La prensa lo recuerda como el “gran mito del glam rock”, pero su frenética capacidad de reinvención aportó una fascinante expedición sonora y un mensaje: que la diferencia es hermosa e infinitamente más seductora que la uniformidad y el gregarismo.
Carlos Bouza | Pikara Magazine, 2016-01-15
http://www.pikaramagazine.com/2016/01/david-bowie-polvo-de-estrellas/
“Tienes a tu madre confundida / No sabe si eres un chico o una chica / Oh, cariño, tu pelo está perfecto, salgamos esta noche (…) Nos gusta bailar y tenemos un aspecto divino” (‘Rebel Rebel’, 1974)
En las horas posteriores al fallecimiento de David Bowie, sus fans apenas acertamos a expresar nuestra incredulidad manoseando clichés: si es cierto que Bowie era un extraterrestre, también suponíamos que la muerte era algo que no iba con él. Al fin y al cabo, según intuimos, ese es un trámite que afecta únicamente a quienes habitamos la Tierra. Una vez que se ha caído el velo, ahora lo vemos todo más claro: el gran mensaje que David Robert Jones (Londres, 1947 – Nueva York, 2016) dejó en su paso por el mundo es que podemos llegar a ser todo aquello que deseamos. Que la diferencia es hermosa, e infinitamente más seductora que la uniformidad y el gregarismo.
En sus más de cincuenta años de carrera, Bowie trabajó incansablemente alrededor de la gran promesa que el rock’n’roll promovía desde sus orígenes: la idea de que una existencia refractaria a los convencionalismos era posible. O al menos, la idea de que una canción pop, o la contemplación de la portada de un disco, podía expulsar a los chicos y chicas de sus existencias convencionales, aunque fuese durante unos pocos minutos. Él, por supuesto, lo hizo de una forma única, con una visión artística intransferible. Animado por una reinvención frenética y constante, nunca perdió ni un átomo de su personalidad por el camino.
Buena parte de todo lo que amamos de Bowie estaba ya cifrado en el tema ‘Space Oddity’ (1969), una angustiosa fantasía galáctica encajada en un álbum todavía renqueante. Por entonces, Bowie era un veinteañero de las afueras de Londres cuyas primeras composiciones, a medio camino entre la tradición del music hall y la crónica suburbial, no habían logrado despuntar. Procedente del entorno mod, flirteó con el movimiento hippie y poco después se sacó de la manga aquel single: una canción que describía los apuros de un astronauta a la deriva, pero donde estaba planteando en realidad los temas esenciales que recorrerían parte de su obra futura: alienación, confusión, soledad y dudas.
Los optimistas años sesenta se marchitaban sin remedio, y el artista estaba tomando ya la temperatura anímica de la generación siguiente. A partir de entonces su radar pareció volverse infalible, lo que le permitía ir casi siempre varios pasos por delante de sus contemporáneos.
En los últimos días, los informativos tienden a reducir el reinado de Bowie a “gran mito del glam rock”, aunque en este caso el músico de Brixton llegó cuando la puerta estaba ya entornada. La escena fundacional del movimiento que supuso la liberación final del sexo en el seno de la música pop tiene como protagonista a Marc Bolan, otro joven londinense que, a comienzos de 1971, se convirtió en la primera estrella del género al irrumpir con una imagen rompedora: boas de plumas, blusas de raso y una lluvia de purpurina en la cara. Con su banda, T.Rex, Bolan también definió la música: riffs de rock’n’roll primitivo, boogie, pop burbujeante e hipidos de éxtasis. Sin embargo, la mayor parte de los otros grupos no resultaban tan excitantes: muchos eran simples machos de extrarradio descubriendo el maquillaje, jugando a la ambigüedad sexual, pero elementales en lo artístico. Casi todos menos David Bowie, que en pocos meses pasó de competir con Bolan en terreno glam a convertirse en un insaciable devorador cultural, sintetizado todas sus influencias con gran maestría y manteniéndose en vanguardia durante un buen puñado de años.
Era más rápido que su propia sombra. La portada de su disco ‘The Man Who Sold The World’ (1970) le retrata convertido en una modelo prerrafaelita. Un año más tarde, en la de ‘Hunky Dory’, luce como una radiante versión masculina de Marlene Dietrich. Pero nada hacía presagiar su encarnación más célebre: en 1972, cientos de miles de adolescentes asistieron a su mutación pública en Ziggy Stardust, un rockero alienígena de piel irisada y cabellos de fuego que aterrizaba en nuestro planeta para difundir un mensaje de libertad y pansexualidad. Bowie contó su historia en un álbum fundamental de nuestro tiempo, ‘The Rise And Fall Of Ziggy Stardust And The Spiders From Mars” (1972), e incidió en la veta de la ambigüedad total en su fantástica continuación, ‘Aladdin Sane’ (1973), donde fijó para siempre la imagen icónica del rostro atravesado por un rayo tricolor. Las categorías se habían hecho añicos: de repente los prefijos hetero, homo, bi o trans ya no significaban nada. Con su puesta en escena, sus letras, las portadas de sus discos, Bowie estaba tendiendo una mano a aquellos fans que se resistían a explorar su propia identidad, a ampliar sus confines.
