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Cecilia Salazar · Diputada de Podemos | Público, 2016-01-13
http://blogs.publico.es/otrasmiradas/5835/para-que-educar-una-reflexion-sobre-el-asesinato-de-alan/
Es inevitable que la muerte de Alan nos haya sumido a los profesionales de la educación y a la sociedad española en general en un estado de estupor. ¿Cómo es posible? ¿cómo es posible que eduquemos tan mal que un chaval de 17 años se vea abocado a acabar con su vida bajo la presión social de otros chicos, de sus propios compañeros, presión que se ejerce en un centro educativo? ¿Qué estamos haciendo para que estemos fracasando en la educación mas básica, aprender a convivir con los demás? Su muerte nos devuelve, de golpe, a la primera pregunta que la comunidad educativa debería hacerse sobre la educación. ¿Para qué educar?
Pregunta básica pero que, sin embargo, lleva un tiempo enterrada entre las preocupaciones que, últimamente, aparecen como lo fundamental en la educación; pruebas externas ránkings, índices, porcentajes, elección de centro, rendición de cuentas, eficacia, descubrimiento del talento, PISA, excelencia, inversión…
Ya esta primavera todos nos sentimos conmocionados por otro suicidio. Esta vez de una joven adolescente madrileña. Este terrible asesinato social desveló las condiciones del centro donde estudiaba, con un departamento de orientación completamente desbordado, con estudiantes en aulas que superaban el máximo permitido, un centro de difícil desempeño desabastecido hasta de lo mas mínimo. Un centro educativo convertido, gracias a los recortes, en un aulario.
Desde luego los recortes se han cebado sobre los mas débiles y han desmantelado todo un sistema de apoyos y ayudas que no solo afectaban a los que tienen mas dificultades sino que casi han acabado con la vida en los centros. Afectan a las tutorías, a los profesionales de los departamentos de orientación, a los equipos de convivencia, a la multiplicidad de actividades que a través de bibliotecas y actividades extraescolares que los docentes de los centros públicos han realizado de forna altruista durante años, facilitaban la convivencia en los centros que se comportaban como lo que deberían ser: espacios de socialización que fomentaran la vida en común, el intercambio de opiniones, el descubrimiento de nuevas aficiones y la adquisición de nuevos conocimientos. En definitiva la creación paso a paso de uno mismo y la construcción día a día de nuestra relación con los demás y con el mundo.
El cese de los recortes en educación debe ser una prioridad política que nos concierne a todos pero, en realidad, la vuelta de todos estos profesionales expulsados estos últimos años que podrían garantizar una educación digna no es mas que poner la venda sobre una herida y no aborda el problema en toda su amplitud y complejidad. Una venda absolutamente necesaria pero insuficiente.
Hoy hemos llegado a concebir la educación no como lo que es, un derecho, sino como un producto mas al que tendremos acceso o bien pagándolo o bien mereciéndolo. Este cambio de paradigma lleva tanto tiempo arraigado que solo somos capaces de percibirlo si lo comparamos con otros derechos. Hemos normalizado que existan “centros de excelencia educativa” porque, al parecer, unos merecen mejor educación que otros. No sería, sin embargo, concebible que unos merecieran mejor sanidad que otros por ser mas sanos, ni mayor justicia por ser mas justos ni mayor libertad por ser mas libres. En los derechos no debe haber grados porque no es algo que se consigue, es algo con lo que se nace y que nadie tiene derecho a arrebatarnos. Es nuestro.
Y este cambio de paradigma obliga a la lucha por la consecución de la “buena educación” los estudiantes luchan entre ellos para conseguir calificaciones que les permitan entrar en buenos centros, las familias presionan a sus hijos para que puedan conseguir estos puestos, los centros luchan entre sí para conseguir estar en buenos puestos que les permitan tener buenos estudiantes y conseguir una mejor dotación, los profesores luchan para que sus estudiantes consigan buenos resultados que les permitan que su centro y su trabajo sobreviva. Todos luchando contra todos en una carrera infernal . Y esta lucha acaba, siempre, revirtiendo sobre el último en la cadena, un estudiante masacrado por deberes interminables al que se le arrebata su infancia y si juventud. Se le hurta la posibilidad de construirse con y entre los suyos de, en definitiva, recibir educación.
Así, la propia estructura del sistema educativo empuja a los estudiantes hacia la competición a través de la clasificación de “talentos”, el premio en los llamados “centros de excelencia”y la admisión o no en determinados centros educativos priorizados en rankings que se hacen públicos.
