, obstinada en que un presidente distinto de Donald Trump escogiese a su reemplazo. El cáncer pancreático que padecía acabó imponiendo su ley.
Menuda, de aspecto frágil y efigie inconfundible —gafas, cabello peinado hacia atrás, recogido en una coleta baja— su figura llamaba la atención en las audiencias del Supremo, que solo se pueden seguir en persona y son largas batallas dialécticas, a medio camino entre la discusión técnica y el debate sofista. Este periódico estuvo en la exposición del último gran caso sobre derechos civiles de la vida de Ginsburg, el 9 de octubre de 2019. La sesión giraba en torno a Aimeé Stephens, despedida tras comunicar su condición de mujer transgénero, y a otros dos hombres que perdieron su empleo por su condición homosexual. La cuestión de fondo que los jueces debían decidir estribaba en si la ley de Derechos Civiles de 1964, que prohíbe la discriminación de los trabajadores por motivo de raza, sexo o religión, también cubría la orientación sexual y el cambio de sexo.
“Nadie pensó nunca que el acoso sexual cubriese la discriminación sobre la base del sexo en 1964. No se puso así sobre la mesa hasta un libro que se publicó a mediados de los setenta. Y ahora decimos que, por supuesto, acosar a alguien, someter a alguien a unas condiciones de empleo que serían diferentes de ser hombre, es discriminación de sexo”, replicó la juez al procurador general del Gobierno, Noel J. Francisco, que actuaba contra los despedidos y con quien ella, ya muy enferma y con un hilillo de voz, protagonizó aquel día un memorable toma y daca.
La juez Ginsburg había sufrido esa discriminación, sobre la base del sexo, en su propia piel desde el inicio de su vida pero, lejos de sucumbir, se volcó en estudiarla. Aunque tal vez la primera gran acción feminista de su vida, radical y determinante, fue enamorarse de un hombre de una pieza, un joven estudiante de Derecho llamado Martin Ginsburg, que la apoyó y consideró como una igual desde el principio y la siguió en su carrera en Washington, cuando el presidente Jimmy Carter la hizo juez federal, con la misma naturalidad que ella se había dedicado a él años antes.
Ruth Bader nació en Brooklyn, Nueva York, el 15 de marzo de 1933, en el seno de una familia de comerciantes modestos, que regentaban una tienda de sombreros y peletería. Creció como hija única, ya que su hermana mayor murió de meningitis a los seis años, cuando Ruth apenas era un bebé, y perdió a su madre a los 17 años, justo antes de acabar el instituto. Estudiante brillante, logró una beca para empezar sus estudios en la Universidad de Cornell, donde conoció a Martin. “Fue el primer chico que conocí al que le importaba que yo tuviera cerebro”, contó ella años después. Se casaron nada más graduarse, en 1954, y después se matricularon juntos en Harvard.
Ginsburg era allí una rareza, una de las nueve mujeres entre los más de 500 alumnos varones de aquel curso. Solo a ellas el entonces decano las convocó a una cena y les hizo explicar, una por una, por qué consideraban que debían estar en el lugar que podría ocupar un hombre. En su segundo año, se colocó entre los 25 mejores estudiantes. En el tercero, cuando ya era padre de la primera de sus dos hijos, Martin fue diagnosticado de cáncer testicular, así que Ruth seguía sus propias clases, cuidaba de la casa y de la niña y, por las noches, mecanografiaba los apuntes que le pasaban los compañeros de él.
Martin, un año mayor, se graduó a tiempo pese a la enfermedad y, cuando recibió una oferta de trabajo en Nueva York, se mudaron juntos. Ruth acabó Derecho en la Universidad de Columbia con un expediente de oro, pero ni un solo despacho de abogados de la ciudad le dio trabajo, así que comenzó a dar clases en la universidad. En los setenta la gran organización de derechos civiles de Estados Unidos (ACLU, en sus siglas en inglés) la fichó y desde allí defendió y ganó casos trascendentales.
En 1973, por ejemplo, llevó hasta el Supremo —entonces formado solo por hombres— el caso de la teniente Sharon Frontiero, que se había visto privada junto a su marido de los subsidios a la vivienda que sus compañeros y esposas recibían de forma automática. Ganó y acabó con el doble rasero de las ayudas del Ejército. En 1975, mostró como la discriminación sexual no solo era nociva para las mujeres, sino también para los hombres, por la demanda del joven viudo Stephen Wiesenfeld. Cuando Wiesenfeld pidió ayudas a la Seguridad Social para criar a su bebé, se las negaron porque estaban destinadas solo a mujeres. También el Supremo le dio la razón y cambió la historia.
