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Jenn Díaz | Jot Down, 2015-02-28
http://www.jotdown.es/2015/02/mujercitas/
Las cuatro hermanas March —Meg, Amy, Jo y Beth— son tan perfectas que dan rabia. Aquellos que no leyeron “Mujercitas” cuando se debe leer, es decir, a los trece o catorce años, leerán la novela de Louisa May Alcott como se leen las antiguas páginas de un diario adolescente. Sí, son cuatro muchachas ingenuas, sensibles, responsables y sensatas hasta la locura. No hay mala acción que no corrijan ni conducta dudosa que no sea puesta en cuarentena por algún personaje secundario. Tendría que haber caído en las redes de esta familia cuando aún podía confiar en el futuro de Jo March o haberme enternecido con su hermana Beth, un ángel; pero me han inquietado porque la bondad pura, a mí, me perturba.
Aun así, leer la novela demasiado tarde te hace fijarla en lugares que en una primera lectura adolescente no tendrían cabida: el feminismo, por ejemplo. Es cierto que todas las mujeres de esta historia son repugnantemente dóciles y respetables socialmente; no solo en su época, también en la nuestra. La mojigatería femenina está más que premiada y presente en la casa de los March, pero Lou May Alcott tenía un personaje y ciertas actitudes reservadas para el feminismo y la pequeña revolución que su época le permitía. No, no solo Jo March, con su masculinidad y su rebeldía, combate el estado normalizado del sistema patriarcal: también la madre tiene actitudes elogiables. No es ninguna casualidad ni un ejercicio que ha hecho la crítica posteriormente, puesto que la autora participó en movimientos reformistas que defendían la abolición de la esclavitud y apoyaba causas como los derechos de la mujer y la reforma educativa.
Pero Alcott no solo era menospreciada por ser una escritora en un mundo en que la literatura era un espacio solo permitido a los hombres, también debía defenderse de escribir relatos o literatura juvenil. Ciertos prejuicios todavía hoy existen. Escribir una novela como “Mujercitas” es, muchas veces, un trabajo poco serio. Sin embargo, Lou May Alcott escribió cuentos para adultos en los que había asesinatos, misterio, narcóticos y luchas de poder —en las que, por supuesto aunque inusual para la época, la mujer siempre ganaba. La mayoría de ellos, claro, bajo seudónimo. Su feminismo personal, el de la Alcott individual, era mucho más notorio en las obras que no firmaba con su nombre. En cambio, cuando no se refugiaba en el anonimato, tenía más dificultades para mostrar sus ideas, de modo que aparecen veladas —como en “Mujercitas”. Alguien que deseaba la alfabetización femenina, la solicitud de divorcio por parte de las esposas, la disminución de la tasa de natalidad y defendía la igualdad intelectual entre hombres y mujeres, por fuerza debía dejar huella feminista en lo que escribía.
"Republican mother"
Lo mejor para una revolución es que no parezca una revolución. Así, el ambiente en el que crece Lou es un ambiente lleno de sutilezas, en el que el feminismo es fuerte y efectivo, pero silencioso. La “republican mother” es un invento de las mujeres y madres de la época para abrirse paso entre los hombres. De una lógica aplastante, no hay quien pueda negarles lo que piden: si la crianza de los futuros ciudadanos americanos pasa por las manos de sus madres, estas madres deberán tener una buena educación para ellos. Por supuesto, hay una trampa mortal desde ambas perspectivas: por una parte, el hombre no puede negarse, es respetable y favorece al varón; por otra, la mujer solo puede proyectarse a partir del hombre y para satisfacerlo a él. Pero lo mejor que puede tener una revolución es que no parezca una revolución.
Con la introducción de las máquinas la mujer había dejado de ser productora, ya no era necesaria como mano de obra, así que había vuelto a la casa, a la inmovilidad. Mientras no había máquinas era necesaria. La mujer era consumidora pero también productora: llegados a este punto, se había convertido en dependiente del hombre. ¿Y qué la autorizaba para salir de casa sin ser sospechosa de nada? La iglesia. La religión, tan capadora en tantos aspectos, ayudó a la mujer a relacionarse con otras mujeres, a hacer el bien común, a no tener que justificarse para liberarse. Era una libertad coaccionada y con una condición, la Iglesia —pero para hacer una revolución, lo mejor es que no lo parezca.
