Imagen: Pikara / Fotograma de 'Julieta' |
La filmografía de Pedro Almodóvar desata pasiones. Tanto las altas que consideran su obra como el culmen de la modernidad y alaban su visión feminista de la realidad, como la bajas, que consideran que su obra no hace sino reforzar los estereotipos de género más rancios e incurren en la misoginia más atroz. Dadas las filias y fobias que despierta el cineasta, para hablar de ‘Julieta’, su última película, hemos decidido contar con dos miradas y voces píkaras que tienen una visión muy distinta de ‘Julieta’. Con la de María Castejón Leorza, nuestra crítica cinematográfica y con Carlos Bouza, responsable de la sección #MúsicA.
‘Julieta’: emoción y forma.
Almodóvar es un cineasta obsesionado por la construcción plástica, por trabajar con la emoción en estado puro a través de sus personajes femeninos. Esto es algo que se ha acentuado en ‘Julieta’.
Carlos Bouza | Pikara, 2016-04-27
http://www.pikaramagazine.com/2016/04/julieta-emocion-y-forma/
‘Julieta’ es un objeto relativamente extraño en la filmografía de Pedro Almodóvar. Aun extensa y llena de pliegues, su obra había estado dominada hasta el momento por un intransferible abordaje del melodrama y la comedia: en líneas generales, cada una de sus películas avanzaba entre súbitos cambios de tono e interferencias de un género en otro, movidas por una tendencia al barroquismo que se había convertido en toda una marca de estilo. Todo esto ha desaparecido en su más reciente estreno. Por el contrario, y esto es algo que se ha acentuado en ‘Julieta’, Almodóvar es cada vez en mayor medida un magnífico formalista en proceso de depuración: un cineasta obsesionado por la construcción plástica, cuyas historias parecen dirigirse hacia el trabajo con la emoción en estado puro.
A partir de ‘Hable con ella’ (2002), su cine se ha ido poblando con insistencia de personajes encerrados (en hospitales, internados, aviones, casas, secuestrados o ciegos) y esa misma concentración parece haber contagiado a esta película de forma radical. Resulta interesante compararla con ‘Tacones Lejanos’ (1991), otra obra sobre el abismo que se abre entre una madre y su hija, y comprobar qué sucede al cabo de veinticinco años, cuando Almodóvar ofrece una especie de reescritura seca y esencial de aquella: cuando la tragedia no explota, y las digresiones y respiros cómicos se reprimen de forma deliberada. Esta economía narrativa inédita ofrece en ‘Julieta’ resultados extraordinarios. Sobre todo porque lo más importante de la historia parece ocurrir fuera de la pantalla, a través de constantes sugerencias y elipsis. Algo que nos obliga a repensar la película una y otra vez, viajando entre zonas oscuras y no explicadas como nunca antes lo habíamos hecho en el cine del manchego.
Las mujeres en ‘Julieta’: los silencios enquistados
Todo en ‘Julieta’ gira alrededor de silencios enquistados, conversaciones que no se produjeron y sentimientos de culpa almacenados durante demasiado tiempo. Esa es la pesada carga que comparten y termina separando a la propia Julieta y su hija Antía: los personajes femeninos más complejos y enigmáticos, respectivamente, de toda la filmografía de Pedro Almodóvar.
Julieta es en esencia un personaje de acción, si entendemos el término en su sentido (melo)dramático. Es decir, como una intensa corriente que discurre en el interior de una persona. En los años ochenta es una mujer vital e independiente, que veinte años después se ha convertido en un ser agarrotado por el dolor. La historia de la película es sobre todo la historia de su viaje desde un lugar de luz a otro de sombra, de los sucesos que han tenido (o no han tenido) lugar entre medias y de las razones por las que es incapaz de extirpar su sufrimiento.
La pregunta que lanza Almodóvar es clave: ¿qué razones puede haber para que una hija abandone a su madre sin ofrecer ningún tipo de explicación? La información se escatima a Julieta durante años, pues Antía opta por desaparecer: se convierte en un fantasma soplando entre su madre y esos objetos y espacios tan importantes en la película como los propios personajes. Y es que ‘Julieta’ es en esencia una película de fantasmas. De fantasmas aterradores conviviendo con un grupo de mujeres.
