Imagen: El País / 'Quier ser monja' |
Una novicia con novio, otra que sintió 'la llamada' estando de resaca, otra que echará de menos el maquillaje... Analizamos el programa que más dará que hablar esta temporada.
Jose Confuso | Tentaciones, El País, 2016-04-11
http://elpais.com/elpais/2016/04/11/tentaciones/1460357073_429756.html
Si ‘Quiero ser monja’ hubiese sido la opción de Televisión Española para la noche del domingo, ahora mismo medio país -entre los que me encuentro- estaría echando espuma por la boca. '¡Mirad cómo tratan de adoctrinarnos! ¡Lavado de imagen católico!'. Pero, claro, como ha sido en Cuatro, la cosa cambia. Es el mismo efecto simpatía que nos lleva a señalar con el dedo a Bertín Osborne, mientras pasamos por alto que los miembros masculinos del jurado de ‘MasterChef’ babeasen delante una concursante en la primera gala del programa -con música sexy incluida y levantamiento picarón de cejas-. Si eso mismo lo hubiese hecho Osborne, estaríamos manifestándonos en la calle, pero como han sido los cocineros... Ay, cómo son estos chefs, no se les pasa una, qué bribones.
Todavía no he terminado de asumir si ‘Quiero ser monja’ es un placer o un castigo, un regalo que nos ha hecho la televisión o el principio de algo tremendamente perverso que se nos ha colado sin darnos cuenta. La premisa de partida es sencilla: cinco veinteañeras que han recibido 'la llamada' deciden iniciarse en el mundo religioso y se embarcan en una aventura de seis semanas por diversas congregaciones para averiguar si quieren ser monjas o prefieren continuar con su vida actual. Ante nosotros, un espectáculo como nunca habíamos visto. La llegada al convento, la adaptación a la vida monacal, los primeros problemas -¿sin móvil? ¿Sin maquillaje? ¿Con uniforme?-, las reflexiones de las aspirantes, algo tan ajeno al espectador medio que genera una fascinación casi hipnótica.
Es el enfrentamiento cara a cara con alguien que dice vivir la fe y la religión como motor de vida lo que genera ese extraño sentimiento de desasosiego que impide disfrutar del ‘reality’ a pierna suelta. Cuando ya nos habíamos acostumbrados al ‘trospidismo’ extremo y a que los propios programas se ceben en el ridículo de los participantes, aparece ‘Quiero ser monja’ y nos saca de nuestras cómodas casillas. Sí, las respuestas de las chicas ante las monjas son absolutamente delirantes -tanto como no haber pensado que en un convento no van a poder utilizar maquillaje-, pero son, en muchos casos, las mismas que hubiésemos tenido cualquiera de nosotros -¿que no se puede salir de la habitación en pijama? ¡Vaya chasco!- y quedan integradas en el montaje sin demasiada estridencia. Un ‘trospidismo’ de baja intensidad muy acorde con el tema.
Pero, claro, estamos en un programa de televisión y ahí es donde la cosa empieza a fallar. ¿Alguien que quiere ser monja pero que dice que no va mucho a misa? ¿Otra que acude hasta la puerta del convento con su novio y se da unos buenos besos antes de despedirse, puede que para siempre, de él? ¿Una tercera que se arranca a cantar a los dos minutos para dejar claro que el 'don de la voz' también le ha sido otorgado? Y todo antes de llegar a Fernanda, la futura monja que recibió la llamada yendo a misa con resaca y que considera que lo mejor del mundo son los hombres, pero que, bueno, tampoco son imprescindibles para la vida. Un ‘casting’ perfecto para dejarnos pegados al sofá pero que deja bastantes dudas acerca del verdadero propósito de las aspirantes a religiosas. ¿Habrá ido ya alguna a ‘Mujeres y Hombres y Viceversa’ y no nos habremos dado cuenta?
Para los que nos mantenemos alejados de la iglesia católica y su interpretación de la religión, resulta altamente desconcertante encontrar jóvenes dispuestas a renunciar a todo para seguir los designios de la institución. Nos dan ganas de levantarnos del sofá y gritarles que por ahí no, que no se dejen engatusar. Luego, claro, recapacitamos y dejamos que cada uno haga con su vida lo que mejor le plazca. Cuestión distinta es que entendamos la necesidad de idealizar en pleno ‘prime time’ algo tan presente en la sociedad española. ¿De verdad lo que hace falta hoy en día es potenciar la imagen de la iglesia? ¿No tenemos bastante con las salidas de tono y los ataques casi diarios de los obispos o los juicios por ofensa de los sentimientos religiosos? Ahora resulta que la televisión también nos cuenta las bondades de abrazar una vida dedicada a la fe. ¡Acabáramos! Justo cuando pensábamos que habíamos llegado a 2016.