La autonomía de la mujer pasaba por la muerte del padre, la soltería o la viudez. La menor de edad y la casada eran “femme covert”; las demás, “femme sole”, con algunos derechos reservados para los hombres como firmar contratos, hacer testamentos o enjuiciarse. Dicho de otra manera, la desgracia de quedar huérfana o viuda te daba derechos sociales y legales que no tenías bajo el amparo del hombre. Alcott crece en este círculo macabro, en esta sociedad sinsentido.
"True womanhood"
Existen dos esferas: la masculina, que es pública, y la femenina, que es privada. Lo doméstico, la crianza, lo cotidiano… todo pertenece al ambiente de la mujer. Y eso es true womanhood, el culto a la verdadera feminidad —como si existiera una falsa feminidad, que por entonces existía. Los requisitos para serlo eran muy sencillos: debías ser una buena mujer, una buena hija, una buena hermana y, por encima de todo, una buena esposa y madre. El objetivo de la mujer no era otro que satisfacer al hombre. Y esta mentalidad convoca a dos clases de mujeres: mujer-ángel o furcia-loca. Virgen María contra María Magdalena. Y la religión seguía sacando de sus casas y de su esfera privada a las mujeres. Y dentro de la pequeña revolución que no lo parece, empieza la mejora educativa para mujeres y niñas. Porque si tienen una educación mejor, una igual que la masculina, podrán convertirse no solo en mejores madres conductoras de la educación de los futuros hombres del país, sino también en ¡mejores esposas! Los hombres aceptaron: ¿quién podría renunciar a tener una mejor esposa con la que conversar, una esposa a la altura de uno mismo? Pero estaban firmando el cambio, un cambio que los iba a dejar en fuera de juego. Entre los cambios, por ejemplo, la limpieza de cara que se le hizo al oficio de la prostitución: las mujeres se dieron cuenta de que no eran el enemigo, sino una víctima más. Más cambios: la mujer y el esclavo son víctimas del mismo hombre blanco, así que la mayoría de las feministas estaban con la causa abolicionista. Si defendían la igualdad de razas, llegarían a la igualdad de sexos. Pero nada más lejos de la realidad: antes se consiguió el sufragio de los hombres negros que de las mujeres.
Margaret Fuller: modelo de Lou May Alcott
En esta sociedad crece y evoluciona la autora de “Mujercitas”. En una revolución invisible pero palpable, y entre las mujeres que la rodean, una que sobresale: Margaret Fuller. El ejemplo a seguir de Alcott, la mujer que querría como madre y que adopta como mentora. Fuller defiende los derechos de la mujer y no solo eso, sino su individualidad. Una mujer no necesita padre-hermano-marido, según su nueva amiga. El lado doméstico combinado con el resto de aspectos de la vida es lo que Fuller quiere para sí misma y para todas las demás. Deseaba que la vida familiar y la vida pública se unieran para poder dar paso a su lado ciudadano pero también artístico. A Fuller, como a Alcott, se les dio una formación masculina: tuvieron acceso a todos los libros, a toda la cultura, y nadie las avisó de que después no podrían utilizarla para nada.
Fuller aborrecía a los trascendentalistas, los que permitían que la mujer se desarrollara con el único objetivo de agradar a los hombres cercanos. La mujer debía formarse por su propio bien, y si la sociedad femenina era enfermiza se debía a la depresión y la falta de vida propia y activa. Todas esas sentencias feministas fueron haciendo mella en Lou May Alcott, que no dudó en adoptar todos aquellos conocimientos y hacerlos suyos. Ambas habían nacido en un matrimonio mal avenido, con un padre dominante y una madre débil. No querían defraudar al padre, pero tampoco tenían las herramientas sociales para hacerse valer. Debían trabajar como un hombre pero no podían beneficiarse de los derechos de estos. Y sobre todo, y muy importante: no se sentían identificadas con otras mujeres. Afortunadamente.
