Crítica de la crítica a la diversidad.
Bernabé no parece querer llegar a ninguna conclusión política tan fuerte como sus hipótesis, y de hecho su libro concluye limitándose a reconocer la trampa de la diversidad pero sin proporcionar herramientas para combatirla.
Alberto Garzón Espinosa · Coordinador federal de IU | El Diario, 2018-06-24
https://www.eldiario.es/opinion/tribuna-abierta/critica-critica-diversidad_129_2762336.html
El escritor Daniel Bernabé acaba de publicar 'La trampa de la diversidad', un polémico libro escrito con tanta brillantez como agudeza y que tiene el objetivo de confrontar con cierta visión política y social de la izquierda. El libro no aspira a ser un manual ni tampoco tiene pretensiones académicas, y quizás por ambas razones no siempre es fácil esclarecer cuál es la tesis principal del libro y cómo se combina con sus diferentes argumentaciones. La trampa de la diversidad es, ante todo, una gran queja ante el comportamiento reciente de una parte de la izquierda, que por otra parte nunca es señalada ni definida en términos claros.
El razonamiento del libro podría resumirse del siguiente modo. El neoliberalismo es un proyecto estratégico de las élites que ha utilizado al posmodernismo para desmantelar a la izquierda y para extender su amoralidad y cinismo como valores aceptables. Esto lo habría conseguido a través de dos mecanismos. El primero, usando reivindicaciones justas, como las del feminismo y la defensa de los animales, para blanquear valores culturales tales como el de la competitividad y el individualismo. De esa forma el neoliberalismo extiende la cultura del posmodernismo por todos los ámbitos de la sociedad sin que sea percibido como algo negativo sino, de hecho, todo lo contrario. El segundo, el neoliberalismo es la causa de la gran ficción de la clase media, una identidad aspiracional que fue fortalecida para que sirviera de guardia pretoriana al nuevo orden en detrimento de la clase trabajadora industrial. La consecuencia de todo ello habría sido doble. Por un lado, la política se ha transformado en un producto en sí mismo en la que las organizaciones políticas tratan de dar respuesta a unas identidades débiles y fragmentadas, haciendo que los movimientos críticos contemporáneos sean una herramienta inútil para los problemas cotidianos de la gente. Por otro lado, este proceso evita que hallemos esa identidad que nos lleve a la ideología de la acción política colectiva, esto es, a una identidad común de las víctimas del capitalismo y el neoliberalismo que nos permita conseguir objetivos políticos también comunes. En suma, la trampa de la diversidad es precisamente este proceso por el cual lo que aparentemente es bueno y justo, el reconocimiento de la diversidad, es usado por el neoliberalismo como arma para fortalecer su proyecto social y político.
Como se puede comprobar, Bernabé lanza varias hipótesis fuertes y muy polémicas. A mi juicio, la mayoría de ellas no quedan demostradas en su libro y hay razones fundadas para pensar que son erróneas. Además, pienso que asumir como cierto el argumento del autor conllevaría empujar a la izquierda a posiciones políticas inadecuadas. No obstante, antes de entrar en la crítica en sí, cabe hacer un apunte preliminar.
Bernabé no parece querer llegar a ninguna conclusión política tan fuerte como sus hipótesis, y de hecho su libro concluye limitándose a reconocer la trampa de la diversidad pero sin proporcionar herramientas para combatirla. Creo que es fácil imaginar por qué. Las políticas de la diversidad incluyen aspectos como abolir la tauromaquia o usar un lenguaje no sexista, de modo que negarle cierto grado de importancia sería equivalente a recaer en un discurso ortodoxo y economicista propio de la II Internacional. Y Bernabé trata de que esa no sea la conclusión. A pesar de eso, él mismo reconoce que «la hipótesis (...) de renunciar a las políticas de representación una vez que la diversidad se ha vuelto un producto identitario, podría parecer la respuesta más obvia para concluir este libro» (pp. 231). Por eso durante toda la obra recuerda que no es un libro contra la diversidad y que lo importante para él es encontrar alguna forma de compatibilizar las políticas de diversidad con las reclamaciones estructurales, que aparentemente se refieren a las del conflicto capital-trabajo. No obstante, Bernabé acusa directamente a la izquierda de padecer una sobrerrepresentación de la diversidad (pp. 238), y afirma claramente que las respuestas a la troika son más importantes que las políticas de la diversidad (pp. 234). Podría concluirse, en definitiva, que la aspiración de Bernabé es la de reducir el peso de las políticas de la diversidad en la estrategia de la izquierda. Sin embargo, lo que defenderé en estas líneas es que, efectivamente, la conclusión lógica de sus hipótesis y argumentos es precisamente la de no conceder importancia a las llamadas políticas de la diversidad.
Un problema metodológico
A pesar de que las hipótesis de Bernabé son muy fuertes, no hay claridad en las definiciones ni en los mecanismos causales que deberían fundamentar las explicaciones. Conceptos centrales como posmodernismo, neoliberalismo, clase media o diversidad son definidos de forma ambigua, como si fueran conceptos evidentes por sí mismos. Y nada más lejos de la realidad, pues se tratan de elementos cuya definición es imprescindible para que la explicación sea consistente.
De forma aún más gravosa, el argumento utilizado para combinar esos conceptos es preferentemente funcionalista. Los argumentos funcionalistas son circulares y la mayor parte de las veces teleológicos, y se puede percibir con claridad que eso contamina toda la obra. Como se sabe, el funcionalismo trata de explicar el comportamiento de las partes del sistema de acuerdo a las necesidades del propio sistema. Necesidades, claro está, que han sido preestablecidas de antemano y que tampoco quedan claras. Esto es un error muy habitual en parte de la tradición marxista, aunque fue duramente combatida en los años ochenta por autores tan diversos como los marxistas analíticos (John Elster, Erik Olin Wright...) y los marxistas estructuralistas (Louis Althousser, Nicos Poulantzas, Göran Therborn... ). El problema de este tipo de explicaciones es que no son legítimas, aunque sean de recurso muy fácil. De hecho, algunos las padecemos continuamente en el quehacer cotidiano, especialmente desde las posiciones más izquierdistas. Y es que hay cierto marxismo que es capaz de explicar la irrupción de Podemos, el ascenso de Ciudadanos, la derrota de Pedro Sánchez, la victoria de Pedro Sánchez, etc. todo a partir del mismo recurso: es funcional al sistema. ¿Por qué echaron a Pedro Sánchez? Porque el sistema lo necesitaba. ¿Por qué ganó Pedro Sánchez las primarias y la moción de censura? Porque el sistema lo necesitaba. Este tipo de explicaciones son ilegítimas.
Como decía, Bernabé cae en muchas explicaciones de este tipo, aunque más sutiles. Cabe recordar que no es lo mismo decir «el Estado es utilizado por la burguesía para reforzarse», lo que sería una descripción legítima, que «el Estado existe para reforzar a la burguesía», que sería una explicación funcionalista ilegítima. Y desgraciadamente las hipótesis de Bernabé tratan de explicar fenómenos sociales a través de argumentos funcionalistas que, como veremos, son ilegítimos.
Un ejemplo de este tipo de explicaciones se ve cuando Bernabé asegura que «las mujeres de clase media estadounidense debían fumar para que la industria tabacalera pudiera aprovechar los adelantos tecnológicos» (pp. 15), explicando una acción de un grupo social a partir de las necesidades de un sistema tecnológico-empresarial, o cuando afirma que «la clase media, que fue una ficción pensada para el control social, cumple eficazmente su función» (pp. 99). De forma similar el libro sugiere, como hemos visto, que el posmodernismo es una creación del neoliberalismo para acabar con la izquierda o que el feminismo y las políticas de la diversidad son funcionales al sistema y que por ello se explica, como mínimo, su moda. Especialmente llamativo es, como hemos visto, el papel de la clase media, que parece ser explicada también por la necesidad del sistema. Este modo de argumentar es erróneo y descarta explicaciones alternativas que están mucho mejor fundadas y que para empezar describen el cómo, es decir, el mecanismo por el cual las necesidades del sistema se vinculan con las acciones individuales.
