Imagen: El Periódico / La vespasiana de Genet en 1914 |
Jean Genet relata en la autobiográfica 'Diario del ladrón' un Día del Orgullo LGTBI muy anterior a la existencia de esta celebración.
Carles Cols | El Periódico, 2016-07-06
https://www.elperiodico.com/es/barcelona/20160706/barcelona-1931-una-manifestacion-gay-recorre-las-calles-5251661
El saber wikipédico sitúa en el 28 de junio de 1969 el kilómetro cero de las celebraciones del orgullo gay. Fue en Nueva York, dicen, porque aquel día los clientes del bar Stonewall Inn, punto de encuentro de la comunidad homosexual, se hartaron de las redadas policiales. Pero, aunque con mucho menos ruido, puede que la primera manifestación gay documentada haya que situarla en verdad en Barcelona y en una fecha indeterminada, probablemente de 1931.
Lo ocurrido lo retrata Jean Genet en su autobiográfica ‘Diario del ladrón’, una de las mejores mirillas que se pueden encontrar en una biblioteca para fisgonear en el Raval más sórdido, en este caso en el de los años 30. El novelista francés recoge en una de las páginas un acontecimiento que le sorprendió. Un grupo de hombres travestidos, al parecer algo muy común en aquella década, fueron a llevar flores a las ruinas de un urinario situado en la parte baja de la Rambla. Mejor, sin embargo, que lo cuente él propio testigo.
El fragmento
“Estaba (se refiere al urinario) cerca del puerto y del cuartel, y la cálida orina de millares de soldados había corroído su chapa de metal. Al constatar su muerte definitiva, las Carolinas, con chales, mantillas, trajes de seda y chaquetillas ajustadas acudieron a ella en solemne delegación para depositar un ramo de flores rojas anudado con un crespón de gasa. El cortejo partió del Paral·lel, torció por la calle de Sant Pau, bajó por la Rambla hasta la estatua de Colón. Eran las ocho de la mañana, el sol iluminaba la escena. Las vi pasar y las acompañé de lejos. Sabía que mi puesto estaba en la comitiva: sus voces heridas, sus gritos de dolor, sus gestos exagerados, se proponían atravesar el espeso desprecio del mundo. Las Carolinas eran grandiosas: las Hijas de la Vergüenza. Llegadas al puerto, torcieron a la derecha en dirección al cuartel y sobre la chapa herrumbrosa y hedionda del meadero público, sobre su chatarra muerta, depositaron las flores”.
Las Carolinas eran, obviamente, hombres de pelo en pecho, habituales de las vespasianas, ese tipo de urinario de calle que adoptó Barcelona a finales del siglo XIX, inspirados en los modelos originales de París, y que tantos quebraderos de cabeza dieron a las autoridades. En Francia sobrevivieron hasta muy avanzado el siglo XX, pero en Barcelona, que durante un tiempo fue conocida como la ciudad de las bombas, fueron el blanco ocasional de grupos anarquistas y eso precipitó su desaparición. Eran un lugar perfecto para colocar un explosivo y huir. Del que habla Genet, situado en la Rambla de Santa Mònica, sa sabe que saltó por lo aires tres veces solo entre 1904 y 1908, aunque por el relato del autor parece que lo que precipitó su eliminación fue la corrosión del ácido úrico.
La Criolla
Esa, en cualquier caso, no es la cuestión. Lo fundamental, ya que se celebra el Día del Orgullo Gay, es la desinhibición de Las Carolinas, que hoy puede parecer fuera de época, pero que no lo es tanto si rebusca en la historia del Raval de los años 30, cuando locales como La Criolla eran célebres por su ambiente homosexual. Ni siquiera era un lugar de encuentro discreto, como un Stonewall Inn antes de hora. Allí acudía incluso la burguesía barelonesa, no necesariamente a buscar pareja, sino a ver qué se cocía en ese caldero, de prostitutas, drogas, armas y, como le gusta decir a Nazario, maricones.
Lo ocurrido lo retrata Jean Genet en su autobiográfica ‘Diario del ladrón’, una de las mejores mirillas que se pueden encontrar en una biblioteca para fisgonear en el Raval más sórdido, en este caso en el de los años 30. El novelista francés recoge en una de las páginas un acontecimiento que le sorprendió. Un grupo de hombres travestidos, al parecer algo muy común en aquella década, fueron a llevar flores a las ruinas de un urinario situado en la parte baja de la Rambla. Mejor, sin embargo, que lo cuente él propio testigo.
El fragmento
“Estaba (se refiere al urinario) cerca del puerto y del cuartel, y la cálida orina de millares de soldados había corroído su chapa de metal. Al constatar su muerte definitiva, las Carolinas, con chales, mantillas, trajes de seda y chaquetillas ajustadas acudieron a ella en solemne delegación para depositar un ramo de flores rojas anudado con un crespón de gasa. El cortejo partió del Paral·lel, torció por la calle de Sant Pau, bajó por la Rambla hasta la estatua de Colón. Eran las ocho de la mañana, el sol iluminaba la escena. Las vi pasar y las acompañé de lejos. Sabía que mi puesto estaba en la comitiva: sus voces heridas, sus gritos de dolor, sus gestos exagerados, se proponían atravesar el espeso desprecio del mundo. Las Carolinas eran grandiosas: las Hijas de la Vergüenza. Llegadas al puerto, torcieron a la derecha en dirección al cuartel y sobre la chapa herrumbrosa y hedionda del meadero público, sobre su chatarra muerta, depositaron las flores”.
Las Carolinas eran, obviamente, hombres de pelo en pecho, habituales de las vespasianas, ese tipo de urinario de calle que adoptó Barcelona a finales del siglo XIX, inspirados en los modelos originales de París, y que tantos quebraderos de cabeza dieron a las autoridades. En Francia sobrevivieron hasta muy avanzado el siglo XX, pero en Barcelona, que durante un tiempo fue conocida como la ciudad de las bombas, fueron el blanco ocasional de grupos anarquistas y eso precipitó su desaparición. Eran un lugar perfecto para colocar un explosivo y huir. Del que habla Genet, situado en la Rambla de Santa Mònica, sa sabe que saltó por lo aires tres veces solo entre 1904 y 1908, aunque por el relato del autor parece que lo que precipitó su eliminación fue la corrosión del ácido úrico.
La Criolla
Esa, en cualquier caso, no es la cuestión. Lo fundamental, ya que se celebra el Día del Orgullo Gay, es la desinhibición de Las Carolinas, que hoy puede parecer fuera de época, pero que no lo es tanto si rebusca en la historia del Raval de los años 30, cuando locales como La Criolla eran célebres por su ambiente homosexual. Ni siquiera era un lugar de encuentro discreto, como un Stonewall Inn antes de hora. Allí acudía incluso la burguesía barelonesa, no necesariamente a buscar pareja, sino a ver qué se cocía en ese caldero, de prostitutas, drogas, armas y, como le gusta decir a Nazario, maricones.
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