A Alcott su madre le había inculcado que el hombre era un ser egoísta en el que no se podía confiar. Sentía una gran aversión sexual, y del mismo modo en que florecían todas las enseñanzas de Fuller, aquella oscuridad de Abba, su madre, también encontraba su lugar en la hija. De los ocho embarazos que tuvo, cuatro fueron hijas (entre ellas, Lou May Alcott), así que el sexo y el goce femenino se convirtieron en dolor y confusión. El matrimonio era sinónimo de esclavitud, desilusión y posible muerte.
Pero venció el lado feminista en la LMA adulta: en 1878 fue la primera mujer de Concord en inscribirse al censo local, y por tanto fue elegida como secretaria del comité de las sufragistas. Todo eso, por fuerza, debía colarse en su escritura. Pero no podía aparecer libremente: ni siquiera en sus diarios podía expresarse con claridad, porque sus padres sistemáticamente los revisaban. Alcott estaba acostumbrada a velar su intimidad y camuflarla entre el pensamiento formal de la época, por eso en “Mujercitas” es tan difícil dar con el discurso feminista que posee.
Marmee, la madre, parece ser el centro de la diana de todo lo que confluía en la cabeza de Alcott: algunas veces apoya el atrevimiento de su hija Jo, y otras veces premia el convencionalismo de Meg. Nunca se sabe si Marmee es una revolucionaria silenciosa o una mujer llena de contradicciones: probablemente ambas cosas. A partir de estas cuatro niñas, Lou idealiza las partes positivas de su infancia y omite lo desagradable. Pero ¿qué hay de feminista en esas mujeres remilgadas y obedientes?
El feminismo en “Mujercitas”
- Para empezar, la guerra es el marco perfecto para que los hombres desaparezcan de toda escena. El señor March permanece ausente incluso cuando ya ha vuelto del combate, y no lo necesitan para nada, porque es la mujer quien trabaja y trae el dinero a casa. Esto podría ser revolucionario, pero debemos hacer que no lo parezca: por eso el padre, a través de las cartas, aparece y les dice a las niñas lo que espera de ellas.
- Jo, cuando el padre ha vuelto, se corta la melena. Su cabello era lo único que la hacía femenina, todos alababan la belleza de su pelo, pero Jo es una mujer sacrificada y quiere venderlo para poder ayudar a su familia. Ha roto con lo convencional, con su parte femenina, la única que le quedaba, su única cualidad, puesto que es el único personaje puramente rebelde: se desvincula de la mujer quitándose el único atuendo que la hacía femenina. Cosa que el padre no aprueba, aunque sea él el responsable indirecto de tal acción. Una de cal y otra de arena: Jo consigue deshacerse de su melena pasando desapercibida, convirtiendo su rebeldía en una heroicidad; por otra parte, el padre no acepta el nuevo cambio.
- Las tareas del hogar, que parecen ser algo que a la mujer no le cuesta en absoluto, quedan al descubierto. Las hermanas, perezosas, no quieren pasar el día limpiando. Aquí aparece la trastienda de la mujer: en realidad no les apetece nada en absoluto dedicarse a lo doméstico, aunque socialmente sea su obligación. Para que no creamos que Alcott se pasa de revolucionaria, la madre las sermonea: deja de limpiar y ordenar y la casa es caótica y todas vuelven a sus labores porque se han dado cuenta de lo necesario que es tener en orden la casa. Sí, es cierto, vuelven a ser amas de casa, todas juntas, pero Alcott ya nos ha dejado ver, por una parte, la holgazanería de las niñas y, por otra, el esfuerzo que hace una mujer para que la casa esté limpia. Tal como se la encuentran los hombres cuando llegan.
