Imagen: Pikara / Joan Jett |
Resulta paradójico que en los territorios de mayor contestación cultural se sigan reproduciendo de forma mayoritaria las conductas y prejuicios patriarcales. Analizamos el sexismo en tres ámbitos: la creación artística, el público y la crítica.
Julen Figueras Fernández · Politólogo y escribe en el webzine rockangels.com | Pikara Magazine, 2015-07-10
http://www.pikaramagazine.com/2015/07/la-musica-rock-y-los-tres-pilares-del-sexismo/
En las últimas décadas, las conquistas sociales por y para las mujeres han sido, dimisión más, reforma menos, lentas pero constantes. En el plano cultural, sin embargo, la industria del entretenimiento ha permanecido inamovible y ha continuado reproduciendo, si bien a veces de forma más sutil, la inagotable desigualdad de género que todavía sufrimos en nuestra sociedad. La parte que a mí me toca más de cerca, la de la música rock y sus variantes estilísticas, ha sido, en este sentido, uno de los campos en los que el carácter contestatario no ha ido de la mano de una lucha por acabar con la subordinación de género. Más bien todo lo contrario.
Por paradójico que parezca, el estilo musical que mejor ha aguantado el envite de modas y corrientes de la segunda mitad de siglo XX ha conseguido sobrevivir por su persistencia en valores como la rebeldía, la juventud, el poder y, no menos importante, el sexismo. Este artículo aborda la creación y desarrollo del discurso rockero (y sexista) en tres ámbitos: no sólo en lo que respecta a la creación artística, sino también en cuanto al público y a la crítica, espacios en los que se repara menos pero en los que el sexismo ha permanecido prácticamente inalterable.
Mujeres que miran
El rock no fue siempre cosa de hombres. Al menos no en los que respecta a su público. Más bien al contrario, el fenómeno de masas que inauguró Elvis Presley supuso, desde sus inicios, una llamada al considerado sexo débil más que al público casi exclusivamente masculino que, hasta entonces, llenaba los locales. Algunos años antes de que el trillado “sexo, drogas y rock n’ roll” se arremolinase en las cabezas adolescentes, los primeros éxitos de Elvis eran jaleados en los escenarios por mujeres que, noche tras noche, aumentaban en número y en euforia. El rock and roll fuertemente sexual de Elvis, recuerda Christopher R. Martin (1995), vigoraba el sentimiento de libertad que las quinceañeras norteamericanas de posguerra apenas comenzaban a experimentar.
Los conciertos del Rey del Rock desarrollaban una relación artista-público en la que las mujeres eran sujetos activos, chicas que salían cada noche del nicho doméstico para asistir a estos rituales de desinhibición. Quinceañeras histéricas, novios peleles llevados arrastras hasta la puerta de la sala de conciertos, tirones a la ropa del cantante, clubs de fans, liberación sexual. Los primeros rebeldes del rock, con Elvis a la cabeza, no eran tanto los artistas que pervertían como la herramienta de la que las adolescentes se servían para convertirse en “chicas malas”, o en simples mujeres dueñas de sus vidas. Quizá hoy diríamos que los conciertos de Elvis fueron vehículos de empoderamiento femenino.
La rebeldía con la que el músico llamaba a subvertir las opresiones de clase, raza y género calaron hondo, y el escándalo público en torno a las jóvenes empezó a extenderse, haciendo de la decencia de las mujeres un asunto de ‘sentido común’.
La contrarreforma no tardó en llegar. Los Rolling Stones, banda de flequillos propios de la British Invasion, se transformaron en contraparte ruda de Los Beatles más tempranos. Con temas como ‘Under My Thumb’ (Bajo Mi Pulgar), Mick Jagger ilustra el cambio fundamental que se empezaba a gestar en la música rock: la mujer, antes dueña de sí misma, es ahora objeto para la recreación masculina. Si antes la mujer tenía la sartén por el mango, es ahora el macho quien tiene a la mujer bajo su yugo. El hombre vuelve a ser libre de la tiranía de las faldas.