Ojalá nos sirva ‘Quiero ser monja’ para cambiar el regusto que se nos queda a muchos cada vez que un miembro destacado de la iglesia española abre la boca. Ojalá nos haga olvidar las vulneraciones de los derechos humanos que promulgan desde sus púlpitos. Ojalá, aún sin ser practicantes ni creyentes, nos congracie con sus enseñanzas. Con eso, ya valdría la pena haberlo convertido en ‘reality’. Y sí, viendo lo que vemos en las noticias, es un acto de pura fe. A ver si, al final, el que acaba convertido en monje soy yo...
Todavía no he terminado de asumir si ‘Quiero ser monja’ es un placer o un castigo, un regalo que nos ha hecho la televisión o el principio de algo tremendamente perverso que se nos ha colado sin darnos cuenta. La premisa de partida es sencilla: cinco veinteañeras que han recibido 'la llamada' deciden iniciarse en el mundo religioso y se embarcan en una aventura de seis semanas por diversas congregaciones para averiguar si quieren ser monjas o prefieren continuar con su vida actual. Ante nosotros, un espectáculo como nunca habíamos visto. La llegada al convento, la adaptación a la vida monacal, los primeros problemas -¿sin móvil? ¿Sin maquillaje? ¿Con uniforme?-, las reflexiones de las aspirantes, algo tan ajeno al espectador medio que genera una fascinación casi hipnótica.
Es el enfrentamiento cara a cara con alguien que dice vivir la fe y la religión como motor de vida lo que genera ese extraño sentimiento de desasosiego que impide disfrutar del ‘reality’ a pierna suelta. Cuando ya nos habíamos acostumbrados al ‘trospidismo’ extremo y a que los propios programas se ceben en el ridículo de los participantes, aparece ‘Quiero ser monja’ y nos saca de nuestras cómodas casillas. Sí, las respuestas de las chicas ante las monjas son absolutamente delirantes -tanto como no haber pensado que en un convento no van a poder utilizar maquillaje-, pero son, en muchos casos, las mismas que hubiésemos tenido cualquiera de nosotros -¿que no se puede salir de la habitación en pijama? ¡Vaya chasco!- y quedan integradas en el montaje sin demasiada estridencia. Un ‘trospidismo’ de baja intensidad muy acorde con el tema.
Pero, claro, estamos en un programa de televisión y ahí es donde la cosa empieza a fallar. ¿Alguien que quiere ser monja pero que dice que no va mucho a misa? ¿Otra que acude hasta la puerta del convento con su novio y se da unos buenos besos antes de despedirse, puede que para siempre, de él? ¿Una tercera que se arranca a cantar a los dos minutos para dejar claro que el 'don de la voz' también le ha sido otorgado? Y todo antes de llegar a Fernanda, la futura monja que recibió la llamada yendo a misa con resaca y que considera que lo mejor del mundo son los hombres, pero que, bueno, tampoco son imprescindibles para la vida. Un ‘casting’ perfecto para dejarnos pegados al sofá pero que deja bastantes dudas acerca del verdadero propósito de las aspirantes a religiosas. ¿Habrá ido ya alguna a ‘Mujeres y Hombres y Viceversa’ y no nos habremos dado cuenta?
Para los que nos mantenemos alejados de la iglesia católica y su interpretación de la religión, resulta altamente desconcertante encontrar jóvenes dispuestas a renunciar a todo para seguir los designios de la institución. Nos dan ganas de levantarnos del sofá y gritarles que por ahí no, que no se dejen engatusar. Luego, claro, recapacitamos y dejamos que cada uno haga con su vida lo que mejor le plazca. Cuestión distinta es que entendamos la necesidad de idealizar en pleno ‘prime time’ algo tan presente en la sociedad española. ¿De verdad lo que hace falta hoy en día es potenciar la imagen de la iglesia? ¿No tenemos bastante con las salidas de tono y los ataques casi diarios de los obispos o los juicios por ofensa de los sentimientos religiosos? Ahora resulta que la televisión también nos cuenta las bondades de abrazar una vida dedicada a la fe. ¡Acabáramos! Justo cuando pensábamos que habíamos llegado a 2016.
Ojalá nos sirva ‘Quiero ser monja’ para cambiar el regusto que se nos queda a muchos cada vez que un miembro destacado de la iglesia española abre la boca. Ojalá nos haga olvidar las vulneraciones de los derechos humanos que promulgan desde sus púlpitos. Ojalá, aún sin ser practicantes ni creyentes, nos congracie con sus enseñanzas. Con eso, ya valdría la pena haberlo convertido en ‘reality’. Y sí, viendo lo que vemos en las noticias, es un acto de pura fe. A ver si, al final, el que acaba convertido en monje soy yo...
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