- Marmee es una mujer obediente, servicial, buena. Un sueño para el patriarcado. Sin embargo, hay un momento en que confiesa que tampoco es perfecta. A mí personalmente es una escena que me trastorna: por una parte, agradezco que se sincere y le cuente a Jo que ella también tiene su carácter y que muchas veces no actúa como debería hacerlo, como otros consideran que debería hacerlo. Por otra, todo ese trabajo que ha hecho, la desnudez en la que se encuentra, Alcott se la carga: es el padre quien le recuerda, con un gesto, que debe aplacar su mal humor. Es cierto, nos ha descubierto a una Marmee imperfecta, pero la ha vuelto a meter en la jaula: el hombre, con solo un movimiento, le recuerda que no puede permitirse su genio.
- La maternidad y el matrimonio. Jo contra el mundo. Hay un personaje efusivo, el más atractivo, para el que Alcott ha reservado toda su inteligencia. Jo no quiere ser madre, no quiere ser esposa, no es buena hermana en muchas ocasiones, se esfuerza por ser buena hija pero no siempre lo consigue, se masculiniza el nombre como Lou (Josephine, Jo; Louisa, Lou), se corta la melena, quiere ser artista e ir a la universidad como Laurie, tiene como referente a Shakespeare y eso denota ambición, siempre es el personaje masculino en el teatro familiar y eso justifica su actitud demasiado pasional. Es un caramelo para la historia, porque todas las niñas querían ser Jo, a pesar de ser la más castigada y controvertida. Es en Jo en quien todos confiamos, incluso Alcott, que para ser honesta con su realidad y su sociedad ha vuelto a las demás hermanas mucho más convencionales y ha dotado a la madre con la confusión y la duda.
La maldita bondad
Para entender el feminismo de “Mujercitas” debemos olvidarnos de la sociedad actual, que todavía arrastra ciertas herencias pero ha avanzado muchísimo. Hay que colocar a la familia March en contexto y entender que la madre imperfecta y la hija con el pelo corto que Alcott nos describe eran inusuales. Si lees la novela cuando se debe, soñarás con ser Jo March. Si lees la novela a destiempo, te irritarás con el resto de personaje e incluso no le perdonarás a Marmee algunas de sus sentencias. Por eso es importante leer “Mujercitas” con la mentalidad de entonces, una mentalidad llena de injusticias y desigualdades. Alcott tenía un as en la manga, Josephine-Jou, pero tampoco podía obviar —para ser justa— las Megs que tenía a su alrededor, las madres que dominaban su carácter y el perfil de ángel de las Beths. La mujer debía ser buena y Alcott no podía olvidarse de ello, por eso los personajes de esta historia dulce y tierna son desesperadamente moderados —sutiles en su revolución.
Aun así, leer la novela demasiado tarde te hace fijarla en lugares que en una primera lectura adolescente no tendrían cabida: el feminismo, por ejemplo. Es cierto que todas las mujeres de esta historia son repugnantemente dóciles y respetables socialmente; no solo en su época, también en la nuestra. La mojigatería femenina está más que premiada y presente en la casa de los March, pero Lou May Alcott tenía un personaje y ciertas actitudes reservadas para el feminismo y la pequeña revolución que su época le permitía. No, no solo Jo March, con su masculinidad y su rebeldía, combate el estado normalizado del sistema patriarcal: también la madre tiene actitudes elogiables. No es ninguna casualidad ni un ejercicio que ha hecho la crítica posteriormente, puesto que la autora participó en movimientos reformistas que defendían la abolición de la esclavitud y apoyaba causas como los derechos de la mujer y la reforma educativa.
Pero Alcott no solo era menospreciada por ser una escritora en un mundo en que la literatura era un espacio solo permitido a los hombres, también debía defenderse de escribir relatos o literatura juvenil. Ciertos prejuicios todavía hoy existen. Escribir una novela como “Mujercitas” es, muchas veces, un trabajo poco serio. Sin embargo, Lou May Alcott escribió cuentos para adultos en los que había asesinatos, misterio, narcóticos y luchas de poder —en las que, por supuesto aunque inusual para la época, la mujer siempre ganaba. La mayoría de ellos, claro, bajo seudónimo. Su feminismo personal, el de la Alcott individual, era mucho más notorio en las obras que no firmaba con su nombre. En cambio, cuando no se refugiaba en el anonimato, tenía más dificultades para mostrar sus ideas, de modo que aparecen veladas —como en “Mujercitas”. Alguien que deseaba la alfabetización femenina, la solicitud de divorcio por parte de las esposas, la disminución de la tasa de natalidad y defendía la igualdad intelectual entre hombres y mujeres, por fuerza debía dejar huella feminista en lo que escribía.