Con ese cambio de matiz progresivo y difícilmente perceptible, la revolución sexual de los años sesenta sigue su curso pero, esta vez, no es sino a costa de sacar a las mujeres de las salas de conciertos y devolverlas a su lugar. Así, Los Rolling Stones (y todas las bandas de “tipos duros” que les seguirían) abanderaron la liberación juvenil de los años sesenta basada en la rebeldía, la independencia o la diversión desenfrenada, en contraposición a lo aburrido y alienante del entorno doméstico reservado a las mujeres (Martin, 1995).
De esta división nada inocente de lo público y lo privado surge la figura de la groupie, única figura femenina aceptada entre bastidores. Una vez relegadas al aburrido hogar, el espacio público, los locales y los escenarios se hacen casi exclusivamente masculinos. Los hombres, dueños de la palabra y del acto, no verán con buenos ojos la presencia de las mujeres, salvo desde su cosificación. Las groupies no son, por tanto, las mujeres que malean y alienan al hombre en el entorno doméstico, sino objetos sexuales al servicio de las fantasías del hombre liberado (Becker, 2011).
El legado Stone ha llegado hasta nuestros días con relativa buena salud, haciendo del sexismo, en sus distintas vertientes, uno de los pilares básicos del imaginario rockero. La mujer como objeto de deseo satisfecho o insatisfecho; como reflejo de un entorno doméstico al que no se quiere regresar; o como la mentirosa que rompió el corazón al cantante, por nombrar algunas de sus innumerables representaciones. Pero, más allá de la perversa mirada que se posa sobre las mujeres, lo que predomina en estas canciones es el despojo de todo discurso articulado desde lo femenino, tan sólo canciones hechas por y para hombres (o para mujeres fáciles). No es de extrañar, así, que las jóvenes que antes llenaban las salas de conciertos hayan sido progresivamente sustituidas por un público mayoritariamente masculino.
Mujeres que hacen música
El discurso sobre el que se asienta la dominación masculina, presente en buena parte de la producción musical rockera de las últimas décadas, ha ido acompañado de un segundo elemento fundamental: la paupérrima presencia femenina sobre los escenarios. Tal y como cuenta el reciente documental sobre la escena punk ‘Tomar el Escenario’ (Idoate, 2013), incluso en los territorios de mayor contestación cultural se reproducen las conductas y prejuicios patriarcales. Es relativamente complicado encontrar un buen puñado de bandas formadas por mujeres, y la música potente sigue siendo cosa de machos. Así, la opresión ante la que se rebelan buena parte de las canciones de rock (como ésta o ésta) no es muy distinta de la que se ejerce desde los propios rockeros hacia las mujeres que se atreven a hacer música (y, en distinta medida, a las personas LGTBI).
Los números hablan por sí solos. Si el pop está repleto de Madonnas y Lady Gagas, la industria del rock o del heavy metal ha invisibilizado el potencial creativo de las mujeres y, en general, de toda aquella persona sin un buen encaje en los esquemas heteronormativos. En un mar de bandas que van desde Oasis hasta Manowar, la presencia de grupos musicales formados (aunque sólo sea parcialmente) por mujeres es puramente anecdótica. Más aun, en los pocos casos en los que encontramos mujeres tocando un instrumento o cantando, éstas son lanzadas no desde su valor como músicas, sino desde su cosificación y su contribución al imaginario sexista.
En lo que respecta a otras sexualidades, la discriminación es todavía más palpable. Así, incluso las excepciones más sonadas y exitosas (cierta androginia de Annie Lennox, la ambigüedad de David Bowie, Freddie Mercury y su homosexualidad declarada) han sido leídas desde la heteronormatividad vigente, dotándolas no de normalidad sino de excepcionalidad. Dicho de otra forma: para bien o para mal, los modelos alternativos nunca pasan desapercibidos.
