domingo, 7 de julio de 2019

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Google Imágenes / Rudolf Nureyev //

Nureyev, el bailarín exquisito.

Fue tan grande su talento como su rebeldía. En una época, la Guerra Fría, en que la Unión Soviética controlaba cada paso de sus estrellas, Nureyev creó más de un quebradero de cabeza a la KGB.
Eva Melús | La Vanguardia, 2019-07-07
https://www.lavanguardia.com/historiayvida/historia-contemporanea/20190707/47311662932/nureyev-bailarin-exquisito.html

Rudolf Nureyev habría podido ser uno de esos genios que viven y mueren en la sombra. “Jovencito, usted puede llegar a ser un bailarín brillante, aunque también puede ser que no llegue a nada, que es lo más probable”, le dijo Vera Kostrovitskaya, profesora de la Academia Vaganova. Nureyev no tardó en ganar fama de genio innato, ingobernable y excéntrico. Necesitó tan solo tres años para llegar a ser solista del ballet Kirov, y tres años más tarde, ya convertido en una estrella, viajó a París en la primera gira que la compañía realizaba por Occidente.

El pequeño Rudik nació el 17 de marzo de 1938 en un tren que cruzaba Siberia. Su madre, Farida Nourievnai (“Nureyev” fue la transcripción errónea que se hizo en Occidente del apellido), viajaba con sus tres hijas, Rosa, Lielia y Rezida, para reunirse en Vladivostok con su marido, Jamet, soldado del Ejército Rojo. Rudik nunca se llevó bien con su padre, un tártaro musulmán que comulgaba con la faceta más autoritaria del régimen comunista. La familia vivía en una pequeña población rural de los Urales, en un miserable cuartucho de 16 metros cuadrados.

El 31 de diciembre de 1944, Farida se permitió el pequeño lujo de llevar a sus cuatro hijos al ballet que actuaba en el Teatro de Ufá. Para el pequeño Rudik, con tan solo seis años, fue una revelación. “En ese momento ya no pude pensar en otra cosa que en ser bailarín. Me sentí poseído, llamado a serlo”, escribiría en su autobiografía. Desde entonces, el niño brincaba de una silla a otra imaginando que la cabaña era un teatro. Su padre, que regresó de la guerra poco después, trató de quitarle la idea de la cabeza a golpes. Fue imposible.

A falta de una alternativa mejor, Nureyev empezó a bailar en un grupo de danzas folclóricas. Tenía 15 años cuando recibió las primeras clases básicas de danza clásica de Ana Udaltsova, que le aconsejó que buscara una buena escuela en Leningrado (hoy San Petersburgo). Aquello era algo impensable para una familia que apenas subsistía. Sin embargo, dos años después su grupo de danzas viajó a la ciudad. El director de la compañía Kirov, Konstantin Sergeyev, se fijó en él de inmediato y le ofreció una beca.

Nureyev estudió varios años junto a Alexander Pushkin. Pushkin incluso acogió al principiante en su casa. Su mujer, Xenia, una exbailarina que no tardó en obsesionarse con el joven, lo convirtió en su amante y le encarriló en una educación exquisita, descubriéndole el arte. Con el tiempo, Nureyev aceptaría su homosexualidad, pero Xenia fue la primera de sus muchas amantes femeninas.

Su tendencia sexual, conocida por el Partido Comunista, le puso en el punto de mira. Pero aun así, en 1961 se le permitió viajar a París para participar en la primera gira por Occidente del Kirov. Los bailarines rusos, siempre controlados por el KGB, tenían prohibido relacionarse con extranjeros. En ese sentido, Nureyev resultó un incordio: el bailarín se lanzó ávido a las largas noches de París. Se enamoró de un bailarín occidental e intimó con la chilena Clara Saint, nuera del escritor André Malraux, entonces ministro de Cultura francés.

Del mismo modo, París se rindió al artista, estrella del montaje. Pero el KGB decidió apartarlo de la gira y enviarle a Rusia. Nureyev sabía que, si eso ocurría, nunca más le permitirían bailar fuera de su país. Ahí acabaría su gloria. Ayudado por Saint, escapó de los vigilantes que le custodiaban en el aeropuerto parisiense de Le Bourget y corrió hacia la policía gala pidiendo asilo político. Una silla vacía fue juzgada en Rusia, y se condenó al joven a siete años de cárcel por alta traición.

En Francia, la compañía del marqués de Cuevas –chileno afincado en París y marido de una Rockefeller– contrató a Nureyev. Unos meses después, este conoció a la bailarina británica Margot Fonteyn, que sería su gran pareja artística durante más de quince años. También comenzó por entonces surelación con el bailarín danés Eric Bruhn, con quien vivió un romance tan intenso como accidentado.

Nureyev podía ser insufrible. “Mejor cien Callas que un Nureyev”. Pero también era un genio, tan exigente consigo mismo como con los demás. Sus potentes saltos en el aire, su sensibilidad y su imaginación como coreógrafo eran únicos. En 1983 fue nombrado director del Ballet de la Ópera de París, pero esta fructífera etapa acabó abruptamente en 1989, cuando se negó a regresar de Estados Unidos porque estaba representando el musical 'El rey y yo'.

Su épica huida del KGB y su arrolladora personalidad le convirtieron en una celebridad. Acaparaba portadas en la prensa, e incluso llegó a protagonizar películas. Aunque Nureyev nunca olvidó Rusia ni dejó de temer una venganza de la policía soviética. Solo en 1987, durante la etapa Gorbachov, se le permitió visitar a su madre, que estaba muy enferma y moriría al año siguiente. No sería rehabilitado en su país hasta 1998, ya póstumamente.

Pero lo que acabó con él fue el sida. Si bien Nureyev siempre negó la evidencia, las posibles dudas al respecto de su afección se despejaron con su última aparición pública, a finales de 1992, cuando recibió la distinción de Caballero de la Orden de las Artes y las Letras en el Palacio Garnier de París. Su demacrado aspecto y la necesidad de apoyarse en dos bailarines para caminar llenaron las portadas de los diarios. Fue enterrado en el cementerio ruso de Sainte Geneviève ­des ­Bois, cerca de París.

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