lunes, 20 de julio de 2015

#hemeroteca #cronicas | Joseph, el prostituto del Kilómetro Cero

Imagen: El Mundo
Joseph, el prostituto del Kilómetro Cero
Javier Cid | El Mundo, 2015-07-20

http://www.elmundo.es/madrid/2015/07/19/55abcb5f268e3e351e8b4574.html

Querida alcaldesa:

En lo que nos sacude esta nueva Edad del Hielo, yo voy dándome al periodismo gonzo, a la crónica bizarra, al relato mórbido de putas y macarras que a veces le salen a Madrid por los costados. Me arrimo pues a la Puerta del Sol, allí donde se cruzan los caminos, donde los japoneses embriagados de cochinillo se aturullan con el 'paloselfie', donde el reloj de Anne Igartiburu enfila hacia las 12.

Tiene el Kilómetro Cero un 'nosequé' supersticioso, y andan los borrachos de siempre esperando a la muerte en los cartones mientras las loteras reparten la suerte de la Navidad en sus sillas de lona, como si tal cosa, a cinco meses vista.

-Antes solía ponerme en la calle Montera, pero allí la gente sólo tiene ojos para las putas -dice Aralay, que hasta el nombre lo tiene de nigromante. Ella, como tantas, llegó del Caribe hace hoy 13 años, y desde que se mudó a Sol huyendo del sexo desesperado puede vender, en un día bueno, 150 décimos recién salidos del horno de Doña Manolita. Un dineral.

Aquí, en los albores del oso y el madroño, cada trozo de suelo se pelea caro. A Joseph aún le quedan las rebañaduras de una paliza sobre la ceja. Es polaco y rubio, rubio áureo como todos los polacos. Zapatillas Nike azules, camiseta rosa, un dragón tatuado asomándole por el cuello. 23 años. Chapero. Polvo a 20 euros.

-Pero a ti te lo dejo a 15.

-No, gracias -me disculpo. Está apoyado en una cabina de Teléfonica que nadie usa y bebe de una litrona de cerveza escondida en la repisa. -¿Quién te pegó?

-Ese de ahí, el Mohamed. Dice que le robé a un cliente, pero aquí los clientes no son de nadie. A mi me hizo esto -se señala el cardenal con orgullo, sin tiento-, pero yo se la devolví más fuerte.

-¿Te gustan los hombres? -le pregunto.

-Qué asco...

-¿Y funcionas cuando te acuestas con ellos? -estiro el antebrazo y aprieto fuerte el puño, símbolo universal de una erección, o sea.

-No.

-¿Entonces?

-Ya han pagado, que se jodan. Y si quieres que te cuente más cosas, dame cinco euros o cómprame un bocata de jamón.

Mohamed nos ronda desde lejos. Mohamed nos saluda.

-¿Cuántos clientes consigues en una semana? -me vengo arriba, como Ana Pastor en sus noches de gloria y colmillo, allá por La Sexta.

-Quiero mis cinco euros -da un sorbo a la cerveza. -Y si no vas a dármelos, pregúntale a Mohamed.

Como me faltan agallas, nunca las tuve, me escurro con tremenda elegancia -servidor es cobarde pero caballero- hasta las sombras eruditas de un quiosco de prensa. Me quedo con las ganas de hablarle de Borges, el escribiente, que vivió en el Hostal Americano entre 1919 y 1921, habitación 84, justo al costado de Mohamed. Pues qué sería de Sol sin las pensiones, parada y fonda de lobos solitarios y parejas de urgencia, de secretos en eterna descomposición, de revolcones untados bajo las sábanas, de maletas de cuero de aquellos señoritos de antes que venían del pueblo e iban para boticarios.

-Todavía recuerdo las Navidades de entonces, cuando mi madre cocinaba para todos los huéspedes y cenábamos juntos.

Habla María, patrona del Hostal Riesco, desde el edificio más antiguo de Sol -200 años resbalan por sus paredes-, antaño propiedad de las marquesas de Crescente (hermanas, solteronas, terratenientes y con linaje; habré de rastrearlas, pues me temo que ahí hay 'mortero' suficiente para armar una película de Garci).

-Hoy, la Puerta del Sol es un vertedero de mierda y ruido -se lamenta María.

-No será para tanto...

-La gente hace pis desde los balcones. Eso hace la gente.

Al volver a la calle pregunto a Mickey Mouse por Bob Esponja, aquel mimo que alcanzó fama viral estratosférica tras su pelea de disfraces con Hello Kitty. Mickey -Silverio, colombiano, nueve años en España- le ha perdido la pista.

-Un día, sin más, dejó de venir -explica. -Se habrá muerto. Aquí siempre se está muriendo alguien.

Joseph, más rubio aún que antes, borracho por el sol y la cerveza, me hace un gesto amigo desde la cabina. Le compro un bocadillo de jamón, su preferido. Esta noche, me cuenta, dormirá en los jardines de Ópera, entre los parterres.

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