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«Si vas a escribir desde una posición de privilegio, no hay margen de error»: Rebecca Makkai firma ‘Los optimistas’, una historia sobre la pandemia que tampoco ha acabado, el VIH.
‘Los optimistas’ (Sexto Piso) se mueve entre los 80, los años duros del sida, y un presente cercano. Es la historia de un grupo de amigos homosexuales y de una madre que busca a su hija. Pero también una reflexión sobre el mundo del arte, la autenticidad y quiénes consiguen contar sus historias.
Laura Caso | Mujer Hoy, 2021-10-25
https://www.mujerhoy.com/actualidad/nuevo-libro-pandemia-vih-sida-polemica-hombres-gays-los-optimistas-rebecca-makkai-20211025142610-nt.html
¿Cuánto tiempo tendrá que pasar para que empecemos a contar historias con perspectiva sobre la crisis del COVID-19? ¿Serán los que fueron niños durante esta pandemia los que mejor puedan contarla? Rebecca Makkai nació en 1978 y tenía 9 años cuando el presidente de su país, Reagan, pronunció por primera vez en público el término 'AIDS', sida, seis años -nada más y nada menos- después de que se descubriera el virus. En 2018, cuando otra epidemia mundial aún era inimaginable, publicó ‘Los optimistas’, que en este 2021 se estrena traducido al español por la editorial Sexto Piso (trad. Aurora Echevarría) y se contempla, quizá, de una manera diferente.
‘Los optimistas’ comienza en 1985 con un grupo de amigos gays en Chicago, casi todos con trabajos intelectuales y en la treintena. Y empieza con Yale Tishman, un curador de arte, acudiendo al funeral de Nico: la epidemia se está cobrando vidas de hombres jóvenes a un ritmo alarmante, y cada diagnóstico es prácticamente una sentencia de muerte. Pero el libro viaja también al presente, treinta años también cuando Fionna, la hermana de Nico, trata de localizar a la hija con la que ha perdido toda relación desde que ésta, en su juventud, se uniera a una secta.
«No creo que la pandemia haya cambiado la manera en que pienso en mi libro pero sí creo que haberlo escrito, con toda la investigación que realicé, me ha dado un entendimiento diferente de la crisis: sobre cómo funciona el sistema de salud estadounidense, cómo los países trabajan juntos para atajar una crisis, cómo la gente confía o desconfía de la ciencia… Fue como un curso preparatorio», explicaba Rebecca Makkai a Mujerhoy un soleado día de octubre en Madrid.
P. En tu opinión, ¿existen paralelismos entre ambas crisis sanitarias?
R. En aquel momento hubo mucha desinformación porque no se cubrió en los medios y el gobierno no hablaba de ello. Ronald Reagan no pronunció públicamente la palabra 'sida' (aids, en inglés) hasta 1987, y la enfermedad se descubrió en 1981. Hubo mucho silencio y desconocimiento. No se investigaba apenas porque no había dinero. Y es interesante porque ahora ha sido al contrario: hay amplia cobertura mediática, se ha invertido mucho dinero y aún así mucha gente no se fía de lo que dicen las autoridades o la ciencia.
P. Se habló mucho de que las emergencias sanitarias como esta «nos igualan a todos», pero una vez más hemos comprobado como eso no es cierto. Las personas con menos recursos vuelven a ser las que más sufren, y esto ya había ocurrido con la pandemia del VIH...
R. Esto es especialmente cierto en un país como Estados Unidos, con un sistema de salud tan injusto… Si no tienes seguro no puedes conseguir tratamientos que cuestan miles y miles de dólares. Seguimos teniendo personas con VIH (1,1 millones en EE.UU.), muchas son infecciones nuevas y gran parte de ellas son gente que no lo sabía, que no tiene acceso a medicación o que, aún teniéndolo, no pueden tomarlo todos los días o renovar sus recetas.
Existe la idea de que el VIH es algo acabado. Y sí, es una condición con la que se puede vivir en países con sistemas públicos excelentes y si no se tienen otras patologías, pero la gran parte de las nuevas infecciones no se producen en esa situación. En lugares como Sudáfrica o India la enfermedad golpea especialmente a las personas con menos recursos.
P. Hace poco ha habido dos pequeños fenómenos audiovisuales que rememoran, como ‘Los optimistas’, los años más duros de la pandemia del VIH: las series Pose y It's a sin. ¿Crees que estas historias están surgiendo porque sus creadores las vivieron cuando eran niños o jóvenes y quedaron muy marcados por ello?