Pero es que en la trampa de la diversidad apenas hay sujetos intencionales que sean definidos. Casi todas las explicaciones operan sin sujetos activos –una característica del argumento funcionalista-. Como ahora veremos con detalle, la clase media es un espacio inerte que fue creado y evoluciona sin capacidad de decisión de sus componentes. También existe la clase trabajadora, mitificada e identificada la mayor parte de las veces con los trabajadores industriales en un grupo homogéneo que tiene a su vez traslación cuasi-perfecta en sindicatos y partidos. Y no existen las clases dominantes: no está claro quiénes son éstas, qué tipo de unidad mantienen entre sí, cómo se ponen de acuerdo y dónde están en cada momento. ¿Cómo crearon la clase media? ¿Cómo se pusieron de acuerdo para utilizar el posmodernismo? ¿Estaban todos los que conforman las clases dominantes de acuerdo en esa estrategia? ¿Qué mecanismos usan para desactivar a la izquierda y cómo lo hacen? El sujeto de acción en esta parte es en todo momento el neoliberalismo y el sistema. Es una característica clara de explicaciones funcionalistas que, insisto, no me parecen válidas.
Como consecuencia de lo anterior, el único recurso que parece que Bernabé usa para dotar de coherencia interna a su argumento es el de la ideología dominante. Toda la obra parece sugerir algún tipo de versión de la tesis de la ideología dominante, según la cual el sistema es el que modela las creencias y pensamientos –no se describe cómo, más allá de vagas referencias al cambiante sentido común- de una parte de la sociedad –tampoco queda claro por qué a una parte y no a toda. Así, según la tesis de Bernabé el sistema es capaz de crear una identidad aspiracional en una parte de la clase trabajadora, lo que la convertiría en esa clase media aspiracional que es una ficción, mientras que no es capaz de llegar a otra parte de la clase trabajadora, que quedaría protegida de dichas influencias. Nada de esto queda claro cómo sucede y por qué.
Probablemente no sea el lugar para profundizar sobre las críticas a estos procedimientos explicativos, pero al menos sí debo hacer notar mi discrepancia con la ausencia de fuentes empíricas que apoyen las hipótesis. Por ejemplo, se asegura que las clases, y la sociedad en su conjunto, ha cambiado su modo de pensar e incluso sus valores, pero las fuentes utilizadas son indirectas y meramente culturales. En efecto, el apoyo de Bernabé es la interpretación de libros y películas, de los que extrae comportamientos generalizables al conjunto. Pero, entre otras dudas, ¿estamos seguros de que esas obras elegidas son reflejo de la sociedad en cada momento? La pregunta no es menor, porque tanto las hipótesis como el conjunto del espíritu del libro nos describe una sociedad que, invadida por el neoliberalismo, ha difundido con éxito valores basados en la competitividad y el individualismo. Y aunque eso suceda en determinadas obras de ficción, que probablemente operan más como casos extremos que como reflejos, en la realidad no parece observarse. En todas las encuestas recientes los españoles sitúan a la familia como la principal prioridad, por encima de los ingresos del hogar o del trabajo (una puntuación de 9,2 sobre 10 en el caso de la encuesta de valores humanos del BBVA de junio de 2013 y de 9,69 en el barómetro del CIS de octubre de 2016). Respecto al trabajo, es mayoritario en España el enfoque de que ha de permitir un equilibrio con la vida, por encima de ganar más sueldo (la citada encuesta de BBVA), y en todas las encuestas la ciudadanía española contesta que prefiere pagar impuestos y tener buen sistema de servicios públicos a pagar menos impuestos y tener peor o ningún sistema de servicios públicos. Todos estos datos se repiten continuamente y parecen desmentir la hipótesis sobre el triunfo del neoliberalismo cultural en nuestra sociedad, que es uno de los ejes del libro de Bernabé. Cabría hacer un examen más pormenorizado, pero este no es el lugar. Me limito a observar lo frágil de las fuentes en las que se apoyan las hipótesis del autor.
Al fin y al cabo, lo más probable es que el trabajador de reparto a domicilio trabaje a destajo y precariamente porque lo necesita para sobrevivir en un mercado ferozmente competitivo (que no es rasgo únicamente de la etapa posmoderna) y que no proteste ni se sindique sobre todo por dificultades estructurales y no tanto porque haya sido contagiado con el virus neoliberal de la competencia desenfrenada. En esto, creo que hay que ser mucho más ortodoxo y clásico de lo que lo es Bernabé, y debemos atender más a la dinámica y lógica del sistema y de sus instituciones concretas (mercados, reglas, etc.) que a los elementos culturales que, antes de servir para cohesionar como presupone toda lógica funcionalista, son contradictorios y abiertos.
Posmodernismo
El posmodernismo es uno de los ejes del libro, pero como hemos dicho es definido de forma vaga. No obstante, desde luego es obvio que aquí es entendido como creación cultural del sistema para acabar con la izquierda. Esto queda claro en los pasajes en los que se refiere a los nuevos filósofos franceses de los años setenta del siglo XX. Según Bernabé, quien en esto sigue a Perry Anderson, esos filósofos (Jean-François Lyotard, Michel Foucault, Jacques Derrida...) fueron lanzados a la fama por la burguesía francesa para evitar que el Partido Comunista Francés pudiera llegar al Gobierno aprovechando la ventaja de que «para hacer frente a los comunistas se debía contar con alguien percibido como afín a lo rebelde, no a lo conservador» (pp. 47).
Esta explicación del surgimiento del posmodernismo, o de su moda y difusión, descarta otras explicaciones alternativas que son mucho más rigurosas. Por ejemplo, que el posmodernismo fue una de las reacciones de la izquierda ante la crisis evidente tanto de los proyectos políticos realizados en su nombre como, sobre todo, del marco teórico historicista propio del marxismo. Es decir, los autores de la nueva izquierda francesa, incluidos bajo la etiqueta de posmodernismo, iniciaron un nuevo tipo de revisionismo de las tesis originales del marxismo. Un revisionismo diferente al de Bernstein o el de Lenin, pero revisionismo al fin y al cabo.
Cabe recordar, como hace también Bernabé, que el posmodernismo es una reacción contra el sentido de historicidad propio de la modernidad, es decir, con la idea teleológica y determinista de que las sociedades progresan de acuerdo a unas leyes inmanentes que garantizan su evolución hasta una meta final que ya estaba contenida en el inicio. Esa, la historicidad, es una característica no sólo del marxismo sino también del liberalismo y, en suma, de cualquier proyecto de modernidad. A partir de ese esquema teleológico, que Marx hereda de Hegel, el marxismo clásico elaboró y desarrolló determinadas trayectorias esperables del sistema económico y de la estructura de clases. Por ejemplo, Marx y después Kautsky y toda la II Internacional, teorizaron la polarización de clases entre la cada vez más rica burguesía y el cada vez más pobre proletariado. De la no realización de esas predicciones surge el primer tipo de revisionismo, el de Bernstein y la socialdemocracia alemana. Pero los autores clásicos también teorizaron que las sociedades socialistas sólo podrían construirse cuando las relaciones de producción capitalistas se hubieran desarrollado al completo, cosa que el revisionismo de Lenin también combatió posteriormente. Y tras el ascenso del fascismo, la extensión de la clase media, la II Guerra Mundial, la estabilización de la economía, el acceso a bienestar material por parte del proletariado, etc. el otro gran tipo de revisionismo que devino fue el de los autores posmodernos.