En este contexto, el rock como espacio de formación de identidades y luchas se percibe idóneo para hombres, pero ciertamente limitado para las mujeres, que tienen que luchar, antes que nada, contra los estereotipos imperantes en este género musical. Un terreno abonado para tipos duros y rudos, para el sexo sin amor y drogas duras. ¿Queda espacio para el rock de mujeres? De la misma forma que sucede con las groupies, muchas de las bandas de rock lideradas por mujeres (que las hay) consiguen hacerse un hueco no tanto por su talento como a través de la legitimación y reforzamiento de los estereotipos rockeros (Hartman, 2014): Vixen (zorra), Heart (corazón), Madam X, Girlschool (escuela de niñas), The Runaways (las fugitivas/las desbocadas) o Blondie (rubita). No es de extrañar, por tanto, que la presencia de las mujeres en el rock no esté tanto sobre los escenarios como en los miles de videoclips y portadas de rock.
Hombres que escriben sobre mujeres
La tercera pata del sexismo en el rock la encontramos en lo que sobre éste se dice y se escribe cada día. Hace tan sólo unos pocos meses se publicaba, en un webzine de cierta tirada, una entrevista a la banda de rock sueca Crucified Barbara, que nos sirve aquí como muestra flagrante de un fenómeno que, aunque a veces sutil, puede apreciarse en buena parte de la crítica musical. El texto, que incluía preguntas de periodismo riguroso del estilo de “¿Cómo se vive el periodo menstrual cuando una está en la carretera?”, provocó una buena cantidad de críticas.
El entrevistador, desde la primera línea, se encarga de recordar que la banda entrevistada está formada por chicas y suecas, por lo que “no tiene el chichi pa farolillos” (sic.). Ante preguntas tópicas, como las referentes al rol reproductivo femenino, la respuesta de la entrevistada es fulminante: “Como algunas personas del mundo ya han descubierto, las mujeres no fueron puestas sobre la tierra para ser tiernas y complacer a los hombres y todas esas cosas. (…) No tenemos hijos, y si queremos tenerlos o no es algo privado. Nunca veo este tipo de preguntas cuando se habla con artistas masculinos, y eso me asusta”.
El periodismo y la crítica musical occidental no son, probablemente, artífices del machismo en el rock, pero sí son garantes y reproductores de un discurso que, por omisión o por excesiva atención, perpetúa a las mujeres a su excepcionalidad. Por un lado, si la industria de la música cuenta ya con notables barreras de entrada para principiantes, la música creada por mujeres tiene garantizados obstáculos adicionales. Los pocos grupos femeninos que consiguen pasar ciertos umbrales, tienen que luchar contra la invisibilización, la ridiculización y, por supuesto, la incesante constatación de género: quien está tocando no es una banda al uso, sino que es una banda de mujeres. Por eso, no extrañan las preguntas/afirmaciones que el entrevistador lanza a Crucified Barbara: “¿(…) han sido ignoradas por una parte del público rockero sencillamente por el hecho de que son chicas guapas suecas?”
La excepcionalidad a la que se enfrentan las mujeres cuenta con otra cara, aparentemente más amable aunque igual de subordinante. Tal y como apuntan algunas de las mujeres que participan en el documental ‘Tomar el Escenario’, el prejuicio inicial al ver subirse al escenario a un grupo de mujeres es desactivado cuando suena la música (al fin y al cabo, el talento creativo y las capacidades técnicas poco tienen que ver con el sexo de quien hace música). ¿El resultado? Una palmada en la espalda por parte de aquellos hombres (músicos, público y crítica) que, sin esperar nada, han constatado que, para ser mujeres, no tocan nada mal. Así, podemos ver cómo opera un mecanismo doble de infravaloración: como constatación de la disonancia en un entorno marcadamente masculino, y como confirmación del valor de esas músicas; en tanto que mujeres y a pesar de ello (Hartman, 2014).
¿Puede el rock dejar de ser sexista?
Los mimbres disruptivos con los que la cultura rockera se ha constituido han permanecido básicamente inamovibles durante las últimas décadas. Si bien el racismo y otras formas de discriminación no se toleran como años atrás, el sexismo ha permanecido inalterado en el imaginario rockero, tan sólo censurando las expresiones más explícitas y más odiosas. El “sexo” que acompaña a las “drogas y rock and roll” es, casi exclusivamente, el sexo perpetuador de relaciones opresivas. Relaciones opresivas sin las cuales la mayoría de bandas de rock perderían buena parte de su lenguaje, su mensaje y su atractivo.