"Republican mother"
Lo mejor para una revolución es que no parezca una revolución. Así, el ambiente en el que crece Lou es un ambiente lleno de sutilezas, en el que el feminismo es fuerte y efectivo, pero silencioso. La “republican mother” es un invento de las mujeres y madres de la época para abrirse paso entre los hombres. De una lógica aplastante, no hay quien pueda negarles lo que piden: si la crianza de los futuros ciudadanos americanos pasa por las manos de sus madres, estas madres deberán tener una buena educación para ellos. Por supuesto, hay una trampa mortal desde ambas perspectivas: por una parte, el hombre no puede negarse, es respetable y favorece al varón; por otra, la mujer solo puede proyectarse a partir del hombre y para satisfacerlo a él. Pero lo mejor que puede tener una revolución es que no parezca una revolución.
Con la introducción de las máquinas la mujer había dejado de ser productora, ya no era necesaria como mano de obra, así que había vuelto a la casa, a la inmovilidad. Mientras no había máquinas era necesaria. La mujer era consumidora pero también productora: llegados a este punto, se había convertido en dependiente del hombre. ¿Y qué la autorizaba para salir de casa sin ser sospechosa de nada? La iglesia. La religión, tan capadora en tantos aspectos, ayudó a la mujer a relacionarse con otras mujeres, a hacer el bien común, a no tener que justificarse para liberarse. Era una libertad coaccionada y con una condición, la Iglesia —pero para hacer una revolución, lo mejor es que no lo parezca.
La autonomía de la mujer pasaba por la muerte del padre, la soltería o la viudez. La menor de edad y la casada eran “femme covert”; las demás, “femme sole”, con algunos derechos reservados para los hombres como firmar contratos, hacer testamentos o enjuiciarse. Dicho de otra manera, la desgracia de quedar huérfana o viuda te daba derechos sociales y legales que no tenías bajo el amparo del hombre. Alcott crece en este círculo macabro, en esta sociedad sinsentido.
"True womanhood"
Existen dos esferas: la masculina, que es pública, y la femenina, que es privada. Lo doméstico, la crianza, lo cotidiano… todo pertenece al ambiente de la mujer. Y eso es true womanhood, el culto a la verdadera feminidad —como si existiera una falsa feminidad, que por entonces existía. Los requisitos para serlo eran muy sencillos: debías ser una buena mujer, una buena hija, una buena hermana y, por encima de todo, una buena esposa y madre. El objetivo de la mujer no era otro que satisfacer al hombre. Y esta mentalidad convoca a dos clases de mujeres: mujer-ángel o furcia-loca. Virgen María contra María Magdalena. Y la religión seguía sacando de sus casas y de su esfera privada a las mujeres. Y dentro de la pequeña revolución que no lo parece, empieza la mejora educativa para mujeres y niñas. Porque si tienen una educación mejor, una igual que la masculina, podrán convertirse no solo en mejores madres conductoras de la educación de los futuros hombres del país, sino también en ¡mejores esposas! Los hombres aceptaron: ¿quién podría renunciar a tener una mejor esposa con la que conversar, una esposa a la altura de uno mismo? Pero estaban firmando el cambio, un cambio que los iba a dejar en fuera de juego. Entre los cambios, por ejemplo, la limpieza de cara que se le hizo al oficio de la prostitución: las mujeres se dieron cuenta de que no eran el enemigo, sino una víctima más. Más cambios: la mujer y el esclavo son víctimas del mismo hombre blanco, así que la mayoría de las feministas estaban con la causa abolicionista. Si defendían la igualdad de razas, llegarían a la igualdad de sexos. Pero nada más lejos de la realidad: antes se consiguió el sufragio de los hombres negros que de las mujeres.