La fuerza centrífuga de Julieta y Antía es tan grande que los demás personajes femeninos quedan reducidos a fuerzas abstractas o conectores: son hilos débiles entre ambas, desencadenantes involuntarias de la tragedia, depositarias del gran secreto que ocupa el centro del relato o encarnaciones de una maldad sibilina que tendrá consecuencias inesperadas en la vida de las protagonistas. Esta abstracción se radicaliza en el caso de la madre de Julieta, cuyo personaje cobra una forma prácticamente alegórica: enferma como la Julieta futura, engañada por su marido, se convierte en el espejo roto en el que su hija no quiere, pero no puede evitar mirarse.
Los hombres objeto
En la fase de destilación del guión, Almodóvar decidió reducir a los personajes masculinos a esculturas omnipresentes y simbólicamente mutiladas. Esas figuras que Ava y Julieta moldean con insistencia y envuelven en plástico de burbujas tienen tantas lecturas como espectadores y espectadoras. Donde María Castejón ve “una construcción de la masculinidad muy patriarcal y ciertamente caduca”, yo veo algo diferente: una materialización obsesiva de los sentimientos de culpa que golpean el interior de la película, originados en parte por tragedias en las que se han visto involucrados hombres. Hombres ausentes que, como Antía, se han convertido en espectros y son evocados a través de objetos.
Xoan, el marido de Julieta, termina convertido en una esas esculturas. Pero antes, durante su breve paso por la pantalla, su caracterización no parece interesar demasiado a Almodóvar. En lo que parece un simple guiño a los protagonistas masculinos de los viejos dramas en Technicolor que tanto ama, le bastan tres trazos para dibujarlo: es marinero, es atractivo y es infiel. Esta reducción afecta igualmente a Lorenzo, la pareja de la Julieta madura, un hombre silencioso y escurridizo que apenas parece subrayar una idea: la imposibilidad de la protagonista de reiniciar su vida hasta que no consiga saldar las deudas con el pasado.
No es arbitrario que el padre de Julieta, como Xoan, sea también infiel, teniendo en cuenta la evidente simetría que Almodóvar establece entre la familia de la que procede Julieta y la que ha intentado construir. Una rima que permite al director incidir en asuntos como el acecho del pasado o el miedo a la repetición de patrones.
Lo tuyo es puro artificio
En una entrevista concedida a la periodista Nuria Vidal en 1988, Pedro Almodóvar aseguraba que “el neorrealismo sacó las cámaras a la calle porque quería fotografiar la vida de verdad. Y eso es mentira, porque el cine no es nunca la realidad”. Siete años después, en sus famosas conversaciones con el crítico francés Frederic Strauss, añadía que “lo que me gusta del cine es el artificio, la representación”. Las películas de Almodóvar absorben la vida, por lo que no son en absoluto ajenas a cuestiones como el abandono, el deseo o los celos, pero habitan siempre en el marco de la más estricta representación cinematográfica: un espacio de libertad que permite que la distorsión de la realidad desemboque en una determinada ficción personal.
La representación de las mujeres en el universo almodovariano, en cualquier caso, no puede desligarse del entorno familiar y social del director. Antes que ninguna otra cosa, Almodóvar fue un niño criado en un matriarcado, dentro de un contexto más general dominado por el machismo: nada extraño si hablamos de un pequeño pueblo manchego, en la España de los años cincuenta. Su primer contacto con las historias, con los pequeños o grandes dramas que en el futuro llenarán sus películas, se produce en los patios vecinales y escuchando seriales radiofónicos: en entrevistas posteriores, evocará la forma en que los relatos sobre maridos infieles y mujeres tan desesperadas como para arrojarse a un pozo conformaban un eco cotidiano en el que realidad y ficción se solapaban de forma natural. Poco a poco, este niño que se consideraba a sí mismo un extraterrestre comienza a refugiarse en el cine, y a vivir la vida dentro del cine. Al fin y al cabo, nadie le hablaba de forma tan directa e íntima como el personaje de Monica Vitti en ‘El Desierto Rojo’ (Michelangelo Antonioni, 1964): una mujer aburrida incapaz de liberarse de su propio aburrimiento.