En este escenario, las posibilidades de una apuesta por la igualdad dentro del rock son bastante limitadas. Para muchas de las personas que disfrutamos con el blues, el rock o el heavy metal, el sexismo que estas músicas constantemente destilan se hace cada vez más incómodo. Ésta es, además, una postura minoritaria, ya que, en los tres ámbitos desarrollados (es decir, entre artistas, público y crítica) impera la indulgencia de quien afirma que, si te pones a mirar en detalles, ninguna banda se salva.
Hay, con todo, excepciones. Desde los años noventa, el movimiento Riot Grrrl ha supuesto la corriente feminista musical más estimulante de las últimas décadas. En castellano, los bilbaínos Doctor Deseo han sabido explorar sin complejos las sexualidades que van más allá de los prototipos impuestos en el género, tanto a través de sus letras como de una puesta en escena que no es posible ignorar.
Lujuria, banda de heavy metal por la que la caverna mediática se ha rasgado las vestiduras más de una vez, lleva más de veinte años visibilizando, desde su posición privilegiada, la opresión sexual. En cuanto a festivales, el internacional LadyFest viene combatiendo el sexismo en la música desde el año 2000.
Estos son, en todo caso, casos aislados en medio de un mar de sexismo. En una relación en constante retroalimentación entre quienes producen, consumen y hablan de música, el discurso sexista parece ser más un reclamo que un lastre. Por si fuera poco, el incremento de la presencia femenina en cualquiera de estos ámbitos no es, ni mucho menos, garantía de que la situación vaya a subvertirse. Así, cabe preguntarse hasta qué punto no está el rock perpetuando unos rasgos que, aunque odiosos, venden bien y sustentan la supervivencia del género musical.
Mientras bandas marcadamente sexistas llenen estadios, mientras sigamos mirando con indulgencia videoclips repulsivos, o mientras se publiquen entrevistas como la de Crucified Barbara, esa música que cincuenta años atrás fue bandera contracultural acabará estableciéndose, en el siglo XXI, como búnker machista.
Por paradójico que parezca, el estilo musical que mejor ha aguantado el envite de modas y corrientes de la segunda mitad de siglo XX ha conseguido sobrevivir por su persistencia en valores como la rebeldía, la juventud, el poder y, no menos importante, el sexismo. Este artículo aborda la creación y desarrollo del discurso rockero (y sexista) en tres ámbitos: no sólo en lo que respecta a la creación artística, sino también en cuanto al público y a la crítica, espacios en los que se repara menos pero en los que el sexismo ha permanecido prácticamente inalterable.
Mujeres que miran
El rock no fue siempre cosa de hombres. Al menos no en los que respecta a su público. Más bien al contrario, el fenómeno de masas que inauguró Elvis Presley supuso, desde sus inicios, una llamada al considerado sexo débil más que al público casi exclusivamente masculino que, hasta entonces, llenaba los locales. Algunos años antes de que el trillado “sexo, drogas y rock n’ roll” se arremolinase en las cabezas adolescentes, los primeros éxitos de Elvis eran jaleados en los escenarios por mujeres que, noche tras noche, aumentaban en número y en euforia. El rock and roll fuertemente sexual de Elvis, recuerda Christopher R. Martin (1995), vigoraba el sentimiento de libertad que las quinceañeras norteamericanas de posguerra apenas comenzaban a experimentar.
Los conciertos del Rey del Rock desarrollaban una relación artista-público en la que las mujeres eran sujetos activos, chicas que salían cada noche del nicho doméstico para asistir a estos rituales de desinhibición. Quinceañeras histéricas, novios peleles llevados arrastras hasta la puerta de la sala de conciertos, tirones a la ropa del cantante, clubs de fans, liberación sexual. Los primeros rebeldes del rock, con Elvis a la cabeza, no eran tanto los artistas que pervertían como la herramienta de la que las adolescentes se servían para convertirse en “chicas malas”, o en simples mujeres dueñas de sus vidas. Quizá hoy diríamos que los conciertos de Elvis fueron vehículos de empoderamiento femenino.