Una estructura basada en unas las reválidas externas que “normativizan” el saber obviando cualquier valoración positiva de lo diferente, eliminándolo a través de exámenes “tipo test”.
Un sistema que permite que las escuelas se rijan de forma unilateral por un director que no tiene por qué escuchar a los que participan en el proceso educativo, una dirección que rinde cuentas ante la administración sobre una pretendida “eficacia” demostrada en unos test que poco valoran lo que sucede en cada aula y mucho lo que, desde fuera, desde la OCDE concretamente, se tiene en cuenta (¿cómo educar para una sociedad democrática en un centro educativo con una estructura abiertamente antidemocrática?).
Y los efectos de esta nueva forma de concebir la educación son los que estamos notando ya. Niños con crisis de ansiedad por no poder hacer los deberes, adolescentes que se comportan violentamente con sus compañeros sin ser capaces de sentir la mínima empatía.
El centro educativo y el sistema educativo en general no debe centrarse en dar soluciones a los problemas de acoso escolar cada vez mas virulentos sino evitar que ocurran. Resulta de una hipocresía inconcebible tejer un sistema educativo que aboca inexorablemente a la competitividad, a la “normalización” y al individualismo mas feroz para luego poner paños calientes a los destrozos causados.
Hemos de recuperar el auténtico sentido de la educación. Porque no debe ser la sociedad la que rija la educación, sino ésta la que teja las mimbres de la sociedad en la que deseamos vivir.
Una educación que contemple lo diverso como una oportunidad de enriquecimiento, de abrirse a nuevos mundos y no como una anomalía que debe ser “encauzada”.
Que fomente el trabajo en equipo, la construcción del saber con otros, como resultado de múltiples perspectivas, múltiples experiencias en un diálogo que propicie la reflexión.
Que nos invite a ser autónomos, a tener nuestro propio criterio y saber determinar nuestras necesidades tanto individuales como sociales y los saberes y técnicas que requerimos para satisfacerlas.
Que nos permita distinguir con nitidez lo que tiene valor de lo que simplemente tiene precio: Saber que los cuidados, la naturaleza y la dignidad de cada uno y de todos, carece de precio, pero tiene un valor en el que nos va la vida misma.
Que fomente la imaginación, la creatividad y el sentido crítico de forma que nos obligue a situarnos, siempre, un palmo por encima de la realidad, palmo necesario para distanciarnos lo suficiente para conocerla. Y que este conocer el mundo nos sirva, sobre todo, para transformarlo y hacer de el un lugar mejor en el que vivir.
La educación debería servirnos para hacer realidad un imperativo moral inscrito en el corazón de la humanidad: que el mundo que dejemos sea, siempre, mejor que el que recibimos.
Y no, Alan, contigo no hemos cumplido.
Pregunta básica pero que, sin embargo, lleva un tiempo enterrada entre las preocupaciones que, últimamente, aparecen como lo fundamental en la educación; pruebas externas ránkings, índices, porcentajes, elección de centro, rendición de cuentas, eficacia, descubrimiento del talento, PISA, excelencia, inversión…
Ya esta primavera todos nos sentimos conmocionados por otro suicidio. Esta vez de una joven adolescente madrileña. Este terrible asesinato social desveló las condiciones del centro donde estudiaba, con un departamento de orientación completamente desbordado, con estudiantes en aulas que superaban el máximo permitido, un centro de difícil desempeño desabastecido hasta de lo mas mínimo. Un centro educativo convertido, gracias a los recortes, en un aulario.
Desde luego los recortes se han cebado sobre los mas débiles y han desmantelado todo un sistema de apoyos y ayudas que no solo afectaban a los que tienen mas dificultades sino que casi han acabado con la vida en los centros. Afectan a las tutorías, a los profesionales de los departamentos de orientación, a los equipos de convivencia, a la multiplicidad de actividades que a través de bibliotecas y actividades extraescolares que los docentes de los centros públicos han realizado de forna altruista durante años, facilitaban la convivencia en los centros que se comportaban como lo que deberían ser: espacios de socialización que fomentaran la vida en común, el intercambio de opiniones, el descubrimiento de nuevas aficiones y la adquisición de nuevos conocimientos. En definitiva la creación paso a paso de uno mismo y la construcción día a día de nuestra relación con los demás y con el mundo.
El cese de los recortes en educación debe ser una prioridad política que nos concierne a todos pero, en realidad, la vuelta de todos estos profesionales expulsados estos últimos años que podrían garantizar una educación digna no es mas que poner la venda sobre una herida y no aborda el problema en toda su amplitud y complejidad. Una venda absolutamente necesaria pero insuficiente.