R. Nací en 1978. Cuando el libro comienza, yo tenía solo 7 años, pero el VIH era un tema que me fascinaba y estaba muy preocupada. Creo que sí, que las novelas y las series que ahora están surgiendo tienden a tener detrás a gente de mi generación, gente que empezó a ser consciente del mundo cuando el mundo estaba sumido en esta crisis. Los que eran adultos en aquel momento quizá la vivieron pensando «bueno, es otra crisis, las crisis van y vienen», pero para un niño esta enfermedad lo era todo. Y si lo piensas, era así: murieron decenas de millones de personas.
Es un momento muy interesante, porque hay muchos creadores de esa generación que lo vivieron, jóvenes que no saben casi nada al respecto y personas que sobrevivieron, tienen 70 u 80 años y es la oportunidad para contar sus historias.
P. Casi podemos hablar de una generación desaparecida, que en el caso de las guerras, por ejemplo, sí que se recuerda y se rememora así, pero no existe esa consideración histórica y social en lo referente a aquellos años del VIH.
R. En el mundo del arte sí que hay ese sentido de pérdida y, por supuesto, entre los que vieron morir a sus seres queridos. Pero hay mucho olvido porque hubo mucho silencio: personas que murieron con la enfermedad que no querían que se supiera, o a veces eran sus familias. No hay una lista con todos los nombres, al estilo de la I Guerra Mundial.
P. Es una novela muy coral y compleja, hay muchos personajes que además comparten tantas características que podría haber sido una tentación caer en los estereotipos: hombres treintañeros, urbanitas, con profesiones liberales, gays...
R. Gran parte de la investigación consistió en entrevistar a gente que vivió aquellos años, y eso me proporcionó muchísimos detalles, detalles psicológicos también. A mí me criaron profesores, así que tiendo a escribir sobre intelectuales. Manejar tantos personajes era todo un reto, porque la novela no puede ser eterna. No podía hablar de todos los tipos de personas que sufrieron aquellos años: gente con drogadicción y vih, mujeres con vih... Necesitaba quedarme con un grupo de amigos y ser realista con cómo de diverso podía ser ese grupo en esa época: no ibas a tener a una persona de cada etnia, etc. Pero dentro de esos límites quería toda la variedad posible.
P. Ahora que mencionas a mujeres, también tienen un peso importante en la novela, especialmente como cuidadoras...
R. Sí, en la novela, al final las mujeres son las que cuidan. Está Fionna, que al principio del libro pierde a su hermano por la enfermedad, y hay dos personajes más secundarios, una pareja de lesbianas. Lo que aprendí es que aquellos hombres gays tenían muchas amigas y, cuando enfermaban, el resto de sus amigos o estaban también enfermos o no podían hacerse cargo y eran las mujeres las que estaban ahí. La comunidad lesbiana estuvo realmente a la altura en ese momento histórico. Hasta entonces, las comunidades gay y lesbiana no se habían llevado muy bien, sentían que no tenían nada en común, pero en esta crisis ellas se involucraron de verdad, cuidando y también apoyando desde el activismo.
P. Si uno se deja llevar por la temática o la sinopsis, ‘Los optimistas’ puede dar la sensación de ser una novela en la que no se para de llorar. Pero hay mucho humor, hay tramas casi de thriller, hay ternura...
R. Cuando la gente me pregunta, siempre digo que es un libro triste, no deprimente. Nadie puede vivir en un estado de crisis durante una década. A medida que me informaba más y más sobre este periodo y hablaba con quienes lo vivieron, entendí que era lo más realista.
Sigues teniendo sentido del humor, te sigues divirtiendo. Buscaba la textura de la realidad, y pasan muchas otras cosas que no tienen nada que ver con el VIH. El trabajo de Yale, rupturas, enamoramientos… Esto me permitió llevar alegría y sentido del humor al libro.
P. Además de muchos personajes, la estructura se complica manejando dos líneas temporales. ¿Planteaste así la novela desde el principio?
R. Empecé escribiendo solo desde el punto de vista de Yale y solo en los 80. Avancé 100 páginas, pero cambié de opinión por dos razones. La primera es que estaba preocupada por la cuestión de la apropiación: escribiendo desde el punto de vista de un hombre gay sentía que estaba ejerciendo de ventrílocua. Al meter otro personaje más parecido a mí podía alejarme más como autora. La otra razón es que cuando hablé con supervivientes me fascinó cómo hablaban de la memoria. Un montón de gente hablaba de que no se acordaba de nada porque había estado bebiendo mucho para soportar la situación. Esta cuestión del tiempo se convirtió en algo muy interesante: qué pasa con los que sobreviven. No hubiera podido incluir nada de eso si me hubiera quedado en la misma época.
