Imagen: El País / Protesta trans en Delhi, India |
Los hijras de la India han sido declarados “tercer sexo”. Pero que nadie se dé en pensar que asistimos al elogio de la libertad: no se les concede otro modo de vida que no sea el vicio ajeno.
Amelia Valcárcel | El País, 2019-11-09
https://elpais.com/elpais/2019/11/07/ideas/1573146376_228955.html
Atenas se parecía mucho más a Marrakech que a París, salvadas las distancias. En las calles había sobre todo hombres y las casas no necesitaban ventanas. Las mujeres vivían en el piso de arriba, el gineceo. En Roma la casa importante daba a un patio. Muchas de las sociedades urbanas son o han sido unas en las que el tránsito femenino del espacio público no estaba contemplado, como tampoco la concurrencia mixta en fiestas y saraos. Cuando este rasgo se acentúa más, entonces tenemos las sociedades de encierro femenino. Las mujeres evitan las calles o las transitan bajo un manto o un velo. Las únicas que pertenecen al ámbito público o ventanean son, de cajón, mujeres públicas. Obviamente no todas las mujeres pueden estar encerradas, porque la obligación doméstica se mantiene, y el trabajo de las mujeres nunca ha sido perdonado. En ese caso, o hasta los varones hacen la compra diaria y regatean por las sartenes, o las mujeres respetables extreman los signos de pertinencia y pertenencia cada vez que salen: jamás solas, siempre veladas y calladas.
Los griegos de los que venimos y a quienes admiramos con mucho fundamento eran una de estas sociedades. Las mujeres como es debido, esto es, las hijas, madres y esposas de los hombres importantes y respetables no concurrían en el espacio público y lo mejor era que ni siquiera se llegara a saber qué apariencia tenían. La simple mirada ajena podría deshonrarlas. En ciertos festivales desfilaban una vez las hijas de familia, cosa que tenía utilidad para ir conviniendo los casamientos, y eso era todo. El trajín exterior doméstico se confiaba a servidores o esclavos. Había excepciones, pero para confirmar la regla. Eurípides, que no le caía bien a todo el mundo —no como Sófocles, al que todos adoraban—, tenía una madre vendedora de verduras, mujer del común y del mercado, que sus compatriotas no dejaban de recordarle. Se sabe que criadas y callejeras están a disposición. El modo con que se señala que una mujer no lo está es precisamente su derecho a permanecer cubierta. Y para el placer, prostitutas y efebos.
La separación de sexos culmina cuando se invisibiliza a uno de ellos: las mujeres. Los romanos en esto eran sólo algo menos cancerberos. Las matronas vivían en sus casas y, fuera de ellas, bajo sus mantos y velos. Como en Grecia, se continuó castrando a niños a fin de tener sirvientes eunucos. Algunos de ellos llegaron muy alto en la administración imperial. El estricto purdah, la separación completa de varones y mujeres, de la India musulmana no nos ha sido desconocido en Europa en absoluto. Existe en nuestro mundo de referencia principal, el clásico grecolatino. Pues bien, las sociedades de encierro femenino solucionan a veces la ausencia de mujeres en el ámbito viril y público fingiéndolas: varias sociedades urbanas han previsto la presencia de varones especiales, travestidos, para la fiesta o el placer. Sobremanera esto ha ocurrido en Asia, en Japón, Indochina, Afganistán o la India, pero también en China, cuya Ciudad Prohibida sólo podía ser asistida por eunucos imperiales. Los “muchachos del placer” forman una comunidad separada de usos evidentes. Provienen de castas poco afortunadas y a veces son eunucos, aunque no siempre. Cuando la mirada viril quiere objetos sexuales permitidos entonces practica géneros más o menos acusados de homofilia hombruna.