No es extraño, pues, que sus personajes también vivan a menudo en el cine, y que se expresen a través de las películas sobre grandes pasiones con las que el director ha poblado su propio mundo. En ‘Matador’ (1986), Nacho Martínez y Assumpta Serna ven su propio destino reflejado en la escena final de ‘Duelo Al Sol’ (King Vidor, 46), otra historia que orbita alrededor de la pasión irracional. Raimunda (Penélope Cruz), la protagonista de ‘Volver’ (2006), se nos presenta según el director como una síntesis de “la Sofía Loren de los inicios, la que vendía pescado en Nápoles con el peinado de Claudia Cardinale” y de “Anna Magnani en ‘Bellísima’ de Luchino Visconti”. La obra de Almodóvar está significativamente empedrada de momentos y evocaciones como éstas, de la misma forma en que las letras de boleros o rancheras se incrustan en sus películas como si fuesen una línea de diálogo más. Considerando lo anterior, ¿podemos exigir a sus personajes que actúen como modelo o reflejo del mundo real, o que se involucren en las luchas y compromisos que se libran en éste, máxime cuando se dirigen a un público al que se supone lo suficientemente adulto como para aceptar el artificio deliberado que los envuelve?
Desde luego, a Almodóvar parece interesarle poco el cine como herramienta de intervención y transformación social: todo su trabajo se consagra al trabajo sobre la forma y la emoción, con la particularidad de que esa emoción suele vehicularse principalmente a través de determinados personajes femeninos. Personajes que, en cualquier caso, están tan apegados al imaginario cinematográfico que, sacados de su contexto, tienen tan poco sentido como un pez fuera del agua. Recordemos: “el cine nunca es la realidad”, aunque a veces se (con)fundan.
Pese a todo, el director nunca ha dejado de plantear cuestiones incómodas, estimulando la reflexión y la controversia. Quienes hoy le tachan de reaccionario suelen olvidarlo, pero él fue uno de los pioneros en normalizar la representación de las relaciones sexuales entre hombres en el cine español (en ‘La Ley Del Deseo’, 1987) o la forma en que las mujeres hablan sobre sexo y comparten sus experiencias. El problema es que, en ocasiones, corremos el riesgo de aterrizar en la superficie de sus películas. El caso de ‘Átame’ (1989) es paradigmático. A simple vista, nos encontramos ante una historia sobre la relación afectiva que se establece entre una mujer y su secuestrador, aunque por debajo discurre una compleja reflexión sobre la familia tradicional o la dificultad que tienen algunos hombres para expresar sus sentimientos. Tal vez este sea el eterno problema de Almodóvar: que le exigimos respuestas y posiciones maniqueas, cuando su intención pasa a menudo por arrojar preguntas al patio de butacas.
A partir de ‘Hable con ella’ (2002), su cine se ha ido poblando con insistencia de personajes encerrados (en hospitales, internados, aviones, casas, secuestrados o ciegos) y esa misma concentración parece haber contagiado a esta película de forma radical. Resulta interesante compararla con ‘Tacones Lejanos’ (1991), otra obra sobre el abismo que se abre entre una madre y su hija, y comprobar qué sucede al cabo de veinticinco años, cuando Almodóvar ofrece una especie de reescritura seca y esencial de aquella: cuando la tragedia no explota, y las digresiones y respiros cómicos se reprimen de forma deliberada. Esta economía narrativa inédita ofrece en ‘Julieta’ resultados extraordinarios. Sobre todo porque lo más importante de la historia parece ocurrir fuera de la pantalla, a través de constantes sugerencias y elipsis. Algo que nos obliga a repensar la película una y otra vez, viajando entre zonas oscuras y no explicadas como nunca antes lo habíamos hecho en el cine del manchego.
Las mujeres en ‘Julieta’: los silencios enquistados
Todo en ‘Julieta’ gira alrededor de silencios enquistados, conversaciones que no se produjeron y sentimientos de culpa almacenados durante demasiado tiempo. Esa es la pesada carga que comparten y termina separando a la propia Julieta y su hija Antía: los personajes femeninos más complejos y enigmáticos, respectivamente, de toda la filmografía de Pedro Almodóvar.