P. No es comparable por muchas cuestiones, pero con el coronavirus hemos vuelto a vivir la enfermedad asociada a un castigo moral: parece que quien se contagia es, necesariamente, culpable. En el caso del VIH, esta vinculación era tremenda y muy dolorosa, y décadas después parece que no hemos aprendido...
R. En aquel momento, líderes religiosos y políticos dijeron públicamente que esto era un castigo divino, que Dios estaba limpiando la Tierra. Un político muy cercano a Reagan llegó a proponer que se hicieran tests a toda la población y que se marcara a los contagiados. Otro propuso mandar a todos los homosexuales a una isla... Los hombres gays de esa generación se habían criado en el armario. La mayoría fueron educados en la vergüenza. Y que esto ocurriera justo cuando eran adultos y libres les llevó a pensar a muchos: mi párroco tenía razón, mi madre tenía razón...
Tuve un conflicto mientras escribía. Mucha gente me había recalcado lo tóxico que es intentar trazar quién se lo ha transmitido a quién, pero como novelista necesitaba que hubiera causa y efecto. Me daba la sensación de que cada elección que tomaba era, de alguna manera, un juicio moral: si un personaje promiscuo contrae el virus iba a parecer que yo estaba dando a entender que la causa era su promiscuidad. Si se trataba de alguien muy cuidadoso, podía dar la sensación de que quería decir: «da igual lo que hagas, estás jodido».
Me di cuenta de que, como escritora, no podía solucionar ese problema, y tampoco podía evitarlo. Así que se lo pasé a mis personajes, que ellos fueran los que lo experimentaran, porque así era en la vida real.
P. Antes hablabas de tu preocupación por la apropiación al escribir una historia sobre un colectivo al que no perteneces. No sé si te has enterado de la reciente polémica sobre el Premio Planeta, Carmen Mola y los tres hombres tras el pseudónimo...
R. ¡Sí! He escuchado mucho hablar de ello... ¡Vaya escándalo!
P. A muchas personas les ha molestado enormemente que, teniendo en cuenta un contexto histórico en el que muchas mujeres han tenido que publicar con pseudónimos y una industria que sigue publicando a menos mujeres que hombres, tres escritores utilicen el nombre de una mujer para firmar. ¿Cuál es tu opinión?
R. Nadie dice que no puedas escribir sobre ciertos temas, no te vamos a cancelar, pero si vas a hacerlo, si vas a escribir desde una posición de privilegio, no hay margen de error. Y, sobre todo, ¡hay que ser honesto! Otra cosa que me pregunto es... ¿Cómo se escribe un libro entre tres personas?
‘Los optimistas’ comienza en 1985 con un grupo de amigos gays en Chicago, casi todos con trabajos intelectuales y en la treintena. Y empieza con Yale Tishman, un curador de arte, acudiendo al funeral de Nico: la epidemia se está cobrando vidas de hombres jóvenes a un ritmo alarmante, y cada diagnóstico es prácticamente una sentencia de muerte. Pero el libro viaja también al presente, treinta años también cuando Fionna, la hermana de Nico, trata de localizar a la hija con la que ha perdido toda relación desde que ésta, en su juventud, se uniera a una secta.
«No creo que la pandemia haya cambiado la manera en que pienso en mi libro pero sí creo que haberlo escrito, con toda la investigación que realicé, me ha dado un entendimiento diferente de la crisis: sobre cómo funciona el sistema de salud estadounidense, cómo los países trabajan juntos para atajar una crisis, cómo la gente confía o desconfía de la ciencia… Fue como un curso preparatorio», explicaba Rebecca Makkai a Mujerhoy un soleado día de octubre en Madrid.
P. En tu opinión, ¿existen paralelismos entre ambas crisis sanitarias?
R. En aquel momento hubo mucha desinformación porque no se cubrió en los medios y el gobierno no hablaba de ello. Ronald Reagan no pronunció públicamente la palabra 'sida' (aids, en inglés) hasta 1987, y la enfermedad se descubrió en 1981. Hubo mucho silencio y desconocimiento. No se investigaba apenas porque no había dinero. Y es interesante porque ahora ha sido al contrario: hay amplia cobertura mediática, se ha invertido mucho dinero y aún así mucha gente no se fía de lo que dicen las autoridades o la ciencia.