¿Qué sucede cuando una práctica inmemorial se inscribe dentro de una democracia formal? Que ha de ser leída de otra forma. Comienza un sendero empinado: los hijras de la India, unos tres millones de personas, producto atávico de sociedades urbanas de encierro femenino, han sido declarados por el Estado actual “tercer sexo”. Pero que nadie se equivoque y dé en pensar que asistimos al elogio de la libertad. Lo duro y cierto es que suelen ser varones, castrados o no, de castas inferiores a quienes no se concede otro modo de vida que no sea el del vicio, ajeno, por supuesto. La India es, junto con China y Pakistán, poseedor de una notable brecha de sexo —50 millones menos de mujeres que de varones— y tiene unos 4 millones de hijras. Se consuma un atroz feticidio femenino porque se prefiere varón. Pero, a la vez, se gestan y paren varones pobres, muy pobres, que encontrarán sólo ante sí semejante salida vital. La India, que sigue consagrando niñas como prostitutas en templos, pero que no deja nacer a una tan enorme cantidad de mujeres, pretende presentar como tolerancia lo que sólo es el resultado de un patriarcado demente.
Los griegos de los que venimos y a quienes admiramos con mucho fundamento eran una de estas sociedades. Las mujeres como es debido, esto es, las hijas, madres y esposas de los hombres importantes y respetables no concurrían en el espacio público y lo mejor era que ni siquiera se llegara a saber qué apariencia tenían. La simple mirada ajena podría deshonrarlas. En ciertos festivales desfilaban una vez las hijas de familia, cosa que tenía utilidad para ir conviniendo los casamientos, y eso era todo. El trajín exterior doméstico se confiaba a servidores o esclavos. Había excepciones, pero para confirmar la regla. Eurípides, que no le caía bien a todo el mundo —no como Sófocles, al que todos adoraban—, tenía una madre vendedora de verduras, mujer del común y del mercado, que sus compatriotas no dejaban de recordarle. Se sabe que criadas y callejeras están a disposición. El modo con que se señala que una mujer no lo está es precisamente su derecho a permanecer cubierta. Y para el placer, prostitutas y efebos.
La separación de sexos culmina cuando se invisibiliza a uno de ellos: las mujeres. Los romanos en esto eran sólo algo menos cancerberos. Las matronas vivían en sus casas y, fuera de ellas, bajo sus mantos y velos. Como en Grecia, se continuó castrando a niños a fin de tener sirvientes eunucos. Algunos de ellos llegaron muy alto en la administración imperial. El estricto purdah, la separación completa de varones y mujeres, de la India musulmana no nos ha sido desconocido en Europa en absoluto. Existe en nuestro mundo de referencia principal, el clásico grecolatino. Pues bien, las sociedades de encierro femenino solucionan a veces la ausencia de mujeres en el ámbito viril y público fingiéndolas: varias sociedades urbanas han previsto la presencia de varones especiales, travestidos, para la fiesta o el placer. Sobremanera esto ha ocurrido en Asia, en Japón, Indochina, Afganistán o la India, pero también en China, cuya Ciudad Prohibida sólo podía ser asistida por eunucos imperiales. Los “muchachos del placer” forman una comunidad separada de usos evidentes. Provienen de castas poco afortunadas y a veces son eunucos, aunque no siempre. Cuando la mirada viril quiere objetos sexuales permitidos entonces practica géneros más o menos acusados de homofilia hombruna.
¿Qué sucede cuando una práctica inmemorial se inscribe dentro de una democracia formal? Que ha de ser leída de otra forma. Comienza un sendero empinado: los hijras de la India, unos tres millones de personas, producto atávico de sociedades urbanas de encierro femenino, han sido declarados por el Estado actual “tercer sexo”. Pero que nadie se equivoque y dé en pensar que asistimos al elogio de la libertad. Lo duro y cierto es que suelen ser varones, castrados o no, de castas inferiores a quienes no se concede otro modo de vida que no sea el del vicio, ajeno, por supuesto. La India es, junto con China y Pakistán, poseedor de una notable brecha de sexo —50 millones menos de mujeres que de varones— y tiene unos 4 millones de hijras. Se consuma un atroz feticidio femenino porque se prefiere varón. Pero, a la vez, se gestan y paren varones pobres, muy pobres, que encontrarán sólo ante sí semejante salida vital. La India, que sigue consagrando niñas como prostitutas en templos, pero que no deja nacer a una tan enorme cantidad de mujeres, pretende presentar como tolerancia lo que sólo es el resultado de un patriarcado demente.
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