Efectivamente, según muchos de esos autores posmodernos «se creó una especie de presente continuo, donde se abandonaba el sentido de continuidad y por tanto de aprendizajes históricos o conclusiones para el mañana» (pp. 52), que suponía abandonar por completo los principios básicos de lo que se conoció como materialismo histórico. Todo ello es cierto, y la tendencia a abandonar el estudio de la economía política redujo notablemente la capacidad de estos autores de hacer una crítica rigurosa y sobre todo efectiva al sistema capitalista en su conjunto. Es el salto que ve bien entre el estructuralismo y el posestructuralismo. Pero también es cierto que entre muchas de sus obras pueden encontrarse lúcidos comentarios sobre el papel del lenguaje, de la cultura y de aspectos no economicistas de la sociedad.
En consecuencia, sería inapropiado no ver al posmodernismo como una reacción cultural ante las insuficiencias teóricas y prácticas del proyecto modernista del marxismo. Y es del todo arriesgado, y erróneo, limitarse a verlo como una reacción del sistema ante un hipotético avance definitivo del marxismo y sus instituciones. En primer lugar, porque idealiza el status del marxismo en aquellos años, que distaba de ser perfecto y masivo. En segundo lugar, porque contribuye a inhibir de posibles críticas a ese mismo marxismo al verlas como potenciales ataques de los enemigos de clase, en la peor de las tradiciones del dogmatismo marxista. En definitiva, conviene abandonar la explicación funcionalista por una basada en un análisis concreto de una realidad que distaba mucho de ser ideal.
Clase media
Operando con una metodología similar, Bernabé identifica a la clase media como un producto cultural del neoliberalismo y descarta entenderla como una realidad compleja que tiene causas económicas, sociales y culturales.
En realidad no queda claro en qué momento y por qué surge, para Bernabé, la clase media. En un pasaje se dice que en los años ochenta algunos votantes «anhelaban sentirse diferentes una vez que la perspectiva de transformar el mundo parecía posponerse indefinidamente» (pp. 70), sugiriendo que se trata de otra creación cultural del neoliberalismo para garantizarse la hegemonía política. Según esta interpretación, que se deduce de las páginas del libro, la clase media fue creada para contar «con la aquiescencia de una parte de la población entusiasmada por un nuevo espíritu de individualidad mientras que la izquierda era asediada por la duda posmoderna» (pp. 74). No obstante, Bernabé precisa que esos «nuevos votantes no querían formar parte de ninguna clase social, aunque de hecho lo fueran, ya que ser parte de una clase, una categoría dentro de la producción capitalista, no se elige» (pp. 71). Como se puede comprobar, si la descripción de Bernabé es cierta estaríamos ante un inteligente doble movimiento del neoliberalismo, que conseguía quitar a la izquierda una parte de su base social creando la clase media y al mismo tiempo creaba para el resto un producto de despiste llamado posmodernismo. Es improbable que las cosas sucedieran de ese modo.
La clase media no es una creación de la burguesía ni del neoliberalismo. De nuevo, es distinto decir que la clase media es la base social en la que se apoya el neoliberalismo que decir que la clase media se explica por su apoyo al neoliberalismo. Lo primero es legítimo y lo segundo no. La clase media es el concepto que se ha usado tradicionalmente para poner de relieve las insuficiencias del modelo dicotómico de capitalistas/trabajadores propio de la Economía Política clásica y especialmente del marxismo. Hace referencia, en todo caso, a realidades heterogéneas que no encajaban en ninguno de los dos modelos ideales señalados, y podían incluir desde el artesanado precapitalista o capitalista hasta el directivo de grandes empresas, pasando por el trabajador no manual de una empresa de servicios. En realidad, nunca ha existido en la estructura de clases un sistema dicotómico como el que se usa de forma abstracta en el estudio de la economía política clásica. Marx era consciente de ello, pero él pensaba que la dinámica del capitalismo llevaría a una polarización entre trabajadores y capitalistas, lo que haría que esos estratos intermedios desaparecerían absorbidos por algunos de los dos polos, particularmente hacia el de los trabajadores. Esa predicción no fue correcta, y de ahí devino la primera gran crisis del marxismo a principios del siglo XX. Fue la dinámica del capitalismo la que moldeó la estructura de clases en cada país, haciéndola más heterogénea y compleja de acuerdo a la propia estructuración de la división del trabajo. Más allá de cómo se defina la clase trabajadora, algo en lo que tampoco fue claro Marx, como tampoco Lenin o Gramsci, lo cierto es que la complejidad de la estructura de clases ha llevado a múltiples análisis con nuevas categorías económicas, sociales o culturales dentro del marxismo. Pero en la mayoría de esos estudios de clase desde una perspectiva marxista se considera a los estratos económicos que entran dentro del concepto de clase media como el resultado de la lógica del propio capitalismo y sus relaciones de producción, y en ningún caso se puede simplificar como una creación cultural. Entre otras cosas porque las bases materiales de esos sectores existen y es muy importante entenderla.
No cabe duda de que el sentimiento de pertenencia a la clase media es una construcción cultural que depende, de alguna manera, de las bases materiales de las personas referidas. Así, es más improbable que una familia de bajos ingresos se considere de clase media que una de altos ingresos, pero no es imposible. El hecho de que esto pueda suceder no es porque sea necesario para el sistema sino porque hay una encarnizada batalla cultural y política por la construcción de identidad, que como veremos ahora tampoco es una cuestión solamente de discurso. En 1992 el porcentaje de españoles que se consideraba de clase media era del 47,5%, mientras que en 2007 ese porcentaje era del 63,4%. En el peor momento de la crisis y los recortes, 2013, el porcentaje disminuyó hasta el 48,3% y actualmente es del 57,2%. Se puede suponer que estamos ante una evolución correlacionada con la actividad económica de nuestro país, lo que no parece que sea debido a la necesidad del sistema o el deseo de los gobernantes. Un problema adicional es que Bernabé parece defender que la clase media es una construcción que deviene, lógicamente, junto con el neoliberalismo. A mi juicio, como se ha podido deducir ya, esto no tiene mucho sentido. En 1974 el 55% de la población española se definía como clase media, lo que es un porcentaje similar al actual. Es cierto que es perfectamente posible definirse como clase media y clase trabajadora al mismo tiempo, y es una hipótesis a considerar que el porcentaje de gente que se define como clase trabajadora haya disminuido (desgraciadamente no tenemos datos), pero eso estará vinculado a otros problemas no abordados en el libro de Bernabé.
Idealización del movimiento obrero del siglo XX
En realidad, hay una idealización exagerada del movimiento obrero del siglo XX. Incluso refiriéndose a los años setenta, Bernabé dice que «hablamos de un contexto donde la organización sindical era abrumadora, donde la hegemonía de las ideas de izquierdas era prácticamente total en la sociedad» (pp. 47). En ninguna parte se apoyan con datos esta hipótesis y, de hecho, el resultado electoral de los partidos que eran de izquierdas no parece acreditar tales afirmaciones. Los partidos eurocomunistas tuvieron mejores resultados que los partidos que les sucedieron, por ejemplo, pero lo hicieron al coste de renunciar a muchos de los postulados básicos de la izquierda. Lo mismo se puede decir de los partidos socialdemócratas, convertidos ya de facto en los setenta y ochenta en partidos socioliberales. Pero incluso si nos remontamos a principios del siglo pasado, las propias instituciones del movimiento obrero –partidos y sindicatos fundamentalmente- siempre estuvieron fragmentadas, divididas y enfrentadas como consecuencia de discrepancias esenciales en diagnósticos y estrategias. De hecho, no es fácil identificar en la historia o en el presente cuál es la verdadera “idea de izquierdas” que ha de hegemonizar al resto. Parece todo el relato más bien una racionalización a posteriori.