La rebeldía con la que el músico llamaba a subvertir las opresiones de clase, raza y género calaron hondo, y el escándalo público en torno a las jóvenes empezó a extenderse, haciendo de la decencia de las mujeres un asunto de ‘sentido común’.
La contrarreforma no tardó en llegar. Los Rolling Stones, banda de flequillos propios de la British Invasion, se transformaron en contraparte ruda de Los Beatles más tempranos. Con temas como ‘Under My Thumb’ (Bajo Mi Pulgar), Mick Jagger ilustra el cambio fundamental que se empezaba a gestar en la música rock: la mujer, antes dueña de sí misma, es ahora objeto para la recreación masculina. Si antes la mujer tenía la sartén por el mango, es ahora el macho quien tiene a la mujer bajo su yugo. El hombre vuelve a ser libre de la tiranía de las faldas.
Con ese cambio de matiz progresivo y difícilmente perceptible, la revolución sexual de los años sesenta sigue su curso pero, esta vez, no es sino a costa de sacar a las mujeres de las salas de conciertos y devolverlas a su lugar. Así, Los Rolling Stones (y todas las bandas de “tipos duros” que les seguirían) abanderaron la liberación juvenil de los años sesenta basada en la rebeldía, la independencia o la diversión desenfrenada, en contraposición a lo aburrido y alienante del entorno doméstico reservado a las mujeres (Martin, 1995).
De esta división nada inocente de lo público y lo privado surge la figura de la groupie, única figura femenina aceptada entre bastidores. Una vez relegadas al aburrido hogar, el espacio público, los locales y los escenarios se hacen casi exclusivamente masculinos. Los hombres, dueños de la palabra y del acto, no verán con buenos ojos la presencia de las mujeres, salvo desde su cosificación. Las groupies no son, por tanto, las mujeres que malean y alienan al hombre en el entorno doméstico, sino objetos sexuales al servicio de las fantasías del hombre liberado (Becker, 2011).
El legado Stone ha llegado hasta nuestros días con relativa buena salud, haciendo del sexismo, en sus distintas vertientes, uno de los pilares básicos del imaginario rockero. La mujer como objeto de deseo satisfecho o insatisfecho; como reflejo de un entorno doméstico al que no se quiere regresar; o como la mentirosa que rompió el corazón al cantante, por nombrar algunas de sus innumerables representaciones. Pero, más allá de la perversa mirada que se posa sobre las mujeres, lo que predomina en estas canciones es el despojo de todo discurso articulado desde lo femenino, tan sólo canciones hechas por y para hombres (o para mujeres fáciles). No es de extrañar, así, que las jóvenes que antes llenaban las salas de conciertos hayan sido progresivamente sustituidas por un público mayoritariamente masculino.
Mujeres que hacen música
El discurso sobre el que se asienta la dominación masculina, presente en buena parte de la producción musical rockera de las últimas décadas, ha ido acompañado de un segundo elemento fundamental: la paupérrima presencia femenina sobre los escenarios. Tal y como cuenta el reciente documental sobre la escena punk ‘Tomar el Escenario’ (Idoate, 2013), incluso en los territorios de mayor contestación cultural se reproducen las conductas y prejuicios patriarcales. Es relativamente complicado encontrar un buen puñado de bandas formadas por mujeres, y la música potente sigue siendo cosa de machos. Así, la opresión ante la que se rebelan buena parte de las canciones de rock (como ésta o ésta) no es muy distinta de la que se ejerce desde los propios rockeros hacia las mujeres que se atreven a hacer música (y, en distinta medida, a las personas LGTBI).
Los números hablan por sí solos. Si el pop está repleto de Madonnas y Lady Gagas, la industria del rock o del heavy metal ha invisibilizado el potencial creativo de las mujeres y, en general, de toda aquella persona sin un buen encaje en los esquemas heteronormativos. En un mar de bandas que van desde Oasis hasta Manowar, la presencia de grupos musicales formados (aunque sólo sea parcialmente) por mujeres es puramente anecdótica. Más aun, en los pocos casos en los que encontramos mujeres tocando un instrumento o cantando, éstas son lanzadas no desde su valor como músicas, sino desde su cosificación y su contribución al imaginario sexista.