Hoy hemos llegado a concebir la educación no como lo que es, un derecho, sino como un producto mas al que tendremos acceso o bien pagándolo o bien mereciéndolo. Este cambio de paradigma lleva tanto tiempo arraigado que solo somos capaces de percibirlo si lo comparamos con otros derechos. Hemos normalizado que existan “centros de excelencia educativa” porque, al parecer, unos merecen mejor educación que otros. No sería, sin embargo, concebible que unos merecieran mejor sanidad que otros por ser mas sanos, ni mayor justicia por ser mas justos ni mayor libertad por ser mas libres. En los derechos no debe haber grados porque no es algo que se consigue, es algo con lo que se nace y que nadie tiene derecho a arrebatarnos. Es nuestro.
Y este cambio de paradigma obliga a la lucha por la consecución de la “buena educación” los estudiantes luchan entre ellos para conseguir calificaciones que les permitan entrar en buenos centros, las familias presionan a sus hijos para que puedan conseguir estos puestos, los centros luchan entre sí para conseguir estar en buenos puestos que les permitan tener buenos estudiantes y conseguir una mejor dotación, los profesores luchan para que sus estudiantes consigan buenos resultados que les permitan que su centro y su trabajo sobreviva. Todos luchando contra todos en una carrera infernal . Y esta lucha acaba, siempre, revirtiendo sobre el último en la cadena, un estudiante masacrado por deberes interminables al que se le arrebata su infancia y si juventud. Se le hurta la posibilidad de construirse con y entre los suyos de, en definitiva, recibir educación.
Así, la propia estructura del sistema educativo empuja a los estudiantes hacia la competición a través de la clasificación de “talentos”, el premio en los llamados “centros de excelencia”y la admisión o no en determinados centros educativos priorizados en rankings que se hacen públicos.
Una estructura basada en unas las reválidas externas que “normativizan” el saber obviando cualquier valoración positiva de lo diferente, eliminándolo a través de exámenes “tipo test”.
Un sistema que permite que las escuelas se rijan de forma unilateral por un director que no tiene por qué escuchar a los que participan en el proceso educativo, una dirección que rinde cuentas ante la administración sobre una pretendida “eficacia” demostrada en unos test que poco valoran lo que sucede en cada aula y mucho lo que, desde fuera, desde la OCDE concretamente, se tiene en cuenta (¿cómo educar para una sociedad democrática en un centro educativo con una estructura abiertamente antidemocrática?).
Y los efectos de esta nueva forma de concebir la educación son los que estamos notando ya. Niños con crisis de ansiedad por no poder hacer los deberes, adolescentes que se comportan violentamente con sus compañeros sin ser capaces de sentir la mínima empatía.
El centro educativo y el sistema educativo en general no debe centrarse en dar soluciones a los problemas de acoso escolar cada vez mas virulentos sino evitar que ocurran. Resulta de una hipocresía inconcebible tejer un sistema educativo que aboca inexorablemente a la competitividad, a la “normalización” y al individualismo mas feroz para luego poner paños calientes a los destrozos causados.
Hemos de recuperar el auténtico sentido de la educación. Porque no debe ser la sociedad la que rija la educación, sino ésta la que teja las mimbres de la sociedad en la que deseamos vivir.
Una educación que contemple lo diverso como una oportunidad de enriquecimiento, de abrirse a nuevos mundos y no como una anomalía que debe ser “encauzada”.
Que fomente el trabajo en equipo, la construcción del saber con otros, como resultado de múltiples perspectivas, múltiples experiencias en un diálogo que propicie la reflexión.
Que nos invite a ser autónomos, a tener nuestro propio criterio y saber determinar nuestras necesidades tanto individuales como sociales y los saberes y técnicas que requerimos para satisfacerlas.
Que nos permita distinguir con nitidez lo que tiene valor de lo que simplemente tiene precio: Saber que los cuidados, la naturaleza y la dignidad de cada uno y de todos, carece de precio, pero tiene un valor en el que nos va la vida misma.
Que fomente la imaginación, la creatividad y el sentido crítico de forma que nos obligue a situarnos, siempre, un palmo por encima de la realidad, palmo necesario para distanciarnos lo suficiente para conocerla. Y que este conocer el mundo nos sirva, sobre todo, para transformarlo y hacer de el un lugar mejor en el que vivir.
La educación debería servirnos para hacer realidad un imperativo moral inscrito en el corazón de la humanidad: que el mundo que dejemos sea, siempre, mejor que el que recibimos.
Y no, Alan, contigo no hemos cumplido.
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