En otra ocasión, Bernabé habla de que «si a mediados de los setenta existía una ideología realmente transversal a la cuestión de raza, nacionalidad, etnia o religión esa era la del socialismo, que en sus múltiples encarnaciones estaba presente en los Gobiernos o el juego político de todos los continentes habitados» (pp. 51), algo que parece avalar su hipótesis sobre la trampa de la diversidad pero que no es posible contrastar afirmativamente. ¿No será tal vez que eso sólo sucedía en la teoría, y tampoco por completo, y que en la práctica se dejaba fuera de lugar las reclamaciones del feminismo, ecologismo y otras demandas distintas a las del capital-trabajo, motivo por el cual surgieron después críticas desde dentro?
En general, todo el libro aborda el pasado pre-neoliberal de una forma cuasi-nostálgica y mitificada en la que el movimiento obrero parecía estar al borde de hacer la revolución, se autoidentificaba como clase trabajadora y luchaba en consecuencia, pero un montón de obstáculos creados por el neoliberalismo impidieron su realización. El propio Bernabé vincula claramente la derrota de la clase trabajadora a la irrupción de la clase media cuando afirma que «la identidad de clase trabajadora fue barrida por el concepto totalizador de clase media y rellenada por decenas de identidades frágiles, cambiantes, superficiales y sin una conexión real con la vida de los individuos» (pp. 183). Creo que se trata de una explicación poco realista, no fundada y que funciona como frágil sostén de sus hipótesis para explicar la situación actual de la izquierda.
Ultraderecha, discurso y conclusiones
En la misma línea que combina mitificación del movimiento obrero con argumentos funcionalistas, Bernabé da explicación al surgimiento del fascismo. En suma: el fascismo habría surgido en los años veinte y treinta para frenar la revolución roja. Entre otras cosas, dice el autor: «con el auge revolucionario izquierdista y sindical, los fascistas tuvieron que adaptar su mensaje al contenido obrerista, en ese momento el centro del tablero político» (pp. 176). Esto parece contradecir todos los hechos históricos, dado que el fascismo en ningún momento se adapta al mensaje obrerista sino que es mensaje y proyecto obrerista desde el principio. La figura de Mussolini, quien había sido dirigente comunista, ilustra a la perfección que no hizo falta ninguna adaptación. El fascismo es un proyecto en sí mismo, que desde luego fue preferido –y alentado posteriormente- por la burguesía frente al socialismo, pero que se explica por fenómenos distintos a los de la conspiración burguesa. El problema de esta forma de ver las cosas es que, de nuevo, el argumento funcionalista nos impide comprender las raíces y causas reales del fascismo. Tanto del pasado como del presente. Otras explicaciones del fascismo son más verosímiles, además de más materialistas. Ernest Bloch, por ejemplo, consideraba que el marxismo alemán había centrado su atención en el proletariado industrial, excluyendo al campesino de su proyecto y éste, desesperado como lo estaban todos los trabajadores en aquellos años de crisis económica, abrazó el fascismo. Karl Polanyi, en cambio, consideraba que el fascismo era un resultado natural, como también lo era el socialismo, ante la crisis económica que provocaba el desarrollo del libre mercado y que fuera uno u otro proyecto el vencedor dependía de batallas políticas. Pero en ningún caso se reducía el fascismo a un proyecto de reacción ante el socialismo sino ante los efectos negativos del capitalismo. Por eso la ultraderecha crece hoy en el norte de Europa, por razones materiales y culturales vinculadas al desarrollo capitalista, y no porque haya una revolución roja en ciernes.
Y desde luego, el problema no es únicamente de discurso. La sorpresa es mayúscula al comprobar que Bernabé tira de bagaje ortodoxo en múltiples campos (el esquema dicotómico de clases, el determinismo que le lleva a imaginar que la trayectoria normal tras la crisis era el crecimiento de la izquierda, una visión teleológica implícita en todo el libro...) pero que deviene en posmarxismo textualista a la hora de identificar las causas del crecimiento de la ultraderecha.
Así, Bernabé considera que «tras años en los que la izquierda, en vez de buscar qué unía a grupos diferentes y desiguales para encontrar una acción política común, pasó a destacar las diferencias entre esos grupos para intentar seducirlos aisladamente, el discurso de la ultraderecha encontró un asiento que parece respaldarlo» (pp. 186). Y concluye que «mientras que la izquierda no ha sabido articular un discurso que conjugue su defensa del multiculturalismo con estos conflictos (...) la ultraderecha ha sido lo suficientemente hábil para ampliar su base electoral haciendo que el mercado de la diversidad juegue en su favor» (pp. 199). En todo el capítulo dedicado a la ultraderecha actual el problema parece ser de discurso y no de una práctica política material. Y esto es importante, porque lo que está diciendo Bernabé, aunque no se atreve a llegar tan lejos explícitamente, es que hay que dejar de hablar tanto de diversidad y hablar más de clase trabajadora y de sus «problemas cotidianos». Todo esto es central.
En primer lugar, porque al situar el problema en el ámbito discursivo comete los mismos errores que los autores posmodernos a los que lleva criticando todo el libro, y descarta hacer referencia a la construcción de identidad que se hace a través de la praxis. Precisamente es ahí donde está la respuesta necesaria de la izquierda ante los retos actuales, pues es en la construcción de tejido social antifascista/socialista (la creación de ateneos, cooperativas, clubes, bares, bibliotecas, asociaciones de vecinos, etc.) donde residió la fuerza del movimiento obrero del siglo XIX y la vacuna contra el fascismo. Y es en esa práctica material donde no es necesario tener que elegir entre discursos de la diversidad y discursos de clase, puesto que en la práctica es posible combinar ambas expresiones.
En segundo lugar, porque incluso al terminar el libro no queda nada claro a qué se está refiriendo Bernabé con la cuestión de la diversidad. Examinados sus presupuestos metodológicos uno puede concluir, como he hecho yo, que se refiere a todo aquello que no sea el conflicto capital-trabajo y la cuestión material. Pero no queda nada claro qué integra “la diversidad” y qué no lo hace. ¿Por qué iba a ser menos material las políticas para dejar de consumir plástico que un nuevo convenio colectivo que reconozca el teletrabajo? ¿Por qué no se considera “problema cotidiano” el machismo o la homofobia si para millones de personas eso es precisamente el eje central de su contradicción con el sistema? ¿Por qué a una pensionista mujer y lesbiana le debe parecer más importante hablar de clase trabajadora que de feminismo y políticas de diversidad?
El problema es que, como avancé en las primeras líneas, la conclusión lógica de todos estos argumentos, y que se deriva también de las preguntas que acabo de lanzar, es precisamente la que no quiere aceptar Bernabé: que la política de la diversidad no es importante. Aunque no sea su pretensión, el libro de Bernabé es un instrumento útil para negar las políticas de diversidad. Aunque él afirma que se trata de negar sólo la instrumentalización que se hace de esas políticas, lo cierto es que podría decirse lo mismo de la tecnología, las instituciones, el lenguaje y así sucesivamente con todas las herramientas que, siendo buenas, pueden usarse también para el mal. Pero él ha escrito un libro llamado la trampa de la diversidad y no la trampa de la tecnología.