En lo que respecta a otras sexualidades, la discriminación es todavía más palpable. Así, incluso las excepciones más sonadas y exitosas (cierta androginia de Annie Lennox, la ambigüedad de David Bowie, Freddie Mercury y su homosexualidad declarada) han sido leídas desde la heteronormatividad vigente, dotándolas no de normalidad sino de excepcionalidad. Dicho de otra forma: para bien o para mal, los modelos alternativos nunca pasan desapercibidos.
En este contexto, el rock como espacio de formación de identidades y luchas se percibe idóneo para hombres, pero ciertamente limitado para las mujeres, que tienen que luchar, antes que nada, contra los estereotipos imperantes en este género musical. Un terreno abonado para tipos duros y rudos, para el sexo sin amor y drogas duras. ¿Queda espacio para el rock de mujeres? De la misma forma que sucede con las groupies, muchas de las bandas de rock lideradas por mujeres (que las hay) consiguen hacerse un hueco no tanto por su talento como a través de la legitimación y reforzamiento de los estereotipos rockeros (Hartman, 2014): Vixen (zorra), Heart (corazón), Madam X, Girlschool (escuela de niñas), The Runaways (las fugitivas/las desbocadas) o Blondie (rubita). No es de extrañar, por tanto, que la presencia de las mujeres en el rock no esté tanto sobre los escenarios como en los miles de videoclips y portadas de rock.
Hombres que escriben sobre mujeres
La tercera pata del sexismo en el rock la encontramos en lo que sobre éste se dice y se escribe cada día. Hace tan sólo unos pocos meses se publicaba, en un webzine de cierta tirada, una entrevista a la banda de rock sueca Crucified Barbara, que nos sirve aquí como muestra flagrante de un fenómeno que, aunque a veces sutil, puede apreciarse en buena parte de la crítica musical. El texto, que incluía preguntas de periodismo riguroso del estilo de “¿Cómo se vive el periodo menstrual cuando una está en la carretera?”, provocó una buena cantidad de críticas.
El entrevistador, desde la primera línea, se encarga de recordar que la banda entrevistada está formada por chicas y suecas, por lo que “no tiene el chichi pa farolillos” (sic.). Ante preguntas tópicas, como las referentes al rol reproductivo femenino, la respuesta de la entrevistada es fulminante: “Como algunas personas del mundo ya han descubierto, las mujeres no fueron puestas sobre la tierra para ser tiernas y complacer a los hombres y todas esas cosas. (…) No tenemos hijos, y si queremos tenerlos o no es algo privado. Nunca veo este tipo de preguntas cuando se habla con artistas masculinos, y eso me asusta”.
El periodismo y la crítica musical occidental no son, probablemente, artífices del machismo en el rock, pero sí son garantes y reproductores de un discurso que, por omisión o por excesiva atención, perpetúa a las mujeres a su excepcionalidad. Por un lado, si la industria de la música cuenta ya con notables barreras de entrada para principiantes, la música creada por mujeres tiene garantizados obstáculos adicionales. Los pocos grupos femeninos que consiguen pasar ciertos umbrales, tienen que luchar contra la invisibilización, la ridiculización y, por supuesto, la incesante constatación de género: quien está tocando no es una banda al uso, sino que es una banda de mujeres. Por eso, no extrañan las preguntas/afirmaciones que el entrevistador lanza a Crucified Barbara: “¿(…) han sido ignoradas por una parte del público rockero sencillamente por el hecho de que son chicas guapas suecas?”
La excepcionalidad a la que se enfrentan las mujeres cuenta con otra cara, aparentemente más amable aunque igual de subordinante. Tal y como apuntan algunas de las mujeres que participan en el documental ‘Tomar el Escenario’, el prejuicio inicial al ver subirse al escenario a un grupo de mujeres es desactivado cuando suena la música (al fin y al cabo, el talento creativo y las capacidades técnicas poco tienen que ver con el sexo de quien hace música). ¿El resultado? Una palmada en la espalda por parte de aquellos hombres (músicos, público y crítica) que, sin esperar nada, han constatado que, para ser mujeres, no tocan nada mal. Así, podemos ver cómo opera un mecanismo doble de infravaloración: como constatación de la disonancia en un entorno marcadamente masculino, y como confirmación del valor de esas músicas; en tanto que mujeres y a pesar de ello (Hartman, 2014).