Era una ferviente defensora del derecho al aborto, pero rechazaba la lógica argumental que el Supremo usó para decidir su constitucionalidad en todo el país (el famoso caso Roe contra Wade, en 1973), no basada en la idea de igualdad entre sexos. Su distancia de aquel caso le supuso algunas críticas de los flancos más progresistas del país cuando fue nominada como juez del alto tribunal. Con todo, en un tiempo muy distinto del actual, de otra altura política, Ginsburg salió confirmada por el Senado por una abrumadora mayoría bipartita, de 96 votos a favor por tres en contra. La primera mujer en llegar al órgano, Sandra D. O’Connor, en 1981, había sido confirmada por unanimidad.
El libro Hermanas de ley, de Linda Hirshman, repasa el trabajo que ambas llevaron a cabo juntas pese a proceder de galaxias aparentemente lejanas: una era neoyorquina y la otra procedía de la rural Arizona; una era judía y la otra de la iglesia episcopal, una era progresista y la otra conservadora moderada. Ante su primer gran caso por discriminación ya como juez del Supremo, en 1996, Ginsburg se valió de la base legal sentada años atrás por O’Connor. Una joven demandó poder entrar en la prestigiosa escuela militar de Virginia, hasta entonces reservada solo para hombres. Ginsburg argumentó que todas las mujeres que cumplieran los requisitos tenían derecho a asistir, sobre la misma base que en 1982 su colega opinó que la escuela de enfermería de Mississippi no podía vetar a hombres basándose en estereotipos arcaicos. De nuevo, mostraron cómo los sesgos no dejaban víctimas solo en el lado de las mujeres.
El giro conservador que dio el tribunal a partir de la Administración de George W. Bush resaltó el protagonismo de sus opiniones, a menudo disidentes, y escritas con un lenguaje sencillo, directo. Una vez contó que, cuando sabía que iba a oponerse a la mayoría, se ponía un collar colorido muy específico, que, en pleno boom de su popularidad, se hizo famoso conocido como el “collar de la disidencia” y llevó a la cadena de ropa Banana Republic a lanzar un diseño similar.
Empezaron a surgir libros, documentales y sus fans comenzaron a llamarla “Notorious R.B.G.”, en un guiño al rapero Notorious B.I.G. Pese a su disidencia, la serenidad caracterizaba sus intervenciones. Ella solía recordar el consejo de su madre: “Sé una dama y sé independiente”. En la campaña electoral de 2016 rompió una ley sagrada para un juez del Supremo y se pronunció contra Trump, tachándolo de “fraude”.
Con la ola feminista del Me Too, la fiebre por la juez Ginsburg cobró fuerza. Amante de la ópera, recibía una ovación cada vez que pisaba el Kennedy Center de Washington. Incluso llegó a aparecer en escena en alguna ocasión, interpretando un texto hablado. Un acompañante habitual fue el magistrado conservador Antonin Scalia, también fallecido, con quien mantuvo una fraternal amistad. Su esposo, Martin, falleció en 2010 por cáncer. Ella recordaba con adoración cómo su esposo se había hecho cargo de la familia durante esas largas jornadas que significaban su trabajo en Washington.
La salud de la juez se fue quebrando con los años, fue tratada cuatro veces por cáncer, y sufrió caídas con fracturas de huesos. En cada percance, a la mitad de Estados Unidos se le encogía el corazón, ya que los jueces del Supremo ocupan cargos vitalicios y, si Trump podía nominar a otro juez (ya lleva dos), consolidaría el giro conservador del alto tribunal por muchos años. Ella prometió que no se retiraría.
El viernes por la noche, centenares de personas se congregaron de forma espontánea ante el Supremo a rendir homenaje a la magistrada. Aimee Stephens, la mujer transgénero para la que luchó unas de sus últimas luchas justas también murió este 2020, en mayo. No pudo ver que cuatro semanas más tarde, el Supremo le iba a dar la razón gracias, entre otros, al esperado voto de Ruth Bader Ginsburg.
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