P. Se habló mucho de que las emergencias sanitarias como esta «nos igualan a todos», pero una vez más hemos comprobado como eso no es cierto. Las personas con menos recursos vuelven a ser las que más sufren, y esto ya había ocurrido con la pandemia del VIH...
R. Esto es especialmente cierto en un país como Estados Unidos, con un sistema de salud tan injusto… Si no tienes seguro no puedes conseguir tratamientos que cuestan miles y miles de dólares. Seguimos teniendo personas con VIH (1,1 millones en EE.UU.), muchas son infecciones nuevas y gran parte de ellas son gente que no lo sabía, que no tiene acceso a medicación o que, aún teniéndolo, no pueden tomarlo todos los días o renovar sus recetas.
Existe la idea de que el VIH es algo acabado. Y sí, es una condición con la que se puede vivir en países con sistemas públicos excelentes y si no se tienen otras patologías, pero la gran parte de las nuevas infecciones no se producen en esa situación. En lugares como Sudáfrica o India la enfermedad golpea especialmente a las personas con menos recursos.
P. Hace poco ha habido dos pequeños fenómenos audiovisuales que rememoran, como ‘Los optimistas’, los años más duros de la pandemia del VIH: las series Pose y It's a sin. ¿Crees que estas historias están surgiendo porque sus creadores las vivieron cuando eran niños o jóvenes y quedaron muy marcados por ello?
R. Nací en 1978. Cuando el libro comienza, yo tenía solo 7 años, pero el VIH era un tema que me fascinaba y estaba muy preocupada. Creo que sí, que las novelas y las series que ahora están surgiendo tienden a tener detrás a gente de mi generación, gente que empezó a ser consciente del mundo cuando el mundo estaba sumido en esta crisis. Los que eran adultos en aquel momento quizá la vivieron pensando «bueno, es otra crisis, las crisis van y vienen», pero para un niño esta enfermedad lo era todo. Y si lo piensas, era así: murieron decenas de millones de personas.
Es un momento muy interesante, porque hay muchos creadores de esa generación que lo vivieron, jóvenes que no saben casi nada al respecto y personas que sobrevivieron, tienen 70 u 80 años y es la oportunidad para contar sus historias.
P. Casi podemos hablar de una generación desaparecida, que en el caso de las guerras, por ejemplo, sí que se recuerda y se rememora así, pero no existe esa consideración histórica y social en lo referente a aquellos años del VIH.
R. En el mundo del arte sí que hay ese sentido de pérdida y, por supuesto, entre los que vieron morir a sus seres queridos. Pero hay mucho olvido porque hubo mucho silencio: personas que murieron con la enfermedad que no querían que se supiera, o a veces eran sus familias. No hay una lista con todos los nombres, al estilo de la I Guerra Mundial.
P. Es una novela muy coral y compleja, hay muchos personajes que además comparten tantas características que podría haber sido una tentación caer en los estereotipos: hombres treintañeros, urbanitas, con profesiones liberales, gays...
R. Gran parte de la investigación consistió en entrevistar a gente que vivió aquellos años, y eso me proporcionó muchísimos detalles, detalles psicológicos también. A mí me criaron profesores, así que tiendo a escribir sobre intelectuales. Manejar tantos personajes era todo un reto, porque la novela no puede ser eterna. No podía hablar de todos los tipos de personas que sufrieron aquellos años: gente con drogadicción y vih, mujeres con vih... Necesitaba quedarme con un grupo de amigos y ser realista con cómo de diverso podía ser ese grupo en esa época: no ibas a tener a una persona de cada etnia, etc. Pero dentro de esos límites quería toda la variedad posible.
P. Ahora que mencionas a mujeres, también tienen un peso importante en la novela, especialmente como cuidadoras...
R. Sí, en la novela, al final las mujeres son las que cuidan. Está Fionna, que al principio del libro pierde a su hermano por la enfermedad, y hay dos personajes más secundarios, una pareja de lesbianas. Lo que aprendí es que aquellos hombres gays tenían muchas amigas y, cuando enfermaban, el resto de sus amigos o estaban también enfermos o no podían hacerse cargo y eran las mujeres las que estaban ahí. La comunidad lesbiana estuvo realmente a la altura en ese momento histórico. Hasta entonces, las comunidades gay y lesbiana no se habían llevado muy bien, sentían que no tenían nada en común, pero en esta crisis ellas se involucraron de verdad, cuidando y también apoyando desde el activismo.