¿Puede el rock dejar de ser sexista?
Los mimbres disruptivos con los que la cultura rockera se ha constituido han permanecido básicamente inamovibles durante las últimas décadas. Si bien el racismo y otras formas de discriminación no se toleran como años atrás, el sexismo ha permanecido inalterado en el imaginario rockero, tan sólo censurando las expresiones más explícitas y más odiosas. El “sexo” que acompaña a las “drogas y rock and roll” es, casi exclusivamente, el sexo perpetuador de relaciones opresivas. Relaciones opresivas sin las cuales la mayoría de bandas de rock perderían buena parte de su lenguaje, su mensaje y su atractivo.
En este escenario, las posibilidades de una apuesta por la igualdad dentro del rock son bastante limitadas. Para muchas de las personas que disfrutamos con el blues, el rock o el heavy metal, el sexismo que estas músicas constantemente destilan se hace cada vez más incómodo. Ésta es, además, una postura minoritaria, ya que, en los tres ámbitos desarrollados (es decir, entre artistas, público y crítica) impera la indulgencia de quien afirma que, si te pones a mirar en detalles, ninguna banda se salva.
Hay, con todo, excepciones. Desde los años noventa, el movimiento Riot Grrrl ha supuesto la corriente feminista musical más estimulante de las últimas décadas. En castellano, los bilbaínos Doctor Deseo han sabido explorar sin complejos las sexualidades que van más allá de los prototipos impuestos en el género, tanto a través de sus letras como de una puesta en escena que no es posible ignorar.
Lujuria, banda de heavy metal por la que la caverna mediática se ha rasgado las vestiduras más de una vez, lleva más de veinte años visibilizando, desde su posición privilegiada, la opresión sexual. En cuanto a festivales, el internacional LadyFest viene combatiendo el sexismo en la música desde el año 2000.
Estos son, en todo caso, casos aislados en medio de un mar de sexismo. En una relación en constante retroalimentación entre quienes producen, consumen y hablan de música, el discurso sexista parece ser más un reclamo que un lastre. Por si fuera poco, el incremento de la presencia femenina en cualquiera de estos ámbitos no es, ni mucho menos, garantía de que la situación vaya a subvertirse. Así, cabe preguntarse hasta qué punto no está el rock perpetuando unos rasgos que, aunque odiosos, venden bien y sustentan la supervivencia del género musical.
Mientras bandas marcadamente sexistas llenen estadios, mientras sigamos mirando con indulgencia videoclips repulsivos, o mientras se publiquen entrevistas como la de Crucified Barbara, esa música que cincuenta años atrás fue bandera contracultural acabará estableciéndose, en el siglo XXI, como búnker machista.
Referencias y otro materiales
Colectivo Antropólogos en Fuga y Compañía (2011) Rock, mujeres y música. Regiones, suplemento de antropología… año 7, número 44, marzo-mayo de 2011.
Davies, Helen. “All Rock and Roll is Homosocial: the Representation of Women in the British Rock Music Press.” Popular Music 20.3 (2001): 301-317
Hartman, C. (2014). Girly Boys and Boyish Girls: Gender Roles in Rock and Roll Music, 55–70.
Idoate, E. (2013). Tomar el Escenario. Autoexpressió produccions. Accesible en https://www.youtube.com/watch?v=TXQoeoB1pSY
McCarthy, K. (2006). Not Pretty Girls? The Journal of Popular Culture, 39(1), 69–94.
Martin, C. R. (1995). The Naturalized Gender Order Of Rock and Roll. Journal of Communication Inquiry, 53–74.
Ramos, S. (2015). Crucified Barbara: ¿Es esto una entrevista seria?. Metal Circus. Accesible en http://www.themetalcircus.com/entrevistas/crucified-barbara-es-esto-una-entrevista-seria/
Rhodes, Lisa (2005) Electric Ladyland: Women and Rock Culture. Philadelphia: University of Pennsylvania Press.
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