Imagen: The New York Times / Catherine Millet |
Gabriela Wiener | The New York Times, 2018-01-13
https://www.nytimes.com/es/2018/01/13/yo-te-acoso-moi-non-plus/
Quizá haya sido la cara de Catherine Deneuve la más compartida junto al manifiesto firmado por cien francesas contra el #MeToo, pero puedo reconocer sobre todo el sello inconfundible de la otra Catherine, la Millet, en casi todo el texto. Me juego un brazo a que fueron los aportes de la escritora los que consiguieron imprimirle a la carta su estilo de curiosa amalgama ideológica, entre una suerte de feminismo prosexo, negacionismos varios y justificaciones que harán las delicias del cínico #NiUnoMenos: “El flirteo insistente o torpe no es un delito, ni la galantería una agresión machista”, dicen.
Conozco esa retórica. ‘La vida sexual de Catherine Millet’ hizo por mí en 2001 lo mismo que ‘Los diarios de Anaïs Nin’ en 1994. Las francesas, cada una a su tiempo y en feliz progresión, me corrompieron, me legitimaron, me sacudieron de encima los prejuicios, me hicieron ver que allí donde los otros me habían colgado el estigma de la libertina, en ese mismo dolor estaba mi poder y mi redención. Que, como lo hace un hombre, yo podía ser agente de mi cuerpo y mi sexualidad. Que podía dejar de ser la envilecida Justine y convertirme en mi propio Marqués de Sade. Millet, en particular, me inoculó el orgullo de la promiscuidad, fue la mano de la que me cogí en el sopor conyugal para que me enseñara el camino al bosque o al jardín de los suplicios en busca de otros placeres, a veces sin sentimientos, ni miedo ni frío ni culpa, hasta sin deseo.
¿Por qué, entonces, algunas de las nociones más repulsivas de los libros y entrevistas de Millet —“antipuritanismo”, “libertad sexual”—, que fueron en su día revolucionarias para mí, se usan ahora contra las feministas autoerigidas, según ellas, en nuevas guardianas de la moral y “fiscales autoproclamados” que estarían instalando un “clima de sociedad totalitaria”? ¿No tuvieron que luchar antes unas cuantas de ellas para que Millet y yo, y cualquiera, puedan “disfrutar de ser el objeto sexual de un hombre” si nos da la gana? Ser puritana es, más bien, propugnar una sexualidad congelada en el tiempo, en la que el hombre es quien toma, hace y deshace, y la mujer es la que espera y cede. En suma, la libertad sexual y el derecho a la seducción que idealizan las francesas es la del hombre, no la nuestra.
Hay, además, en el documento, frases tan a lo Millet, como “la pulsión sexual es por naturaleza ofensiva y salvaje”, que pretenden sustentar un discurso en el que “los incidentes [sic] que pueden afectar el cuerpo de una mujer no alcanzan necesariamente su dignidad”. ¿Realmente están diciendo las firmantes que el cuerpo puede ser ofendido sin perjuicio de la persona, porque lo importante es que “nuestra libertad interior es inviolable”?
Volví a transitar de una escritora francesa a otra. La ‘Teoría King Kong’ de Virginie Despentes hizo por mí en 2007 lo que no había hecho ninguna: enseñarme, precisamente, a enarbolar una libertad sexual que no se basa en una dependencia del otro, en la que ese otro es casi siempre un hombre, seductor, coqueto, inoportuno, al que hay que complacer o comprender.
Despentes y otras feministas nos enseñaron, precisamente, a no victimizarnos, a desobedecer en minifalda para que la noche siga siendo nuestra, desafiando el hecho de que la mitad de las mujeres en el mundo han sido violadas alguna vez. Se trata de enfrentar la violencia de quienes culpan a las mujeres de ser agredidas o de estar muertas. Aún más sabiendo que la que pesa sobre una indígena pobre en Latinoamérica no es la misma violencia que puede ejercerse sobre las chicas de #MeToo, o las fundadoras de influyentes revistas de arte, como Millet, o las leyendas del cine galo, como Deneuve.