Y, en realidad, este es el motivo por el que tras terminar de leer el libro opté por hacer la crítica. Sabiendo que me dejaba muchas cosas en el tintero, que ya es suficientemente larga la crítica, y movido por el compatible respeto al autor, consideré necesario apuntar algunos comentarios que espero puedan servir para que la izquierda no recorra el camino que se sugiere lógicamente en todo el libro. Me gustaría, por el contrario, que los lectores de este y otros libros, evitaran las argumentaciones funcionalistas y trataran de explicar los mismos fenómenos que nos preocupan a partir de presupuestos metodológicos distintos y más rigurosos. Al fin y al cabo, Bernabé aborda problemas muy reales, muchos de los cuales no he tenido espacio para reseñar (como el del tipo de compromiso militante, la espectacularización de la política, el mercado de consumo en general, etc.) pero que requieren una respuesta adecuada y contundente de la izquierda. Pero, honestamente, creo que el planteamiento de este libro no ayuda a ello.
El razonamiento del libro podría resumirse del siguiente modo. El neoliberalismo es un proyecto estratégico de las élites que ha utilizado al posmodernismo para desmantelar a la izquierda y para extender su amoralidad y cinismo como valores aceptables. Esto lo habría conseguido a través de dos mecanismos. El primero, usando reivindicaciones justas, como las del feminismo y la defensa de los animales, para blanquear valores culturales tales como el de la competitividad y el individualismo. De esa forma el neoliberalismo extiende la cultura del posmodernismo por todos los ámbitos de la sociedad sin que sea percibido como algo negativo sino, de hecho, todo lo contrario. El segundo, el neoliberalismo es la causa de la gran ficción de la clase media, una identidad aspiracional que fue fortalecida para que sirviera de guardia pretoriana al nuevo orden en detrimento de la clase trabajadora industrial. La consecuencia de todo ello habría sido doble. Por un lado, la política se ha transformado en un producto en sí mismo en la que las organizaciones políticas tratan de dar respuesta a unas identidades débiles y fragmentadas, haciendo que los movimientos críticos contemporáneos sean una herramienta inútil para los problemas cotidianos de la gente. Por otro lado, este proceso evita que hallemos esa identidad que nos lleve a la ideología de la acción política colectiva, esto es, a una identidad común de las víctimas del capitalismo y el neoliberalismo que nos permita conseguir objetivos políticos también comunes. En suma, la trampa de la diversidad es precisamente este proceso por el cual lo que aparentemente es bueno y justo, el reconocimiento de la diversidad, es usado por el neoliberalismo como arma para fortalecer su proyecto social y político.
Como se puede comprobar, Bernabé lanza varias hipótesis fuertes y muy polémicas. A mi juicio, la mayoría de ellas no quedan demostradas en su libro y hay razones fundadas para pensar que son erróneas. Además, pienso que asumir como cierto el argumento del autor conllevaría empujar a la izquierda a posiciones políticas inadecuadas. No obstante, antes de entrar en la crítica en sí, cabe hacer un apunte preliminar.
Bernabé no parece querer llegar a ninguna conclusión política tan fuerte como sus hipótesis, y de hecho su libro concluye limitándose a reconocer la trampa de la diversidad pero sin proporcionar herramientas para combatirla. Creo que es fácil imaginar por qué. Las políticas de la diversidad incluyen aspectos como abolir la tauromaquia o usar un lenguaje no sexista, de modo que negarle cierto grado de importancia sería equivalente a recaer en un discurso ortodoxo y economicista propio de la II Internacional. Y Bernabé trata de que esa no sea la conclusión. A pesar de eso, él mismo reconoce que «la hipótesis (...) de renunciar a las políticas de representación una vez que la diversidad se ha vuelto un producto identitario, podría parecer la respuesta más obvia para concluir este libro» (pp. 231). Por eso durante toda la obra recuerda que no es un libro contra la diversidad y que lo importante para él es encontrar alguna forma de compatibilizar las políticas de diversidad con las reclamaciones estructurales, que aparentemente se refieren a las del conflicto capital-trabajo. No obstante, Bernabé acusa directamente a la izquierda de padecer una sobrerrepresentación de la diversidad (pp. 238), y afirma claramente que las respuestas a la troika son más importantes que las políticas de la diversidad (pp. 234). Podría concluirse, en definitiva, que la aspiración de Bernabé es la de reducir el peso de las políticas de la diversidad en la estrategia de la izquierda. Sin embargo, lo que defenderé en estas líneas es que, efectivamente, la conclusión lógica de sus hipótesis y argumentos es precisamente la de no conceder importancia a las llamadas políticas de la diversidad.
Un problema metodológico
A pesar de que las hipótesis de Bernabé son muy fuertes, no hay claridad en las definiciones ni en los mecanismos causales que deberían fundamentar las explicaciones. Conceptos centrales como posmodernismo, neoliberalismo, clase media o diversidad son definidos de forma ambigua, como si fueran conceptos evidentes por sí mismos. Y nada más lejos de la realidad, pues se tratan de elementos cuya definición es imprescindible para que la explicación sea consistente.
De forma aún más gravosa, el argumento utilizado para combinar esos conceptos es preferentemente funcionalista. Los argumentos funcionalistas son circulares y la mayor parte de las veces teleológicos, y se puede percibir con claridad que eso contamina toda la obra. Como se sabe, el funcionalismo trata de explicar el comportamiento de las partes del sistema de acuerdo a las necesidades del propio sistema. Necesidades, claro está, que han sido preestablecidas de antemano y que tampoco quedan claras. Esto es un error muy habitual en parte de la tradición marxista, aunque fue duramente combatida en los años ochenta por autores tan diversos como los marxistas analíticos (John Elster, Erik Olin Wright...) y los marxistas estructuralistas (Louis Althousser, Nicos Poulantzas, Göran Therborn... ). El problema de este tipo de explicaciones es que no son legítimas, aunque sean de recurso muy fácil. De hecho, algunos las padecemos continuamente en el quehacer cotidiano, especialmente desde las posiciones más izquierdistas. Y es que hay cierto marxismo que es capaz de explicar la irrupción de Podemos, el ascenso de Ciudadanos, la derrota de Pedro Sánchez, la victoria de Pedro Sánchez, etc. todo a partir del mismo recurso: es funcional al sistema. ¿Por qué echaron a Pedro Sánchez? Porque el sistema lo necesitaba. ¿Por qué ganó Pedro Sánchez las primarias y la moción de censura? Porque el sistema lo necesitaba. Este tipo de explicaciones son ilegítimas.
Como decía, Bernabé cae en muchas explicaciones de este tipo, aunque más sutiles. Cabe recordar que no es lo mismo decir «el Estado es utilizado por la burguesía para reforzarse», lo que sería una descripción legítima, que «el Estado existe para reforzar a la burguesía», que sería una explicación funcionalista ilegítima. Y desgraciadamente las hipótesis de Bernabé tratan de explicar fenómenos sociales a través de argumentos funcionalistas que, como veremos, son ilegítimos.
Un ejemplo de este tipo de explicaciones se ve cuando Bernabé asegura que «las mujeres de clase media estadounidense debían fumar para que la industria tabacalera pudiera aprovechar los adelantos tecnológicos» (pp. 15), explicando una acción de un grupo social a partir de las necesidades de un sistema tecnológico-empresarial, o cuando afirma que «la clase media, que fue una ficción pensada para el control social, cumple eficazmente su función» (pp. 99). De forma similar el libro sugiere, como hemos visto, que el posmodernismo es una creación del neoliberalismo para acabar con la izquierda o que el feminismo y las políticas de la diversidad son funcionales al sistema y que por ello se explica, como mínimo, su moda. Especialmente llamativo es, como hemos visto, el papel de la clase media, que parece ser explicada también por la necesidad del sistema. Este modo de argumentar es erróneo y descarta explicaciones alternativas que están mucho mejor fundadas y que para empezar describen el cómo, es decir, el mecanismo por el cual las necesidades del sistema se vinculan con las acciones individuales.
