Imagen: El Salto / Plataforma Trans en el Congreso |
El silencio que rodea la muerte de Thalía me enfurece, apela a lugares de mi propia existencia que no quiero revisitar, apela a la vergüenza, apela al olvido, apela a la futilidad de una vida convertida en sombra.
Alana Portero | El Salto, 2018-05-12
https://www.elsaltodiario.com/opinion/se-llamaba-thalia
Le he cortado el cuello a mi ilusión,
la colgué de un semáforo ciego.
Patricia Heras
la colgué de un semáforo ciego.
Patricia Heras
Le he cortado el cuello a mi ilusión. Pero no se ha dado cuenta, muere y resucita continuamente, conmigo. Muere cada vez que pierdo a otra hermana, renace cuando veo cómo las demás siguen adelante.
El viernes de la semana pasada veo en redes que Thalía, una chica trans de diecisiete años, vecina de Móstoles, ciudad en la que vivo, se ha quitado la vida. “Acoso social”, “presión”, leo estas palabras en los comunicados con los ojos inundados en lágrimas y la garganta llena de angustia. Me sorprenden, ese día y los siguientes, las breves notas que aparecen en prensa y lo parecidas que son entre ellas, como si un teletipo hubiera estado pasando de redacción en redacción y a nadie le interesase más allá del evento disruptivo que supone la muerte de una adolescente. Aunque hasta para morirse haya diferencias de atención.
Llevo muy mal el silencio. Para mí, lejos de ser un elemento de paz supone una imposición, algo que me he pasado la vida ejercitando para no descomponer el petimetre masculino que me había construido y sobrevivir otro día más. En este caso, el silencio que rodea la muerte de Thalía me enfurece, apela a lugares de mi propia existencia que no quiero revisitar, apela a la vergüenza, apela al olvido, apela a la futilidad de una vida convertida en sombra.
Me niego, pasando por encima de cualquier consideración institucional o personal, a no pronunciar su nombre, a que se la lleve la lluvia de sucesos, a que sea un teletipo, un comunicado o dos tuits.
“Acoso social” y “presión” funcionan en este caso como espantajos a los que escupir la ira momentánea y relajar con ello la responsabilidad institucional y la personal. El sistema no es un ente, lo formamos personas y lo moldeamos con nuestros actos. “Acoso social” y “presión” son la rebaja aséptica de la violencia. Y no podemos deshacernos de esa responsabilidad simplemente cambiándole el nombre y encomendándonos al sistema como quien le pide buena cosecha a la virgen.
Acoso social y presión son los insultos y las burlas diarias que Thalía tuvo que soportar en sus centros de estudio sin que nadie ejerciese una acción directa y contundente para evitarlo. Acoso social y presión es que esto no tenga consecuencia alguna en ese entorno más allá de la vibración del espectáculo. Que nadie se haga cargo de una muerte. Que nadie acabe de entender que la negación o la exposición brutal de la identidad de una persona, de una niña, acarrea consecuencias insalvables, que no es algo que se pueda seguir escondiendo debajo de la alfombra, porque la alfombra apesta y el suelo está negro.
Las tasas de ideaciones suicidas entre adolescentes trans cuadruplican las del resto y la consumación de las mismas, las triplican. La pulsión de muerte no se lleva dentro tan alegremente, esto no es una fantasía jungiana en la que poéticos arquetipos poseen nuestra alma y nos manejan como a títeres lisiados. No, Thalía ha vivido en un mundo diseñado para expulsarla o someterla a cualquier precio, ha vivido diecisiete míseros años rodeada de estímulos tan lacerantes que jamás cicatrizan —eso lo sé bien sin haberla conocido—, estímulos sociales, educativos y narrativos. Valores culturales y estéticos que consisten siempre en apartar y exponer. Actitudes generalizadas que convierten a una persona en un tema, en un muñeco de barro que puede pisarse, manipularse y adaptarse a la comodidad o el odio del interlocutor. El vacío o el maltrato de la identidad de género en el currículo escolar, consintiendo así la perpetuación de la ignorancia, la deshumanización y la crueldad.
Las bromas sexistas y transmisóginas sin importancia que se dicen o se dejan pasar, las ficciones que nos caricaturizan sistemáticamente, los gags de travelos, los señores vestidos de señoras en cine y televisión, las deformaciones ignorantes o malintencionadas con la que la norma ha decidido entendernos, todas estas prácticas violentas se han convertido en certezas a fuerza de ser hegemónicas. Certezas que oprimen hasta la asfixia total.