Su combustible era el cortocircuito, el esquinazo sistemático. Consciente de la hipocresía y el conservadurismo que imperaban en el negocio, podía activar la maquinaria promocional de ‘Hunky Dory’ declarándose homosexual, a sabiendas de que era un secreto a voces su instalación en una vida familiar aparentemente convencional, mujer e hijo incluidos. Cuando el público se había acostumbrado a su entidad marciana, él ya estaba en otro lugar: convertido en lo que parecía un personaje de ‘El Gran Gatsby’, en la época de su álbum ‘Young Americans’ (1975); o en un vampiro transparente, como en los años berlineses, estimulados por la cocaína, de su disco ‘Low’ (1976). Cada transformación venía acompañada de una fascinante expedición sonora: pop barroco, hard rock, funk y soul blancos, electrónica gélida, pop bailable para el gran público, aleaciones de rock y drum’n’bass. O rock denso interpretado por músicos de jazz: es el caso de ‘Blackstar’ (2016), el muy calculado testamento que publicó el pasado ocho de febrero, tres días antes de convertirse en polvo de estrellas.
Habían pasado pocos minutos desde que la noticia se hizo pública, y las redes sociales hervían con mensajes de personas mostrándole algún tipo de gratitud. En mi muro de Facebook leí ese día una declaración de amor que resaltaba entre todas las demás. La escribía mi amiga Hailey desde Oakland:
“Ídolo. Icono. Héroe. Ni siquiera estas palabras son suficientes para describir el increíble efecto que Bowie produjo en mí y en innumerables personas. Para muchos de nosotros, descubrir la existencia de esta leyenda nos dio el valor necesario para ser nosotros mismos, con todas nuestras rarezas y nuestra belleza. En el instituto, David Bowie me salvó la vida; en la universidad escribí trabajos sobre él; me disfracé de él en Halloween cuando tenía treinta años y, mientras tanto, continuó siendo una fuente constante de inspiración creativa con su música, su poesía, su estilismo capilar o incluso a través del esmoquin de satén blanco que llevé en mi graduación. Mientras lloramos su muerte, no debemos olvidarnos de seguir adelante con las lecciones que nos enseñó: que puedes ondear tu bandera por todo lo alto y que el mundo y que el mundo te amará por ello; que te puedes reinventar una y otra vez y continuar cambiando las vidas de los demás; y que la belleza que puedes aportar a este mundo no tiene límite. Descansa en paz, hombre que vino de las estrellas”.
En sus más de cincuenta años de carrera, Bowie trabajó incansablemente alrededor de la gran promesa que el rock’n’roll promovía desde sus orígenes: la idea de que una existencia refractaria a los convencionalismos era posible. O al menos, la idea de que una canción pop, o la contemplación de la portada de un disco, podía expulsar a los chicos y chicas de sus existencias convencionales, aunque fuese durante unos pocos minutos. Él, por supuesto, lo hizo de una forma única, con una visión artística intransferible. Animado por una reinvención frenética y constante, nunca perdió ni un átomo de su personalidad por el camino.
Buena parte de todo lo que amamos de Bowie estaba ya cifrado en el tema ‘Space Oddity’ (1969), una angustiosa fantasía galáctica encajada en un álbum todavía renqueante. Por entonces, Bowie era un veinteañero de las afueras de Londres cuyas primeras composiciones, a medio camino entre la tradición del music hall y la crónica suburbial, no habían logrado despuntar. Procedente del entorno mod, flirteó con el movimiento hippie y poco después se sacó de la manga aquel single: una canción que describía los apuros de un astronauta a la deriva, pero donde estaba planteando en realidad los temas esenciales que recorrerían parte de su obra futura: alienación, confusión, soledad y dudas.
Los optimistas años sesenta se marchitaban sin remedio, y el artista estaba tomando ya la temperatura anímica de la generación siguiente. A partir de entonces su radar pareció volverse infalible, lo que le permitía ir casi siempre varios pasos por delante de sus contemporáneos.