Pero es que en la trampa de la diversidad apenas hay sujetos intencionales que sean definidos. Casi todas las explicaciones operan sin sujetos activos –una característica del argumento funcionalista-. Como ahora veremos con detalle, la clase media es un espacio inerte que fue creado y evoluciona sin capacidad de decisión de sus componentes. También existe la clase trabajadora, mitificada e identificada la mayor parte de las veces con los trabajadores industriales en un grupo homogéneo que tiene a su vez traslación cuasi-perfecta en sindicatos y partidos. Y no existen las clases dominantes: no está claro quiénes son éstas, qué tipo de unidad mantienen entre sí, cómo se ponen de acuerdo y dónde están en cada momento. ¿Cómo crearon la clase media? ¿Cómo se pusieron de acuerdo para utilizar el posmodernismo? ¿Estaban todos los que conforman las clases dominantes de acuerdo en esa estrategia? ¿Qué mecanismos usan para desactivar a la izquierda y cómo lo hacen? El sujeto de acción en esta parte es en todo momento el neoliberalismo y el sistema. Es una característica clara de explicaciones funcionalistas que, insisto, no me parecen válidas.
Como consecuencia de lo anterior, el único recurso que parece que Bernabé usa para dotar de coherencia interna a su argumento es el de la ideología dominante. Toda la obra parece sugerir algún tipo de versión de la tesis de la ideología dominante, según la cual el sistema es el que modela las creencias y pensamientos –no se describe cómo, más allá de vagas referencias al cambiante sentido común- de una parte de la sociedad –tampoco queda claro por qué a una parte y no a toda. Así, según la tesis de Bernabé el sistema es capaz de crear una identidad aspiracional en una parte de la clase trabajadora, lo que la convertiría en esa clase media aspiracional que es una ficción, mientras que no es capaz de llegar a otra parte de la clase trabajadora, que quedaría protegida de dichas influencias. Nada de esto queda claro cómo sucede y por qué.
Probablemente no sea el lugar para profundizar sobre las críticas a estos procedimientos explicativos, pero al menos sí debo hacer notar mi discrepancia con la ausencia de fuentes empíricas que apoyen las hipótesis. Por ejemplo, se asegura que las clases, y la sociedad en su conjunto, ha cambiado su modo de pensar e incluso sus valores, pero las fuentes utilizadas son indirectas y meramente culturales. En efecto, el apoyo de Bernabé es la interpretación de libros y películas, de los que extrae comportamientos generalizables al conjunto. Pero, entre otras dudas, ¿estamos seguros de que esas obras elegidas son reflejo de la sociedad en cada momento? La pregunta no es menor, porque tanto las hipótesis como el conjunto del espíritu del libro nos describe una sociedad que, invadida por el neoliberalismo, ha difundido con éxito valores basados en la competitividad y el individualismo. Y aunque eso suceda en determinadas obras de ficción, que probablemente operan más como casos extremos que como reflejos, en la realidad no parece observarse. En todas las encuestas recientes los españoles sitúan a la familia como la principal prioridad, por encima de los ingresos del hogar o del trabajo (una puntuación de 9,2 sobre 10 en el caso de la encuesta de valores humanos del BBVA de junio de 2013 y de 9,69 en el barómetro del CIS de octubre de 2016). Respecto al trabajo, es mayoritario en España el enfoque de que ha de permitir un equilibrio con la vida, por encima de ganar más sueldo (la citada encuesta de BBVA), y en todas las encuestas la ciudadanía española contesta que prefiere pagar impuestos y tener buen sistema de servicios públicos a pagar menos impuestos y tener peor o ningún sistema de servicios públicos. Todos estos datos se repiten continuamente y parecen desmentir la hipótesis sobre el triunfo del neoliberalismo cultural en nuestra sociedad, que es uno de los ejes del libro de Bernabé. Cabría hacer un examen más pormenorizado, pero este no es el lugar. Me limito a observar lo frágil de las fuentes en las que se apoyan las hipótesis del autor.
Al fin y al cabo, lo más probable es que el trabajador de reparto a domicilio trabaje a destajo y precariamente porque lo necesita para sobrevivir en un mercado ferozmente competitivo (que no es rasgo únicamente de la etapa posmoderna) y que no proteste ni se sindique sobre todo por dificultades estructurales y no tanto porque haya sido contagiado con el virus neoliberal de la competencia desenfrenada. En esto, creo que hay que ser mucho más ortodoxo y clásico de lo que lo es Bernabé, y debemos atender más a la dinámica y lógica del sistema y de sus instituciones concretas (mercados, reglas, etc.) que a los elementos culturales que, antes de servir para cohesionar como presupone toda lógica funcionalista, son contradictorios y abiertos.
Posmodernismo
El posmodernismo es uno de los ejes del libro, pero como hemos dicho es definido de forma vaga. No obstante, desde luego es obvio que aquí es entendido como creación cultural del sistema para acabar con la izquierda. Esto queda claro en los pasajes en los que se refiere a los nuevos filósofos franceses de los años setenta del siglo XX. Según Bernabé, quien en esto sigue a Perry Anderson, esos filósofos (Jean-François Lyotard, Michel Foucault, Jacques Derrida...) fueron lanzados a la fama por la burguesía francesa para evitar que el Partido Comunista Francés pudiera llegar al Gobierno aprovechando la ventaja de que «para hacer frente a los comunistas se debía contar con alguien percibido como afín a lo rebelde, no a lo conservador» (pp. 47).
Esta explicación del surgimiento del posmodernismo, o de su moda y difusión, descarta otras explicaciones alternativas que son mucho más rigurosas. Por ejemplo, que el posmodernismo fue una de las reacciones de la izquierda ante la crisis evidente tanto de los proyectos políticos realizados en su nombre como, sobre todo, del marco teórico historicista propio del marxismo. Es decir, los autores de la nueva izquierda francesa, incluidos bajo la etiqueta de posmodernismo, iniciaron un nuevo tipo de revisionismo de las tesis originales del marxismo. Un revisionismo diferente al de Bernstein o el de Lenin, pero revisionismo al fin y al cabo.
Cabe recordar, como hace también Bernabé, que el posmodernismo es una reacción contra el sentido de historicidad propio de la modernidad, es decir, con la idea teleológica y determinista de que las sociedades progresan de acuerdo a unas leyes inmanentes que garantizan su evolución hasta una meta final que ya estaba contenida en el inicio. Esa, la historicidad, es una característica no sólo del marxismo sino también del liberalismo y, en suma, de cualquier proyecto de modernidad. A partir de ese esquema teleológico, que Marx hereda de Hegel, el marxismo clásico elaboró y desarrolló determinadas trayectorias esperables del sistema económico y de la estructura de clases. Por ejemplo, Marx y después Kautsky y toda la II Internacional, teorizaron la polarización de clases entre la cada vez más rica burguesía y el cada vez más pobre proletariado. De la no realización de esas predicciones surge el primer tipo de revisionismo, el de Bernstein y la socialdemocracia alemana. Pero los autores clásicos también teorizaron que las sociedades socialistas sólo podrían construirse cuando las relaciones de producción capitalistas se hubieran desarrollado al completo, cosa que el revisionismo de Lenin también combatió posteriormente. Y tras el ascenso del fascismo, la extensión de la clase media, la II Guerra Mundial, la estabilización de la economía, el acceso a bienestar material por parte del proletariado, etc. el otro gran tipo de revisionismo que devino fue el de los autores posmodernos.
Efectivamente, según muchos de esos autores posmodernos «se creó una especie de presente continuo, donde se abandonaba el sentido de continuidad y por tanto de aprendizajes históricos o conclusiones para el mañana» (pp. 52), que suponía abandonar por completo los principios básicos de lo que se conoció como materialismo histórico. Todo ello es cierto, y la tendencia a abandonar el estudio de la economía política redujo notablemente la capacidad de estos autores de hacer una crítica rigurosa y sobre todo efectiva al sistema capitalista en su conjunto. Es el salto que ve bien entre el estructuralismo y el posestructuralismo. Pero también es cierto que entre muchas de sus obras pueden encontrarse lúcidos comentarios sobre el papel del lenguaje, de la cultura y de aspectos no economicistas de la sociedad.