Julieta es en esencia un personaje de acción, si entendemos el término en su sentido (melo)dramático. Es decir, como una intensa corriente que discurre en el interior de una persona. En los años ochenta es una mujer vital e independiente, que veinte años después se ha convertido en un ser agarrotado por el dolor. La historia de la película es sobre todo la historia de su viaje desde un lugar de luz a otro de sombra, de los sucesos que han tenido (o no han tenido) lugar entre medias y de las razones por las que es incapaz de extirpar su sufrimiento.
La pregunta que lanza Almodóvar es clave: ¿qué razones puede haber para que una hija abandone a su madre sin ofrecer ningún tipo de explicación? La información se escatima a Julieta durante años, pues Antía opta por desaparecer: se convierte en un fantasma soplando entre su madre y esos objetos y espacios tan importantes en la película como los propios personajes. Y es que ‘Julieta’ es en esencia una película de fantasmas. De fantasmas aterradores conviviendo con un grupo de mujeres.
La fuerza centrífuga de Julieta y Antía es tan grande que los demás personajes femeninos quedan reducidos a fuerzas abstractas o conectores: son hilos débiles entre ambas, desencadenantes involuntarias de la tragedia, depositarias del gran secreto que ocupa el centro del relato o encarnaciones de una maldad sibilina que tendrá consecuencias inesperadas en la vida de las protagonistas. Esta abstracción se radicaliza en el caso de la madre de Julieta, cuyo personaje cobra una forma prácticamente alegórica: enferma como la Julieta futura, engañada por su marido, se convierte en el espejo roto en el que su hija no quiere, pero no puede evitar mirarse.
Los hombres objeto
En la fase de destilación del guión, Almodóvar decidió reducir a los personajes masculinos a esculturas omnipresentes y simbólicamente mutiladas. Esas figuras que Ava y Julieta moldean con insistencia y envuelven en plástico de burbujas tienen tantas lecturas como espectadores y espectadoras. Donde María Castejón ve “una construcción de la masculinidad muy patriarcal y ciertamente caduca”, yo veo algo diferente: una materialización obsesiva de los sentimientos de culpa que golpean el interior de la película, originados en parte por tragedias en las que se han visto involucrados hombres. Hombres ausentes que, como Antía, se han convertido en espectros y son evocados a través de objetos.
Xoan, el marido de Julieta, termina convertido en una esas esculturas. Pero antes, durante su breve paso por la pantalla, su caracterización no parece interesar demasiado a Almodóvar. En lo que parece un simple guiño a los protagonistas masculinos de los viejos dramas en Technicolor que tanto ama, le bastan tres trazos para dibujarlo: es marinero, es atractivo y es infiel. Esta reducción afecta igualmente a Lorenzo, la pareja de la Julieta madura, un hombre silencioso y escurridizo que apenas parece subrayar una idea: la imposibilidad de la protagonista de reiniciar su vida hasta que no consiga saldar las deudas con el pasado.
No es arbitrario que el padre de Julieta, como Xoan, sea también infiel, teniendo en cuenta la evidente simetría que Almodóvar establece entre la familia de la que procede Julieta y la que ha intentado construir. Una rima que permite al director incidir en asuntos como el acecho del pasado o el miedo a la repetición de patrones.
Lo tuyo es puro artificio
En una entrevista concedida a la periodista Nuria Vidal en 1988, Pedro Almodóvar aseguraba que “el neorrealismo sacó las cámaras a la calle porque quería fotografiar la vida de verdad. Y eso es mentira, porque el cine no es nunca la realidad”. Siete años después, en sus famosas conversaciones con el crítico francés Frederic Strauss, añadía que “lo que me gusta del cine es el artificio, la representación”. Las películas de Almodóvar absorben la vida, por lo que no son en absoluto ajenas a cuestiones como el abandono, el deseo o los celos, pero habitan siempre en el marco de la más estricta representación cinematográfica: un espacio de libertad que permite que la distorsión de la realidad desemboque en una determinada ficción personal.