Sin embargo, a estas cien francesas no se les ha ocurrido mejor idea que trivializar las agresiones, sin dedicar una sola línea de reconocimiento a las víctimas. Detrás de esta omisión, está todo su programa: lo que les falta de empatía respecto de las acosadas les sobra de indignación por las que deben ser, a sus ojos, falsas víctimas (“yo no te creo”, parecen decirles), las que han arruinado la reputación de un puñado de honorables que solo cometieron un desliz. La carta se firma en la tierra en la que nació Dominique Strauss-Kahn, un violador que si no fuera por una valiente mujer que se atrevió a denunciarlo habría sido el presidente de Francia. Pero esa es una aguja en un pajar de impunidad.
En este momento histórico, cuando parece que hay algún amago de hacer justicia a las mujeres —y eso incluye al #MeToo de las hollywoodenses—, a este centenar de europeas ni siquiera les ha dado por el feminismo ‘mainstream’. Desde sus pedestales un poco rancios, señalan los excesos cuando lo que se requiere es tolerancia cero. En lugar de dejar que ese puñado de perpetradores se protejan solos —medios, poder y privilegios les sobran—, ellas han asumido la defensa pública de sus carreras y de su arte impoluto, alertando sobre un feminismo que odia a esos hombres y al sexo. Lo que ese feminismo rechaza, en realidad, es el acoso en todas sus intensidades y la vuelta al ‘statu quo’. Hoy que por fin podemos llamar a las cosas por su nombre —acoso es hostigamiento, persecución callejera, violencia verbal, tocamientos indebidos e insistentes mensajes no deseados—, otras mujeres, sin una pizca de empatía, intentan deslizarnos eufemismos como “libertad para importunar”.
Sugerir que las impulsoras de las últimas campañas contra el acoso responden, además, a intereses ultraconservadores o religiosos, como se intenta en el comunicado, es hacer exactamente eso que denuncian: tratar a quienes se han atrevido a alzar la voz como subordinadas sin pensamiento propio, cuando es precisamente esa voz que ya no calla la nueva revolución. Acusarlas de victimizarse, cuando son más fuertes que nunca, y no están paralizadas en la queja o el sufrimiento, sino que proponen soluciones para frenar la violencia, es un despropósito que solo puede explicarse por el miedo al cambio inevitable.
Llevamos años sangrando para que se entienda de una vez que ‘No es No’. ¿Vamos a relativizarlo otra vez? “Delatar al cerdo” —el homólogo francés del #MeToo— no es odiar al hombre y al sexo, estimadas Catherines, es solo delatar al cerdo.
Conozco esa retórica. ‘La vida sexual de Catherine Millet’ hizo por mí en 2001 lo mismo que ‘Los diarios de Anaïs Nin’ en 1994. Las francesas, cada una a su tiempo y en feliz progresión, me corrompieron, me legitimaron, me sacudieron de encima los prejuicios, me hicieron ver que allí donde los otros me habían colgado el estigma de la libertina, en ese mismo dolor estaba mi poder y mi redención. Que, como lo hace un hombre, yo podía ser agente de mi cuerpo y mi sexualidad. Que podía dejar de ser la envilecida Justine y convertirme en mi propio Marqués de Sade. Millet, en particular, me inoculó el orgullo de la promiscuidad, fue la mano de la que me cogí en el sopor conyugal para que me enseñara el camino al bosque o al jardín de los suplicios en busca de otros placeres, a veces sin sentimientos, ni miedo ni frío ni culpa, hasta sin deseo.
¿Por qué, entonces, algunas de las nociones más repulsivas de los libros y entrevistas de Millet —“antipuritanismo”, “libertad sexual”—, que fueron en su día revolucionarias para mí, se usan ahora contra las feministas autoerigidas, según ellas, en nuevas guardianas de la moral y “fiscales autoproclamados” que estarían instalando un “clima de sociedad totalitaria”? ¿No tuvieron que luchar antes unas cuantas de ellas para que Millet y yo, y cualquiera, puedan “disfrutar de ser el objeto sexual de un hombre” si nos da la gana? Ser puritana es, más bien, propugnar una sexualidad congelada en el tiempo, en la que el hombre es quien toma, hace y deshace, y la mujer es la que espera y cede. En suma, la libertad sexual y el derecho a la seducción que idealizan las francesas es la del hombre, no la nuestra.