En los últimos días, los informativos tienden a reducir el reinado de Bowie a “gran mito del glam rock”, aunque en este caso el músico de Brixton llegó cuando la puerta estaba ya entornada. La escena fundacional del movimiento que supuso la liberación final del sexo en el seno de la música pop tiene como protagonista a Marc Bolan, otro joven londinense que, a comienzos de 1971, se convirtió en la primera estrella del género al irrumpir con una imagen rompedora: boas de plumas, blusas de raso y una lluvia de purpurina en la cara. Con su banda, T.Rex, Bolan también definió la música: riffs de rock’n’roll primitivo, boogie, pop burbujeante e hipidos de éxtasis. Sin embargo, la mayor parte de los otros grupos no resultaban tan excitantes: muchos eran simples machos de extrarradio descubriendo el maquillaje, jugando a la ambigüedad sexual, pero elementales en lo artístico. Casi todos menos David Bowie, que en pocos meses pasó de competir con Bolan en terreno glam a convertirse en un insaciable devorador cultural, sintetizado todas sus influencias con gran maestría y manteniéndose en vanguardia durante un buen puñado de años.
Era más rápido que su propia sombra. La portada de su disco ‘The Man Who Sold The World’ (1970) le retrata convertido en una modelo prerrafaelita. Un año más tarde, en la de ‘Hunky Dory’, luce como una radiante versión masculina de Marlene Dietrich. Pero nada hacía presagiar su encarnación más célebre: en 1972, cientos de miles de adolescentes asistieron a su mutación pública en Ziggy Stardust, un rockero alienígena de piel irisada y cabellos de fuego que aterrizaba en nuestro planeta para difundir un mensaje de libertad y pansexualidad. Bowie contó su historia en un álbum fundamental de nuestro tiempo, ‘The Rise And Fall Of Ziggy Stardust And The Spiders From Mars” (1972), e incidió en la veta de la ambigüedad total en su fantástica continuación, ‘Aladdin Sane’ (1973), donde fijó para siempre la imagen icónica del rostro atravesado por un rayo tricolor. Las categorías se habían hecho añicos: de repente los prefijos hetero, homo, bi o trans ya no significaban nada. Con su puesta en escena, sus letras, las portadas de sus discos, Bowie estaba tendiendo una mano a aquellos fans que se resistían a explorar su propia identidad, a ampliar sus confines.
Su combustible era el cortocircuito, el esquinazo sistemático. Consciente de la hipocresía y el conservadurismo que imperaban en el negocio, podía activar la maquinaria promocional de ‘Hunky Dory’ declarándose homosexual, a sabiendas de que era un secreto a voces su instalación en una vida familiar aparentemente convencional, mujer e hijo incluidos. Cuando el público se había acostumbrado a su entidad marciana, él ya estaba en otro lugar: convertido en lo que parecía un personaje de ‘El Gran Gatsby’, en la época de su álbum ‘Young Americans’ (1975); o en un vampiro transparente, como en los años berlineses, estimulados por la cocaína, de su disco ‘Low’ (1976). Cada transformación venía acompañada de una fascinante expedición sonora: pop barroco, hard rock, funk y soul blancos, electrónica gélida, pop bailable para el gran público, aleaciones de rock y drum’n’bass. O rock denso interpretado por músicos de jazz: es el caso de ‘Blackstar’ (2016), el muy calculado testamento que publicó el pasado ocho de febrero, tres días antes de convertirse en polvo de estrellas.
Habían pasado pocos minutos desde que la noticia se hizo pública, y las redes sociales hervían con mensajes de personas mostrándole algún tipo de gratitud. En mi muro de Facebook leí ese día una declaración de amor que resaltaba entre todas las demás. La escribía mi amiga Hailey desde Oakland:
“Ídolo. Icono. Héroe. Ni siquiera estas palabras son suficientes para describir el increíble efecto que Bowie produjo en mí y en innumerables personas. Para muchos de nosotros, descubrir la existencia de esta leyenda nos dio el valor necesario para ser nosotros mismos, con todas nuestras rarezas y nuestra belleza. En el instituto, David Bowie me salvó la vida; en la universidad escribí trabajos sobre él; me disfracé de él en Halloween cuando tenía treinta años y, mientras tanto, continuó siendo una fuente constante de inspiración creativa con su música, su poesía, su estilismo capilar o incluso a través del esmoquin de satén blanco que llevé en mi graduación. Mientras lloramos su muerte, no debemos olvidarnos de seguir adelante con las lecciones que nos enseñó: que puedes ondear tu bandera por todo lo alto y que el mundo y que el mundo te amará por ello; que te puedes reinventar una y otra vez y continuar cambiando las vidas de los demás; y que la belleza que puedes aportar a este mundo no tiene límite. Descansa en paz, hombre que vino de las estrellas”.
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