La representación de las mujeres en el universo almodovariano, en cualquier caso, no puede desligarse del entorno familiar y social del director. Antes que ninguna otra cosa, Almodóvar fue un niño criado en un matriarcado, dentro de un contexto más general dominado por el machismo: nada extraño si hablamos de un pequeño pueblo manchego, en la España de los años cincuenta. Su primer contacto con las historias, con los pequeños o grandes dramas que en el futuro llenarán sus películas, se produce en los patios vecinales y escuchando seriales radiofónicos: en entrevistas posteriores, evocará la forma en que los relatos sobre maridos infieles y mujeres tan desesperadas como para arrojarse a un pozo conformaban un eco cotidiano en el que realidad y ficción se solapaban de forma natural. Poco a poco, este niño que se consideraba a sí mismo un extraterrestre comienza a refugiarse en el cine, y a vivir la vida dentro del cine. Al fin y al cabo, nadie le hablaba de forma tan directa e íntima como el personaje de Monica Vitti en ‘El Desierto Rojo’ (Michelangelo Antonioni, 1964): una mujer aburrida incapaz de liberarse de su propio aburrimiento.
No es extraño, pues, que sus personajes también vivan a menudo en el cine, y que se expresen a través de las películas sobre grandes pasiones con las que el director ha poblado su propio mundo. En ‘Matador’ (1986), Nacho Martínez y Assumpta Serna ven su propio destino reflejado en la escena final de ‘Duelo Al Sol’ (King Vidor, 46), otra historia que orbita alrededor de la pasión irracional. Raimunda (Penélope Cruz), la protagonista de ‘Volver’ (2006), se nos presenta según el director como una síntesis de “la Sofía Loren de los inicios, la que vendía pescado en Nápoles con el peinado de Claudia Cardinale” y de “Anna Magnani en ‘Bellísima’ de Luchino Visconti”. La obra de Almodóvar está significativamente empedrada de momentos y evocaciones como éstas, de la misma forma en que las letras de boleros o rancheras se incrustan en sus películas como si fuesen una línea de diálogo más. Considerando lo anterior, ¿podemos exigir a sus personajes que actúen como modelo o reflejo del mundo real, o que se involucren en las luchas y compromisos que se libran en éste, máxime cuando se dirigen a un público al que se supone lo suficientemente adulto como para aceptar el artificio deliberado que los envuelve?
Desde luego, a Almodóvar parece interesarle poco el cine como herramienta de intervención y transformación social: todo su trabajo se consagra al trabajo sobre la forma y la emoción, con la particularidad de que esa emoción suele vehicularse principalmente a través de determinados personajes femeninos. Personajes que, en cualquier caso, están tan apegados al imaginario cinematográfico que, sacados de su contexto, tienen tan poco sentido como un pez fuera del agua. Recordemos: “el cine nunca es la realidad”, aunque a veces se (con)fundan.
Pese a todo, el director nunca ha dejado de plantear cuestiones incómodas, estimulando la reflexión y la controversia. Quienes hoy le tachan de reaccionario suelen olvidarlo, pero él fue uno de los pioneros en normalizar la representación de las relaciones sexuales entre hombres en el cine español (en ‘La Ley Del Deseo’, 1987) o la forma en que las mujeres hablan sobre sexo y comparten sus experiencias. El problema es que, en ocasiones, corremos el riesgo de aterrizar en la superficie de sus películas. El caso de ‘Átame’ (1989) es paradigmático. A simple vista, nos encontramos ante una historia sobre la relación afectiva que se establece entre una mujer y su secuestrador, aunque por debajo discurre una compleja reflexión sobre la familia tradicional o la dificultad que tienen algunos hombres para expresar sus sentimientos. Tal vez este sea el eterno problema de Almodóvar: que le exigimos respuestas y posiciones maniqueas, cuando su intención pasa a menudo por arrojar preguntas al patio de butacas.
Desmontando a ‘Julieta’.
La última película de Almodóvar aburre, y mucho. Estoy cansada de la glamurización del sufrimiento y la culpa.