Margaret Fuller: modelo de Lou May Alcott
En esta sociedad crece y evoluciona la autora de “Mujercitas”. En una revolución invisible pero palpable, y entre las mujeres que la rodean, una que sobresale: Margaret Fuller. El ejemplo a seguir de Alcott, la mujer que querría como madre y que adopta como mentora. Fuller defiende los derechos de la mujer y no solo eso, sino su individualidad. Una mujer no necesita padre-hermano-marido, según su nueva amiga. El lado doméstico combinado con el resto de aspectos de la vida es lo que Fuller quiere para sí misma y para todas las demás. Deseaba que la vida familiar y la vida pública se unieran para poder dar paso a su lado ciudadano pero también artístico. A Fuller, como a Alcott, se les dio una formación masculina: tuvieron acceso a todos los libros, a toda la cultura, y nadie las avisó de que después no podrían utilizarla para nada.
Fuller aborrecía a los trascendentalistas, los que permitían que la mujer se desarrollara con el único objetivo de agradar a los hombres cercanos. La mujer debía formarse por su propio bien, y si la sociedad femenina era enfermiza se debía a la depresión y la falta de vida propia y activa. Todas esas sentencias feministas fueron haciendo mella en Lou May Alcott, que no dudó en adoptar todos aquellos conocimientos y hacerlos suyos. Ambas habían nacido en un matrimonio mal avenido, con un padre dominante y una madre débil. No querían defraudar al padre, pero tampoco tenían las herramientas sociales para hacerse valer. Debían trabajar como un hombre pero no podían beneficiarse de los derechos de estos. Y sobre todo, y muy importante: no se sentían identificadas con otras mujeres. Afortunadamente.
A Alcott su madre le había inculcado que el hombre era un ser egoísta en el que no se podía confiar. Sentía una gran aversión sexual, y del mismo modo en que florecían todas las enseñanzas de Fuller, aquella oscuridad de Abba, su madre, también encontraba su lugar en la hija. De los ocho embarazos que tuvo, cuatro fueron hijas (entre ellas, Lou May Alcott), así que el sexo y el goce femenino se convirtieron en dolor y confusión. El matrimonio era sinónimo de esclavitud, desilusión y posible muerte.
Pero venció el lado feminista en la LMA adulta: en 1878 fue la primera mujer de Concord en inscribirse al censo local, y por tanto fue elegida como secretaria del comité de las sufragistas. Todo eso, por fuerza, debía colarse en su escritura. Pero no podía aparecer libremente: ni siquiera en sus diarios podía expresarse con claridad, porque sus padres sistemáticamente los revisaban. Alcott estaba acostumbrada a velar su intimidad y camuflarla entre el pensamiento formal de la época, por eso en “Mujercitas” es tan difícil dar con el discurso feminista que posee.
Marmee, la madre, parece ser el centro de la diana de todo lo que confluía en la cabeza de Alcott: algunas veces apoya el atrevimiento de su hija Jo, y otras veces premia el convencionalismo de Meg. Nunca se sabe si Marmee es una revolucionaria silenciosa o una mujer llena de contradicciones: probablemente ambas cosas. A partir de estas cuatro niñas, Lou idealiza las partes positivas de su infancia y omite lo desagradable. Pero ¿qué hay de feminista en esas mujeres remilgadas y obedientes?
El feminismo en “Mujercitas”
- Para empezar, la guerra es el marco perfecto para que los hombres desaparezcan de toda escena. El señor March permanece ausente incluso cuando ya ha vuelto del combate, y no lo necesitan para nada, porque es la mujer quien trabaja y trae el dinero a casa. Esto podría ser revolucionario, pero debemos hacer que no lo parezca: por eso el padre, a través de las cartas, aparece y les dice a las niñas lo que espera de ellas.