P. Si uno se deja llevar por la temática o la sinopsis, ‘Los optimistas’ puede dar la sensación de ser una novela en la que no se para de llorar. Pero hay mucho humor, hay tramas casi de thriller, hay ternura...
R. Cuando la gente me pregunta, siempre digo que es un libro triste, no deprimente. Nadie puede vivir en un estado de crisis durante una década. A medida que me informaba más y más sobre este periodo y hablaba con quienes lo vivieron, entendí que era lo más realista.
Sigues teniendo sentido del humor, te sigues divirtiendo. Buscaba la textura de la realidad, y pasan muchas otras cosas que no tienen nada que ver con el VIH. El trabajo de Yale, rupturas, enamoramientos… Esto me permitió llevar alegría y sentido del humor al libro.
P. Además de muchos personajes, la estructura se complica manejando dos líneas temporales. ¿Planteaste así la novela desde el principio?
R. Empecé escribiendo solo desde el punto de vista de Yale y solo en los 80. Avancé 100 páginas, pero cambié de opinión por dos razones. La primera es que estaba preocupada por la cuestión de la apropiación: escribiendo desde el punto de vista de un hombre gay sentía que estaba ejerciendo de ventrílocua. Al meter otro personaje más parecido a mí podía alejarme más como autora. La otra razón es que cuando hablé con supervivientes me fascinó cómo hablaban de la memoria. Un montón de gente hablaba de que no se acordaba de nada porque había estado bebiendo mucho para soportar la situación. Esta cuestión del tiempo se convirtió en algo muy interesante: qué pasa con los que sobreviven. No hubiera podido incluir nada de eso si me hubiera quedado en la misma época.
P. No es comparable por muchas cuestiones, pero con el coronavirus hemos vuelto a vivir la enfermedad asociada a un castigo moral: parece que quien se contagia es, necesariamente, culpable. En el caso del VIH, esta vinculación era tremenda y muy dolorosa, y décadas después parece que no hemos aprendido...
R. En aquel momento, líderes religiosos y políticos dijeron públicamente que esto era un castigo divino, que Dios estaba limpiando la Tierra. Un político muy cercano a Reagan llegó a proponer que se hicieran tests a toda la población y que se marcara a los contagiados. Otro propuso mandar a todos los homosexuales a una isla... Los hombres gays de esa generación se habían criado en el armario. La mayoría fueron educados en la vergüenza. Y que esto ocurriera justo cuando eran adultos y libres les llevó a pensar a muchos: mi párroco tenía razón, mi madre tenía razón...
Tuve un conflicto mientras escribía. Mucha gente me había recalcado lo tóxico que es intentar trazar quién se lo ha transmitido a quién, pero como novelista necesitaba que hubiera causa y efecto. Me daba la sensación de que cada elección que tomaba era, de alguna manera, un juicio moral: si un personaje promiscuo contrae el virus iba a parecer que yo estaba dando a entender que la causa era su promiscuidad. Si se trataba de alguien muy cuidadoso, podía dar la sensación de que quería decir: «da igual lo que hagas, estás jodido».
Me di cuenta de que, como escritora, no podía solucionar ese problema, y tampoco podía evitarlo. Así que se lo pasé a mis personajes, que ellos fueran los que lo experimentaran, porque así era en la vida real.
P. Antes hablabas de tu preocupación por la apropiación al escribir una historia sobre un colectivo al que no perteneces. No sé si te has enterado de la reciente polémica sobre el Premio Planeta, Carmen Mola y los tres hombres tras el pseudónimo...
R. ¡Sí! He escuchado mucho hablar de ello... ¡Vaya escándalo!
P. A muchas personas les ha molestado enormemente que, teniendo en cuenta un contexto histórico en el que muchas mujeres han tenido que publicar con pseudónimos y una industria que sigue publicando a menos mujeres que hombres, tres escritores utilicen el nombre de una mujer para firmar. ¿Cuál es tu opinión?
R. Nadie dice que no puedas escribir sobre ciertos temas, no te vamos a cancelar, pero si vas a hacerlo, si vas a escribir desde una posición de privilegio, no hay margen de error. Y, sobre todo, ¡hay que ser honesto! Otra cosa que me pregunto es... ¿Cómo se escribe un libro entre tres personas?
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