En consecuencia, sería inapropiado no ver al posmodernismo como una reacción cultural ante las insuficiencias teóricas y prácticas del proyecto modernista del marxismo. Y es del todo arriesgado, y erróneo, limitarse a verlo como una reacción del sistema ante un hipotético avance definitivo del marxismo y sus instituciones. En primer lugar, porque idealiza el status del marxismo en aquellos años, que distaba de ser perfecto y masivo. En segundo lugar, porque contribuye a inhibir de posibles críticas a ese mismo marxismo al verlas como potenciales ataques de los enemigos de clase, en la peor de las tradiciones del dogmatismo marxista. En definitiva, conviene abandonar la explicación funcionalista por una basada en un análisis concreto de una realidad que distaba mucho de ser ideal.
Clase media
Operando con una metodología similar, Bernabé identifica a la clase media como un producto cultural del neoliberalismo y descarta entenderla como una realidad compleja que tiene causas económicas, sociales y culturales.
En realidad no queda claro en qué momento y por qué surge, para Bernabé, la clase media. En un pasaje se dice que en los años ochenta algunos votantes «anhelaban sentirse diferentes una vez que la perspectiva de transformar el mundo parecía posponerse indefinidamente» (pp. 70), sugiriendo que se trata de otra creación cultural del neoliberalismo para garantizarse la hegemonía política. Según esta interpretación, que se deduce de las páginas del libro, la clase media fue creada para contar «con la aquiescencia de una parte de la población entusiasmada por un nuevo espíritu de individualidad mientras que la izquierda era asediada por la duda posmoderna» (pp. 74). No obstante, Bernabé precisa que esos «nuevos votantes no querían formar parte de ninguna clase social, aunque de hecho lo fueran, ya que ser parte de una clase, una categoría dentro de la producción capitalista, no se elige» (pp. 71). Como se puede comprobar, si la descripción de Bernabé es cierta estaríamos ante un inteligente doble movimiento del neoliberalismo, que conseguía quitar a la izquierda una parte de su base social creando la clase media y al mismo tiempo creaba para el resto un producto de despiste llamado posmodernismo. Es improbable que las cosas sucedieran de ese modo.
La clase media no es una creación de la burguesía ni del neoliberalismo. De nuevo, es distinto decir que la clase media es la base social en la que se apoya el neoliberalismo que decir que la clase media se explica por su apoyo al neoliberalismo. Lo primero es legítimo y lo segundo no. La clase media es el concepto que se ha usado tradicionalmente para poner de relieve las insuficiencias del modelo dicotómico de capitalistas/trabajadores propio de la Economía Política clásica y especialmente del marxismo. Hace referencia, en todo caso, a realidades heterogéneas que no encajaban en ninguno de los dos modelos ideales señalados, y podían incluir desde el artesanado precapitalista o capitalista hasta el directivo de grandes empresas, pasando por el trabajador no manual de una empresa de servicios. En realidad, nunca ha existido en la estructura de clases un sistema dicotómico como el que se usa de forma abstracta en el estudio de la economía política clásica. Marx era consciente de ello, pero él pensaba que la dinámica del capitalismo llevaría a una polarización entre trabajadores y capitalistas, lo que haría que esos estratos intermedios desaparecerían absorbidos por algunos de los dos polos, particularmente hacia el de los trabajadores. Esa predicción no fue correcta, y de ahí devino la primera gran crisis del marxismo a principios del siglo XX. Fue la dinámica del capitalismo la que moldeó la estructura de clases en cada país, haciéndola más heterogénea y compleja de acuerdo a la propia estructuración de la división del trabajo. Más allá de cómo se defina la clase trabajadora, algo en lo que tampoco fue claro Marx, como tampoco Lenin o Gramsci, lo cierto es que la complejidad de la estructura de clases ha llevado a múltiples análisis con nuevas categorías económicas, sociales o culturales dentro del marxismo. Pero en la mayoría de esos estudios de clase desde una perspectiva marxista se considera a los estratos económicos que entran dentro del concepto de clase media como el resultado de la lógica del propio capitalismo y sus relaciones de producción, y en ningún caso se puede simplificar como una creación cultural. Entre otras cosas porque las bases materiales de esos sectores existen y es muy importante entenderla.
No cabe duda de que el sentimiento de pertenencia a la clase media es una construcción cultural que depende, de alguna manera, de las bases materiales de las personas referidas. Así, es más improbable que una familia de bajos ingresos se considere de clase media que una de altos ingresos, pero no es imposible. El hecho de que esto pueda suceder no es porque sea necesario para el sistema sino porque hay una encarnizada batalla cultural y política por la construcción de identidad, que como veremos ahora tampoco es una cuestión solamente de discurso. En 1992 el porcentaje de españoles que se consideraba de clase media era del 47,5%, mientras que en 2007 ese porcentaje era del 63,4%. En el peor momento de la crisis y los recortes, 2013, el porcentaje disminuyó hasta el 48,3% y actualmente es del 57,2%. Se puede suponer que estamos ante una evolución correlacionada con la actividad económica de nuestro país, lo que no parece que sea debido a la necesidad del sistema o el deseo de los gobernantes. Un problema adicional es que Bernabé parece defender que la clase media es una construcción que deviene, lógicamente, junto con el neoliberalismo. A mi juicio, como se ha podido deducir ya, esto no tiene mucho sentido. En 1974 el 55% de la población española se definía como clase media, lo que es un porcentaje similar al actual. Es cierto que es perfectamente posible definirse como clase media y clase trabajadora al mismo tiempo, y es una hipótesis a considerar que el porcentaje de gente que se define como clase trabajadora haya disminuido (desgraciadamente no tenemos datos), pero eso estará vinculado a otros problemas no abordados en el libro de Bernabé.
Idealización del movimiento obrero del siglo XX
En realidad, hay una idealización exagerada del movimiento obrero del siglo XX. Incluso refiriéndose a los años setenta, Bernabé dice que «hablamos de un contexto donde la organización sindical era abrumadora, donde la hegemonía de las ideas de izquierdas era prácticamente total en la sociedad» (pp. 47). En ninguna parte se apoyan con datos esta hipótesis y, de hecho, el resultado electoral de los partidos que eran de izquierdas no parece acreditar tales afirmaciones. Los partidos eurocomunistas tuvieron mejores resultados que los partidos que les sucedieron, por ejemplo, pero lo hicieron al coste de renunciar a muchos de los postulados básicos de la izquierda. Lo mismo se puede decir de los partidos socialdemócratas, convertidos ya de facto en los setenta y ochenta en partidos socioliberales. Pero incluso si nos remontamos a principios del siglo pasado, las propias instituciones del movimiento obrero –partidos y sindicatos fundamentalmente- siempre estuvieron fragmentadas, divididas y enfrentadas como consecuencia de discrepancias esenciales en diagnósticos y estrategias. De hecho, no es fácil identificar en la historia o en el presente cuál es la verdadera “idea de izquierdas” que ha de hegemonizar al resto. Parece todo el relato más bien una racionalización a posteriori.
En otra ocasión, Bernabé habla de que «si a mediados de los setenta existía una ideología realmente transversal a la cuestión de raza, nacionalidad, etnia o religión esa era la del socialismo, que en sus múltiples encarnaciones estaba presente en los Gobiernos o el juego político de todos los continentes habitados» (pp. 51), algo que parece avalar su hipótesis sobre la trampa de la diversidad pero que no es posible contrastar afirmativamente. ¿No será tal vez que eso sólo sucedía en la teoría, y tampoco por completo, y que en la práctica se dejaba fuera de lugar las reclamaciones del feminismo, ecologismo y otras demandas distintas a las del capital-trabajo, motivo por el cual surgieron después críticas desde dentro?