- Jo, cuando el padre ha vuelto, se corta la melena. Su cabello era lo único que la hacía femenina, todos alababan la belleza de su pelo, pero Jo es una mujer sacrificada y quiere venderlo para poder ayudar a su familia. Ha roto con lo convencional, con su parte femenina, la única que le quedaba, su única cualidad, puesto que es el único personaje puramente rebelde: se desvincula de la mujer quitándose el único atuendo que la hacía femenina. Cosa que el padre no aprueba, aunque sea él el responsable indirecto de tal acción. Una de cal y otra de arena: Jo consigue deshacerse de su melena pasando desapercibida, convirtiendo su rebeldía en una heroicidad; por otra parte, el padre no acepta el nuevo cambio.
- Las tareas del hogar, que parecen ser algo que a la mujer no le cuesta en absoluto, quedan al descubierto. Las hermanas, perezosas, no quieren pasar el día limpiando. Aquí aparece la trastienda de la mujer: en realidad no les apetece nada en absoluto dedicarse a lo doméstico, aunque socialmente sea su obligación. Para que no creamos que Alcott se pasa de revolucionaria, la madre las sermonea: deja de limpiar y ordenar y la casa es caótica y todas vuelven a sus labores porque se han dado cuenta de lo necesario que es tener en orden la casa. Sí, es cierto, vuelven a ser amas de casa, todas juntas, pero Alcott ya nos ha dejado ver, por una parte, la holgazanería de las niñas y, por otra, el esfuerzo que hace una mujer para que la casa esté limpia. Tal como se la encuentran los hombres cuando llegan.
- Marmee es una mujer obediente, servicial, buena. Un sueño para el patriarcado. Sin embargo, hay un momento en que confiesa que tampoco es perfecta. A mí personalmente es una escena que me trastorna: por una parte, agradezco que se sincere y le cuente a Jo que ella también tiene su carácter y que muchas veces no actúa como debería hacerlo, como otros consideran que debería hacerlo. Por otra, todo ese trabajo que ha hecho, la desnudez en la que se encuentra, Alcott se la carga: es el padre quien le recuerda, con un gesto, que debe aplacar su mal humor. Es cierto, nos ha descubierto a una Marmee imperfecta, pero la ha vuelto a meter en la jaula: el hombre, con solo un movimiento, le recuerda que no puede permitirse su genio.
- La maternidad y el matrimonio. Jo contra el mundo. Hay un personaje efusivo, el más atractivo, para el que Alcott ha reservado toda su inteligencia. Jo no quiere ser madre, no quiere ser esposa, no es buena hermana en muchas ocasiones, se esfuerza por ser buena hija pero no siempre lo consigue, se masculiniza el nombre como Lou (Josephine, Jo; Louisa, Lou), se corta la melena, quiere ser artista e ir a la universidad como Laurie, tiene como referente a Shakespeare y eso denota ambición, siempre es el personaje masculino en el teatro familiar y eso justifica su actitud demasiado pasional. Es un caramelo para la historia, porque todas las niñas querían ser Jo, a pesar de ser la más castigada y controvertida. Es en Jo en quien todos confiamos, incluso Alcott, que para ser honesta con su realidad y su sociedad ha vuelto a las demás hermanas mucho más convencionales y ha dotado a la madre con la confusión y la duda.
La maldita bondad
Para entender el feminismo de “Mujercitas” debemos olvidarnos de la sociedad actual, que todavía arrastra ciertas herencias pero ha avanzado muchísimo. Hay que colocar a la familia March en contexto y entender que la madre imperfecta y la hija con el pelo corto que Alcott nos describe eran inusuales. Si lees la novela cuando se debe, soñarás con ser Jo March. Si lees la novela a destiempo, te irritarás con el resto de personaje e incluso no le perdonarás a Marmee algunas de sus sentencias. Por eso es importante leer “Mujercitas” con la mentalidad de entonces, una mentalidad llena de injusticias y desigualdades. Alcott tenía un as en la manga, Josephine-Jou, pero tampoco podía obviar —para ser justa— las Megs que tenía a su alrededor, las madres que dominaban su carácter y el perfil de ángel de las Beths. La mujer debía ser buena y Alcott no podía olvidarse de ello, por eso los personajes de esta historia dulce y tierna son desesperadamente moderados —sutiles en su revolución.
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