María Castejón Leorza | Pikara, 2016-04-27
http://www.pikaramagazine.com/2016/04/desmontando-a-julieta/
Tras una dilatada carrera respaldada por un éxito internacional más que notable, llega ‘Julieta’, la película número veinte de Pedro Almodóvar. A lo largo de toda su filmografía, Almodóvar se ha decantado por construir un peculiar universo femenino repleto de mujeres protagonistas que han ido asumiendo, conforme evolucionaba su obra, diferentes roles y modelos, bajo un denominador común: el exceso.
‘Julieta’ es una película excesiva y sobria al mismo tiempo, protagonizada por una mujer atormentada que vive instalada en el sufrimiento y en la culpa. Almodóvar sigue con su tendencia de rodar películas protagonizadas por mujeres a las que les resulta muy difícil ser felices, con una factura cinematográfica impecable llena de belleza visual y elegancia, con una estructura que necesita de la implicación del público por los saltos temporales y los secretos. Lo de casi siempre. Almodóvar no va a defraudar al público que acuda a ver ‘Julieta’ y busque su particular visión de las mujeres.
De la libertad a la culpa
En este particular viaje de la heroína, que nos recuerda más a un vía crucis que a un viaje heroico, destacan Julieta (interpretada por Adriana Ugarte y Emma Suárez) y una serie de personajes secundarios. Julieta es una mujer independiente, sin grandes traumas pasados: su padre no la ha violado en su más tierna infancia; ningún hombre la ha abandonado ni destrozado la vida. Pero, como buena protagonista ‘almodovariana’, ve truncada su felicidad por una fatalidad.
Esta fatalidad supone de forma inmediata que se vea abocada al sufrimiento. No se trata de un sufrimiento que ella haya propiciado de forma directa, pero siempre queda la duda de si lo habrá hecho de forma indirecta. Y en este vacío Julieta sufre y sobre todo se siente culpable. Una culpa, aumentada por silencios, medias verdades y secretos que destroza la relación que tiene con su hija Antía. Esta relación entre madre e hija nos remite de nuevo a los vínculos maternofiliales dolorosas y dramáticas y a dos personajes atormentados que no son capaces de coincidir. Únicamente otra desgracia hará que la relación entre madre e hija ¿pueda? restablecerse tras años rota.
Almodóvar nos remite de nuevo a la amistad femenina como estrategia de supervivencia: los apoyos son Ava (Inma Cuesta), escultora amiga de Julieta, y Bea (Michelle Jenner) la amiga de Antía que la ha cuidado cuando Julieta no podía consigo misma.
No falta el personaje cercano a las raíces rurales. Marian (Rossy de Palma) recuerda más a la adusta ama de llaves de ‘Rebeca’ (Alfred Hitchcock, 1940) que a los personajes que interpretaba la recientemente fallecida Chus Lampreave -alter ego de Francisca Caballero, madre de Almodóvar-, que inspiraban sabiduría, mala leche, rebeldía suprema, ternura y muchas dosis de empatía. Ella es la máxima garante del orden patriarcal y quien inocula la culpa a las protagonistas. La ruralidad, que también vemos en el entorno paterno de Julieta, ya no es la idílica solución a todos los problemas femeninos. Ya no se glorifica el universo doméstico en el que tanto le ha gustado recrearse el cineasta.
Masculinidades patriarcales, caducas y secundarias
Las figuras de bronce, terracota y barro, con esa posición central del falo que esculpe Ava, anuncian una construcción de la masculinidad muy patriarcal y caduca. Xoan (Daniel Grao) y Samuel (Joaquín Notario), el padre de Julieta, no hacen felices a sus mujeres, a las que traicionan de forma recurrente, como si se tratara de un hábito que asumen con cierta fatalidad. Son masculinidades secundarias muy estereotipadas pero necesarias para que los personajes femeninos tengan conflictos y evolucionen. Frente a ellos, Lorenzo (Darío Grandinetti) asume una masculinidad amable, comprensiva y cómplice.
¿Misógino o genial retratista de mujeres?
Me resulta difícil hablar del cine de Pedro Almodóvar. Como espectadora y especialista tengo una relación muy conflictiva con el cineasta, ya que ha sido capaz de retratar como pocos a personajes femeninos rompedores y subversivos, mientras que al mismo tiempo naturalizaba y envolvía en lirismo el sufrimiento, la culpa y, lo que es más grave, diversas violencias de género. Llego a ver ‘Julieta’ aburrida de su obra, de sus repeticiones respecto a las representaciones de género y de su aparente capacidad de retratar personajes femeninos.
