viernes, 11 de diciembre de 2015

#hemeroteca #trans #testimonios | El lenguaje perdido de una sonrisa ebria

Imagen: El Faro Motril / La Juanita
El lenguaje perdido de una sonrisa ebria.
Juan José Cuenca · Escritor | El Faro Motril, 2015-12-11
http://www.elfaromotril.es/2015/12/11/el-verbo-proscrito-53/

Aún recuerdo nítidamente una figura destartalada, más bien delgada, de estatura como de estatua griega esculpida y olvidada en medio de cualquier plaza, ojos con rimel frondoso, coloretes exagerados y labios resecos. Vestía ropa colorida, con sus eternos pantaloncitos cortos en verano; gorrillo de croché de un color desvaído pero digno; chaquetilla fina estampada, bolso de plástico fiel compañero de correrías y aspavientos, y chanclas ruinosas.

Dentro del bolso, como un náufrago dando tumbos en una balsa a través de un mar embravecido, una botella de vino, casi vacía la mitad de las veces, con el que espantaba fríos y miedos por las calles de un Motril provinciano, de mucha misa pero menos respeto y más yuntas que coches.

Cuando hacía aire, o se encontraba desgreñada y recostada en el quicio de una puerta o en la pared del mercado municipal y del Coliseo Viñas, después de haber apurado su botella de licor de dioses, su melenilla cana y rala que, coquetamente, trataba de arreglar y de dar una dignidad que nunca dio por perdida, prendiendo un clavel rojo que le recogía el flequillo, se alzaba salvaje, indómita, y tenía que sujetarse el gorrillo con una mano mientras dialogaba consigo misma.

Todo el mundo la quería, a su manera, aunque gustaba la gente de gastarle pequeñas bromas y de atosigarle los chiquillos persiguiéndola con chascarrillos y canciones de chanza. Lo soportaba estoicamente, con media sonrisa pintada en la boca y ojillos que aparentaban ser rencorosos. Insultaba levemente y hacía amago de escurrirse calle abajo persiguiendo a la chiquillería, para dar luego media vuelta y seguir su camino.

Las mujeres eran poco menos que enemigas o competidoras por un amor imaginario, prohibido y sentido, rivales contra las que luchar y con las que criticar las vidas de unas y otras, aunque no las conociese, aunque el alcohol difuminase la memoria y el entendimiento. Bastaba con insinuarle que menganita o fulanita estaba tratando de arrebatarle un novio o a un mozo al que ella hubiese puesto el ojo encima, para que rechinara los dientes y espetara: “Esa es una puta y cuando la coja va a mear sangre. No le va a quedar un pelo en la cabeza”. Y bastaba también que cualquier mujer le dirigiera la palabra para que ella entreviera un amago de risa o de chufla. Entonces, una sarta de improperios salía a borbotones de su boca, mientras la seguía un buen trecho.

Nunca hizo daño a nadie. Se quedaba mirando al vacío, el rímel algo corrido ya, la botella agotada y el cuerpo con el cansancio de mil derrotas en la espalda, sentada en el tranco de una puerta cualquiera, dialogando con sus fantasmas. Me llamaba poderosamente la atención cada vez que la veía, en su mundo, con sus anhelos, una caricatura de mujer entrada en años ya, misteriosa y a la vez prohibida. Siempre sola. Me la imaginaba en un hogar secreto y hacía cábalas para adivinar en qué estaría ocupando sus pensamientos en ese momento. Jamás reparó en mí, quizás porque yo solo la observaba en silencio, muy callado, sin insultarla ni picarla para que se dignara a dirigirme unos cuantos improperios.

Me fascinaba todo en ella: sus aires de libertad absoluta, su verborrea ácida y audaz y su gorrillo de croché impertérrito, dando calor a su calavera. Alguna vez, pocas, se hacía acompañar por algún perrillo tan desamparado como ella, con el que compartía soledades, hambre y miserias. Lo mismo la veías deambulando por la playa, contoneándose vistosamente como un pavo real, que te la encontrabas en cualquier esquina de la ciudad como parte indivisible del mobiliario urbano.

Aquellos años 60, 70 y 80 del siglo pasado fueron años convulsos en nuestro Motril de provincias que, en un goteo incesante, pugnaba por abrirse más de mente y de piernas. Aún colearían tímidos aunque arraigados ramalazos pueblerinos (aquellos que todavía persisten en algunos reductos, marginados en las cloacas de la incultura y la desvergüenza) que, por muy extraño e incoherente que resulte, siempre respetaron a la Juanita. Juanita Banana (se le cantaba como estribillo jocoso por aquella canción de Luís Aguilé), la de cancioncillas picantes y cojoneras, la diva de pueblo con ínfulas de bailarina del ‘Folies Bergere’, la eterna maniquí con modelos imposibles desfilando a deshoras en la pasarela imaginaria de los arrabales.

Y como todo acaba y se va reduciendo a poco más que una ceniza inconsistente de recuerdos enrevesados y arcaicos, agotando el tiempo inmisericorde vidas y hojas en el otoño, llegó un día que, después de mil avatares y sonrisas descolocadas, la Juanita dejó de estar. Simplemente se la dejó de ver por las calles de Motril o el Puerto, tampoco por la carretera de la Celulosa que era su paso diario. Terminó sus días ingresada en una residencia, más parecida a un viejito desvalido y escuálido, sin rastro de maquillaje o de la indumentaria que la hacía tan reconocible, con el pelo muy corto, blanco y mortecino, y su eterna sonrisa pintada en los labios. Tenía 80 años. Buena edad le regaló la vida después de tanto sufrimiento y sinsabores al primer transexual que conoció Motril. Un Motril que la quiso a su manera, pero que también la negó y la marginó muchísimas veces.

En la memoria de infinidad de motrileños quedará para siempre la Juanita, su gorrillo de croché y su cantar triste y acorralado.

Descanse, por siempre en paz, Juan Alabarce Maldonado.

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