El valor necesario para enfrentar eso a mí me costó reunirlo tres décadas de vacío, tristeza, dolor e inercia. Todavía no estoy segura de saber manejarlo. Ella lo miraba al rostro con diecisiete años. Eso, además de ser una lección de coraje, la convierte en parte de nuestra genealogía y no podemos permitir que el silencio se lleve por segunda vez a una de las nuestras. A nuestra pequeña hermana con nombre de musa.
Descansa poderosa, Thalía, lo siento tanto.
El viernes de la semana pasada veo en redes que Thalía, una chica trans de diecisiete años, vecina de Móstoles, ciudad en la que vivo, se ha quitado la vida. “Acoso social”, “presión”, leo estas palabras en los comunicados con los ojos inundados en lágrimas y la garganta llena de angustia. Me sorprenden, ese día y los siguientes, las breves notas que aparecen en prensa y lo parecidas que son entre ellas, como si un teletipo hubiera estado pasando de redacción en redacción y a nadie le interesase más allá del evento disruptivo que supone la muerte de una adolescente. Aunque hasta para morirse haya diferencias de atención.
Llevo muy mal el silencio. Para mí, lejos de ser un elemento de paz supone una imposición, algo que me he pasado la vida ejercitando para no descomponer el petimetre masculino que me había construido y sobrevivir otro día más. En este caso, el silencio que rodea la muerte de Thalía me enfurece, apela a lugares de mi propia existencia que no quiero revisitar, apela a la vergüenza, apela al olvido, apela a la futilidad de una vida convertida en sombra.
Me niego, pasando por encima de cualquier consideración institucional o personal, a no pronunciar su nombre, a que se la lleve la lluvia de sucesos, a que sea un teletipo, un comunicado o dos tuits.
“Acoso social” y “presión” funcionan en este caso como espantajos a los que escupir la ira momentánea y relajar con ello la responsabilidad institucional y la personal. El sistema no es un ente, lo formamos personas y lo moldeamos con nuestros actos. “Acoso social” y “presión” son la rebaja aséptica de la violencia. Y no podemos deshacernos de esa responsabilidad simplemente cambiándole el nombre y encomendándonos al sistema como quien le pide buena cosecha a la virgen.
Acoso social y presión son los insultos y las burlas diarias que Thalía tuvo que soportar en sus centros de estudio sin que nadie ejerciese una acción directa y contundente para evitarlo. Acoso social y presión es que esto no tenga consecuencia alguna en ese entorno más allá de la vibración del espectáculo. Que nadie se haga cargo de una muerte. Que nadie acabe de entender que la negación o la exposición brutal de la identidad de una persona, de una niña, acarrea consecuencias insalvables, que no es algo que se pueda seguir escondiendo debajo de la alfombra, porque la alfombra apesta y el suelo está negro.
Las tasas de ideaciones suicidas entre adolescentes trans cuadruplican las del resto y la consumación de las mismas, las triplican. La pulsión de muerte no se lleva dentro tan alegremente, esto no es una fantasía jungiana en la que poéticos arquetipos poseen nuestra alma y nos manejan como a títeres lisiados. No, Thalía ha vivido en un mundo diseñado para expulsarla o someterla a cualquier precio, ha vivido diecisiete míseros años rodeada de estímulos tan lacerantes que jamás cicatrizan —eso lo sé bien sin haberla conocido—, estímulos sociales, educativos y narrativos. Valores culturales y estéticos que consisten siempre en apartar y exponer. Actitudes generalizadas que convierten a una persona en un tema, en un muñeco de barro que puede pisarse, manipularse y adaptarse a la comodidad o el odio del interlocutor. El vacío o el maltrato de la identidad de género en el currículo escolar, consintiendo así la perpetuación de la ignorancia, la deshumanización y la crueldad.
Las bromas sexistas y transmisóginas sin importancia que se dicen o se dejan pasar, las ficciones que nos caricaturizan sistemáticamente, los gags de travelos, los señores vestidos de señoras en cine y televisión, las deformaciones ignorantes o malintencionadas con la que la norma ha decidido entendernos, todas estas prácticas violentas se han convertido en certezas a fuerza de ser hegemónicas. Certezas que oprimen hasta la asfixia total.
El valor necesario para enfrentar eso a mí me costó reunirlo tres décadas de vacío, tristeza, dolor e inercia. Todavía no estoy segura de saber manejarlo. Ella lo miraba al rostro con diecisiete años. Eso, además de ser una lección de coraje, la convierte en parte de nuestra genealogía y no podemos permitir que el silencio se lleve por segunda vez a una de las nuestras. A nuestra pequeña hermana con nombre de musa.
Descansa poderosa, Thalía, lo siento tanto.
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