En general, todo el libro aborda el pasado pre-neoliberal de una forma cuasi-nostálgica y mitificada en la que el movimiento obrero parecía estar al borde de hacer la revolución, se autoidentificaba como clase trabajadora y luchaba en consecuencia, pero un montón de obstáculos creados por el neoliberalismo impidieron su realización. El propio Bernabé vincula claramente la derrota de la clase trabajadora a la irrupción de la clase media cuando afirma que «la identidad de clase trabajadora fue barrida por el concepto totalizador de clase media y rellenada por decenas de identidades frágiles, cambiantes, superficiales y sin una conexión real con la vida de los individuos» (pp. 183). Creo que se trata de una explicación poco realista, no fundada y que funciona como frágil sostén de sus hipótesis para explicar la situación actual de la izquierda.
Ultraderecha, discurso y conclusiones
En la misma línea que combina mitificación del movimiento obrero con argumentos funcionalistas, Bernabé da explicación al surgimiento del fascismo. En suma: el fascismo habría surgido en los años veinte y treinta para frenar la revolución roja. Entre otras cosas, dice el autor: «con el auge revolucionario izquierdista y sindical, los fascistas tuvieron que adaptar su mensaje al contenido obrerista, en ese momento el centro del tablero político» (pp. 176). Esto parece contradecir todos los hechos históricos, dado que el fascismo en ningún momento se adapta al mensaje obrerista sino que es mensaje y proyecto obrerista desde el principio. La figura de Mussolini, quien había sido dirigente comunista, ilustra a la perfección que no hizo falta ninguna adaptación. El fascismo es un proyecto en sí mismo, que desde luego fue preferido –y alentado posteriormente- por la burguesía frente al socialismo, pero que se explica por fenómenos distintos a los de la conspiración burguesa. El problema de esta forma de ver las cosas es que, de nuevo, el argumento funcionalista nos impide comprender las raíces y causas reales del fascismo. Tanto del pasado como del presente. Otras explicaciones del fascismo son más verosímiles, además de más materialistas. Ernest Bloch, por ejemplo, consideraba que el marxismo alemán había centrado su atención en el proletariado industrial, excluyendo al campesino de su proyecto y éste, desesperado como lo estaban todos los trabajadores en aquellos años de crisis económica, abrazó el fascismo. Karl Polanyi, en cambio, consideraba que el fascismo era un resultado natural, como también lo era el socialismo, ante la crisis económica que provocaba el desarrollo del libre mercado y que fuera uno u otro proyecto el vencedor dependía de batallas políticas. Pero en ningún caso se reducía el fascismo a un proyecto de reacción ante el socialismo sino ante los efectos negativos del capitalismo. Por eso la ultraderecha crece hoy en el norte de Europa, por razones materiales y culturales vinculadas al desarrollo capitalista, y no porque haya una revolución roja en ciernes.
Y desde luego, el problema no es únicamente de discurso. La sorpresa es mayúscula al comprobar que Bernabé tira de bagaje ortodoxo en múltiples campos (el esquema dicotómico de clases, el determinismo que le lleva a imaginar que la trayectoria normal tras la crisis era el crecimiento de la izquierda, una visión teleológica implícita en todo el libro...) pero que deviene en posmarxismo textualista a la hora de identificar las causas del crecimiento de la ultraderecha.
Así, Bernabé considera que «tras años en los que la izquierda, en vez de buscar qué unía a grupos diferentes y desiguales para encontrar una acción política común, pasó a destacar las diferencias entre esos grupos para intentar seducirlos aisladamente, el discurso de la ultraderecha encontró un asiento que parece respaldarlo» (pp. 186). Y concluye que «mientras que la izquierda no ha sabido articular un discurso que conjugue su defensa del multiculturalismo con estos conflictos (...) la ultraderecha ha sido lo suficientemente hábil para ampliar su base electoral haciendo que el mercado de la diversidad juegue en su favor» (pp. 199). En todo el capítulo dedicado a la ultraderecha actual el problema parece ser de discurso y no de una práctica política material. Y esto es importante, porque lo que está diciendo Bernabé, aunque no se atreve a llegar tan lejos explícitamente, es que hay que dejar de hablar tanto de diversidad y hablar más de clase trabajadora y de sus «problemas cotidianos». Todo esto es central.
En primer lugar, porque al situar el problema en el ámbito discursivo comete los mismos errores que los autores posmodernos a los que lleva criticando todo el libro, y descarta hacer referencia a la construcción de identidad que se hace a través de la praxis. Precisamente es ahí donde está la respuesta necesaria de la izquierda ante los retos actuales, pues es en la construcción de tejido social antifascista/socialista (la creación de ateneos, cooperativas, clubes, bares, bibliotecas, asociaciones de vecinos, etc.) donde residió la fuerza del movimiento obrero del siglo XIX y la vacuna contra el fascismo. Y es en esa práctica material donde no es necesario tener que elegir entre discursos de la diversidad y discursos de clase, puesto que en la práctica es posible combinar ambas expresiones.
En segundo lugar, porque incluso al terminar el libro no queda nada claro a qué se está refiriendo Bernabé con la cuestión de la diversidad. Examinados sus presupuestos metodológicos uno puede concluir, como he hecho yo, que se refiere a todo aquello que no sea el conflicto capital-trabajo y la cuestión material. Pero no queda nada claro qué integra “la diversidad” y qué no lo hace. ¿Por qué iba a ser menos material las políticas para dejar de consumir plástico que un nuevo convenio colectivo que reconozca el teletrabajo? ¿Por qué no se considera “problema cotidiano” el machismo o la homofobia si para millones de personas eso es precisamente el eje central de su contradicción con el sistema? ¿Por qué a una pensionista mujer y lesbiana le debe parecer más importante hablar de clase trabajadora que de feminismo y políticas de diversidad?
El problema es que, como avancé en las primeras líneas, la conclusión lógica de todos estos argumentos, y que se deriva también de las preguntas que acabo de lanzar, es precisamente la que no quiere aceptar Bernabé: que la política de la diversidad no es importante. Aunque no sea su pretensión, el libro de Bernabé es un instrumento útil para negar las políticas de diversidad. Aunque él afirma que se trata de negar sólo la instrumentalización que se hace de esas políticas, lo cierto es que podría decirse lo mismo de la tecnología, las instituciones, el lenguaje y así sucesivamente con todas las herramientas que, siendo buenas, pueden usarse también para el mal. Pero él ha escrito un libro llamado la trampa de la diversidad y no la trampa de la tecnología.
Y, en realidad, este es el motivo por el que tras terminar de leer el libro opté por hacer la crítica. Sabiendo que me dejaba muchas cosas en el tintero, que ya es suficientemente larga la crítica, y movido por el compatible respeto al autor, consideré necesario apuntar algunos comentarios que espero puedan servir para que la izquierda no recorra el camino que se sugiere lógicamente en todo el libro. Me gustaría, por el contrario, que los lectores de este y otros libros, evitaran las argumentaciones funcionalistas y trataran de explicar los mismos fenómenos que nos preocupan a partir de presupuestos metodológicos distintos y más rigurosos. Al fin y al cabo, Bernabé aborda problemas muy reales, muchos de los cuales no he tenido espacio para reseñar (como el del tipo de compromiso militante, la espectacularización de la política, el mercado de consumo en general, etc.) pero que requieren una respuesta adecuada y contundente de la izquierda. Pero, honestamente, creo que el planteamiento de este libro no ayuda a ello.
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