Almodóvar fue un cineasta muy transgresor en sus primeras películas, llenas de mujeres modernas, mujeres que decidían sobre sus destinos, mujeres activas sexualmente, mujeres ninfómanas, monjas irreverentes drogadictas e insumisas, amas de casa machacadas y acabadas que renovaron el imaginario colectivo de una forma radical. Tampoco nos podemos olvidar de sus desnaturalizadas madres, que inciden en esta renovación, por muy odiosas que puedan resultar.
Incluso en su deriva melodramática, cuando se decanta por un tipo muy concreto de mujeres -mujeres excesivas, que padecen y se desmoronan, como la Leo (Marisa Paredes) de ‘La flor de mi secreto’– existe cierta grandeza. Y aquí reside uno de los mayores peligros: la glamurización del patetismo y victimismo, porque este patetismo y victimismo siempre obedece a patrones desiguales. Porque la culpa y el sufrimiento (ese “sufrir por amor”) son construcciones patriarcales de la realidad en la que Almodóvar se ha instalado e incluso se regodea.
Esta tendencia choca con la idea preconcebida de que las mujeres Almodóvar son rompedoras. Todas ellas son valientes. Para superar la culpa y el sufrimiento hace falta mucha valentía y mucha fuerza, tanta, que hay ocasiones en las que no la encuentran e incluso no poder afrontar las dificultades supone cierto derecho femenino a la disidencia y a la insumisión. Pero, no hay nada de heroico ni rompedor, ni subversivo en superar los mandatos patriarcales a los que Almodóvar aboca a todas sus heroínas. Pedro, eres libre –de hecho creo que eres el único que a día de hoy te lo puedes permitir- de construir las heroínas que te dé la gana y te motiven, faltaría más. Pero ya no nos ponen en absoluto esos patrones tan desiguales que caen en los binarismos de género más básicos y burdos. Porque las mujeres no hemos nacido para sufrir ni los hombres para hacernos sufrir. Afortunadamente la realidad es más compleja. Nos aburre tanto planteamiento maniqueo y desigual.
‘Julieta’ es una película excesiva y sobria al mismo tiempo, protagonizada por una mujer atormentada que vive instalada en el sufrimiento y en la culpa. Almodóvar sigue con su tendencia de rodar películas protagonizadas por mujeres a las que les resulta muy difícil ser felices, con una factura cinematográfica impecable llena de belleza visual y elegancia, con una estructura que necesita de la implicación del público por los saltos temporales y los secretos. Lo de casi siempre. Almodóvar no va a defraudar al público que acuda a ver ‘Julieta’ y busque su particular visión de las mujeres.
De la libertad a la culpa
En este particular viaje de la heroína, que nos recuerda más a un vía crucis que a un viaje heroico, destacan Julieta (interpretada por Adriana Ugarte y Emma Suárez) y una serie de personajes secundarios. Julieta es una mujer independiente, sin grandes traumas pasados: su padre no la ha violado en su más tierna infancia; ningún hombre la ha abandonado ni destrozado la vida. Pero, como buena protagonista ‘almodovariana’, ve truncada su felicidad por una fatalidad.
Esta fatalidad supone de forma inmediata que se vea abocada al sufrimiento. No se trata de un sufrimiento que ella haya propiciado de forma directa, pero siempre queda la duda de si lo habrá hecho de forma indirecta. Y en este vacío Julieta sufre y sobre todo se siente culpable. Una culpa, aumentada por silencios, medias verdades y secretos que destroza la relación que tiene con su hija Antía. Esta relación entre madre e hija nos remite de nuevo a los vínculos maternofiliales dolorosas y dramáticas y a dos personajes atormentados que no son capaces de coincidir. Únicamente otra desgracia hará que la relación entre madre e hija ¿pueda? restablecerse tras años rota.
Almodóvar nos remite de nuevo a la amistad femenina como estrategia de supervivencia: los apoyos son Ava (Inma Cuesta), escultora amiga de Julieta, y Bea (Michelle Jenner) la amiga de Antía que la ha cuidado cuando Julieta no podía consigo misma.