Hay, además, en el documento, frases tan a lo Millet, como “la pulsión sexual es por naturaleza ofensiva y salvaje”, que pretenden sustentar un discurso en el que “los incidentes [sic] que pueden afectar el cuerpo de una mujer no alcanzan necesariamente su dignidad”. ¿Realmente están diciendo las firmantes que el cuerpo puede ser ofendido sin perjuicio de la persona, porque lo importante es que “nuestra libertad interior es inviolable”?
Volví a transitar de una escritora francesa a otra. La ‘Teoría King Kong’ de Virginie Despentes hizo por mí en 2007 lo que no había hecho ninguna: enseñarme, precisamente, a enarbolar una libertad sexual que no se basa en una dependencia del otro, en la que ese otro es casi siempre un hombre, seductor, coqueto, inoportuno, al que hay que complacer o comprender.
Despentes y otras feministas nos enseñaron, precisamente, a no victimizarnos, a desobedecer en minifalda para que la noche siga siendo nuestra, desafiando el hecho de que la mitad de las mujeres en el mundo han sido violadas alguna vez. Se trata de enfrentar la violencia de quienes culpan a las mujeres de ser agredidas o de estar muertas. Aún más sabiendo que la que pesa sobre una indígena pobre en Latinoamérica no es la misma violencia que puede ejercerse sobre las chicas de #MeToo, o las fundadoras de influyentes revistas de arte, como Millet, o las leyendas del cine galo, como Deneuve.
Sin embargo, a estas cien francesas no se les ha ocurrido mejor idea que trivializar las agresiones, sin dedicar una sola línea de reconocimiento a las víctimas. Detrás de esta omisión, está todo su programa: lo que les falta de empatía respecto de las acosadas les sobra de indignación por las que deben ser, a sus ojos, falsas víctimas (“yo no te creo”, parecen decirles), las que han arruinado la reputación de un puñado de honorables que solo cometieron un desliz. La carta se firma en la tierra en la que nació Dominique Strauss-Kahn, un violador que si no fuera por una valiente mujer que se atrevió a denunciarlo habría sido el presidente de Francia. Pero esa es una aguja en un pajar de impunidad.
En este momento histórico, cuando parece que hay algún amago de hacer justicia a las mujeres —y eso incluye al #MeToo de las hollywoodenses—, a este centenar de europeas ni siquiera les ha dado por el feminismo ‘mainstream’. Desde sus pedestales un poco rancios, señalan los excesos cuando lo que se requiere es tolerancia cero. En lugar de dejar que ese puñado de perpetradores se protejan solos —medios, poder y privilegios les sobran—, ellas han asumido la defensa pública de sus carreras y de su arte impoluto, alertando sobre un feminismo que odia a esos hombres y al sexo. Lo que ese feminismo rechaza, en realidad, es el acoso en todas sus intensidades y la vuelta al ‘statu quo’. Hoy que por fin podemos llamar a las cosas por su nombre —acoso es hostigamiento, persecución callejera, violencia verbal, tocamientos indebidos e insistentes mensajes no deseados—, otras mujeres, sin una pizca de empatía, intentan deslizarnos eufemismos como “libertad para importunar”.
Sugerir que las impulsoras de las últimas campañas contra el acoso responden, además, a intereses ultraconservadores o religiosos, como se intenta en el comunicado, es hacer exactamente eso que denuncian: tratar a quienes se han atrevido a alzar la voz como subordinadas sin pensamiento propio, cuando es precisamente esa voz que ya no calla la nueva revolución. Acusarlas de victimizarse, cuando son más fuertes que nunca, y no están paralizadas en la queja o el sufrimiento, sino que proponen soluciones para frenar la violencia, es un despropósito que solo puede explicarse por el miedo al cambio inevitable.
Llevamos años sangrando para que se entienda de una vez que ‘No es No’. ¿Vamos a relativizarlo otra vez? “Delatar al cerdo” —el homólogo francés del #MeToo— no es odiar al hombre y al sexo, estimadas Catherines, es solo delatar al cerdo.
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