No falta el personaje cercano a las raíces rurales. Marian (Rossy de Palma) recuerda más a la adusta ama de llaves de ‘Rebeca’ (Alfred Hitchcock, 1940) que a los personajes que interpretaba la recientemente fallecida Chus Lampreave -alter ego de Francisca Caballero, madre de Almodóvar-, que inspiraban sabiduría, mala leche, rebeldía suprema, ternura y muchas dosis de empatía. Ella es la máxima garante del orden patriarcal y quien inocula la culpa a las protagonistas. La ruralidad, que también vemos en el entorno paterno de Julieta, ya no es la idílica solución a todos los problemas femeninos. Ya no se glorifica el universo doméstico en el que tanto le ha gustado recrearse el cineasta.
Masculinidades patriarcales, caducas y secundarias
Las figuras de bronce, terracota y barro, con esa posición central del falo que esculpe Ava, anuncian una construcción de la masculinidad muy patriarcal y caduca. Xoan (Daniel Grao) y Samuel (Joaquín Notario), el padre de Julieta, no hacen felices a sus mujeres, a las que traicionan de forma recurrente, como si se tratara de un hábito que asumen con cierta fatalidad. Son masculinidades secundarias muy estereotipadas pero necesarias para que los personajes femeninos tengan conflictos y evolucionen. Frente a ellos, Lorenzo (Darío Grandinetti) asume una masculinidad amable, comprensiva y cómplice.
¿Misógino o genial retratista de mujeres?
Me resulta difícil hablar del cine de Pedro Almodóvar. Como espectadora y especialista tengo una relación muy conflictiva con el cineasta, ya que ha sido capaz de retratar como pocos a personajes femeninos rompedores y subversivos, mientras que al mismo tiempo naturalizaba y envolvía en lirismo el sufrimiento, la culpa y, lo que es más grave, diversas violencias de género. Llego a ver ‘Julieta’ aburrida de su obra, de sus repeticiones respecto a las representaciones de género y de su aparente capacidad de retratar personajes femeninos.
Almodóvar fue un cineasta muy transgresor en sus primeras películas, llenas de mujeres modernas, mujeres que decidían sobre sus destinos, mujeres activas sexualmente, mujeres ninfómanas, monjas irreverentes drogadictas e insumisas, amas de casa machacadas y acabadas que renovaron el imaginario colectivo de una forma radical. Tampoco nos podemos olvidar de sus desnaturalizadas madres, que inciden en esta renovación, por muy odiosas que puedan resultar.
Incluso en su deriva melodramática, cuando se decanta por un tipo muy concreto de mujeres -mujeres excesivas, que padecen y se desmoronan, como la Leo (Marisa Paredes) de ‘La flor de mi secreto’– existe cierta grandeza. Y aquí reside uno de los mayores peligros: la glamurización del patetismo y victimismo, porque este patetismo y victimismo siempre obedece a patrones desiguales. Porque la culpa y el sufrimiento (ese “sufrir por amor”) son construcciones patriarcales de la realidad en la que Almodóvar se ha instalado e incluso se regodea.
Esta tendencia choca con la idea preconcebida de que las mujeres Almodóvar son rompedoras. Todas ellas son valientes. Para superar la culpa y el sufrimiento hace falta mucha valentía y mucha fuerza, tanta, que hay ocasiones en las que no la encuentran e incluso no poder afrontar las dificultades supone cierto derecho femenino a la disidencia y a la insumisión. Pero, no hay nada de heroico ni rompedor, ni subversivo en superar los mandatos patriarcales a los que Almodóvar aboca a todas sus heroínas. Pedro, eres libre –de hecho creo que eres el único que a día de hoy te lo puedes permitir- de construir las heroínas que te dé la gana y te motiven, faltaría más. Pero ya no nos ponen en absoluto esos patrones tan desiguales que caen en los binarismos de género más básicos y burdos. Porque las mujeres no hemos nacido para sufrir ni los hombres para hacernos sufrir. Afortunadamente la realidad es más compleja. Nos aburre tanto planteamiento maniqueo y desigual.
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