lunes, 4 de enero de 2016

#hemeroteca #libros #literatura | Esa enfermedad llamada amor

Imagen: Google Imágenes / Rafael Chirbes
Esa enfermedad llamada amor.
Un joven pintor recuerda a un antiguo amante en la novela póstuma de Rafael Chirbes.
Carlos Zanón | Babelia, El País, 2016-01-04
http://cultura.elpais.com/cultura/2015/12/28/babelia/1451326965_698112.html

Abajo esas cejas arqueadas. Libro póstumo no suele casar bien con criterio literario de autor en vida. Y ante esta novela breve de Rafael Chirbes (1940-2015), uno de los mejores escritores de este país, las dudas son tantas o más legítimas, dado el potencial comercial de la edición de una obra inédita. Restablecido el arco de las cejas, toca esconder las prevenciones. En primer lugar porque su autor, a pesar de tratarse de un proyecto que fue retomado y abandonado por espacio de 20 años, la dio por finalizada meses antes de su muerte. Y en segundo lugar, por una razón que, de necesitarlo, anularía la anterior: ‘Paris-Austerlitz’ es una novela breve soberbia, digna del talento y el oficio de su autor.

La temática de ‘Paris-Austerlitz’ retrotrae a libros anteriores a los últimos de Chirbes, monumentales, shakesperianos, como ‘Crematorio’ o ‘En la orilla’. La trama se ubica a finales del siglo pasado, en París, una pareja homosexual a las que les diferencia edad, nacionalidad y extracción social. Quien nos narra esta historia a modo de duelo más intelectualizado que sentido es un joven madrileño, de familia acomodada, que viaja a París en su sueño de labrarse la vida como pintor.

El relato es un cierto pliego de descargo, descarnado y valiente, frío bisturí aplicado a la carne de la relación y al examante agonizante a causa del sida, sin piedad ni mentiras piadosas. Éste se llama Michel, de cincuenta y tantos, obrero cualificado de ascendencia normanda. El amante maduro y el amante joven. Carne nueva y protección. Intereses y desamparo. Te doy todo porque lo quiero todo de ti. Una batalla que como todas acaba con intercambio de cadáveres y reproches. Amante que abandona al enfermo. Amante que asfixia con su dependencia a quien no sabe cómo llamar a lo que siente. La agonía de Michel, en el hospital de Saint-Louis, y las visitas de su examante son un prodigio de la destreza de Chirbes tanto cuando relata el itinerario como el runrún de la carcoma, el colapso, el miedo, el desenlace, los distintos egoísmos del que se entrega sin preguntar y el que se va alejando sin avisar del todo. Y fascinante la manera en que Chirbes inserta los interludios del narrador explicando anécdotas de la infancia de Michel o las relaciones de ambos con sus respectivas madres.

Rafael Chirbes se nos muestra en estado de gracia en el control del qué y el cómo. Es directo y profundo, valiente y certero. No es concisión lo suyo sino algo que tiene mucho más que ver con la precisión, con la lucidez, con la verdad poética de levantar el telón, ver lo oculto, volverlo a bajar y tratar de olvidar lo visto. No sales igual que entras en esta estación de París Austerlitz. El único motivo por el cual no es incontestable este libro es por la resolución un poco abrupta, no fallida pero que muestra un desequilibrio con las casi 150 páginas anteriores. Como si mientras la escribía arrebatado por la inspiración —fantaseemos en modo Kubla Khan, de Coleridge—, alguien hubiera llamado al timbre de casa de Chirbes y a esa interrupción no hubiese podido reponerse el novelista. Ése es todo el “debe” a este libro.

Devoramos las páginas de la trama, del ayer más o menos remoto al inmediato, al hoy y a un lugar por determinar desde el que nos habla quien narra. No hay compasión al narrar la carnicería que es amarse. Rafael Chirbes consigue aislar ese sentimiento, ese trastorno llamado amor y aplicarle tratamiento de verdad. El enfermo que se muere de sida lo hace por falta de anticuerpos, por falta de protección, de no prevenirse. Chirbes consigue que entendamos en una sutil comparativa que existe otro virus más tóxico, letal y universal que el sida, que es el amor romántico. Un sentir artificial más que natural ante el que la sociedad desde el siglo XVIII no tiene defensas, desamparada ante su adicción destructiva, abrasiva, sin remedio. Nos morimos mucho antes que —como Michel— de neumonía, de insatisfacción, de infelicidad, de frustración. Sin defensas ante el fuerte, el que abandona, el que no se entrega, el que decide. Sin defensas ante el débil, el que chantajea, el que reprocha, responsabiliza y se autolesiona. La disección de esa enfermedad llamada amor que hace Rafael Chirbes es certera, salvaje y valiente, en cierto modo, racionalmente incontestable. Sobre todo porque lo hace al servicio de la narración no de engrudo ensayístico, pulsando las teclas justas de explicador de historias, casi de memoria, sin esfuerzo, y adoleciendo, quizás, de esas 50 páginas de más que al menos yo necesito para que esta obra sea ¿perfecta? Y es que vamos a echar mucho de menos a Rafael Chirbes.

‘Paris-Austerlitz’.
Un fragmento de la novela que dejó por publicar al morir en agosto. Anagrama la edita el día 13.


De noche, ya tarde, acudía al bar de los marroquíes. Lo había frecuentado con él. Pero ahora Michel no estaba entre los escasos clientes que seguían bebiendo a aquellas horas. Se había mudado a una ciudad paralela. Desde la cocina de mi casa, veía el patio mal iluminado, y, al fondo, hundida en sombras, la ventana del cuarto que habíamos compartido. Procuraba no pensar en él, metido a aquellas horas en la habitación del hospital, la vía intravenosa perforándole el dorso de la mano, la mascarilla tapándole la cara. A pesar de los sedantes que le suministraban —o a causa de ellos— tenía pesadillas. Decía que lo ataban a la cama y le obligaban a contemplar cosas espantosas en una pantalla que le colocaban por las noches en la habitación. Sufría alucinaciones. Qué podían proyectarle, si al mismo tiempo se quejaba de que apenas veía, aunque yo nunca he dejado de sospechar que haya habido alguna verdad en lo de que lo ataban. Imagino que —sobre todo al principio— no ha debido de ser fácil controlar sus accesos de furor; además, muchos sanitarios tratan a los enfermos de la plaga con una mezcla de asco, crueldad y desprecio. A todos nos desquicia el misterioso comportamiento del mal, su ferocidad. A todos nos asusta.

No me dirigía nadie la palabra, a pesar de mis esfuerzos por entablar conversación. Me miraban con desconfianza, quizá porque, aunque cuando acudía allí iba vestido con pantalón vaquero, chupa de cuero o anorak, durante el día me veían recorrer la calle de vuelta del trabajo o guardar cola en la panadería o ante el puesto de verduras cubierto con un riguroso abrigo de paño azul, chaqueta y corbata; un tipo que hablaba un francés aprendido en el Lycée Français de Madrid, con apoyo de profesores nativos de pago, y perfeccionado en colegios de Burdeos y Lausanne, no tenía que hacerles mucha gracia que pisara el bar. Estaban convencidos de que yo era un policía del departamento de estupefacientes, o de la brigada de inmigración; un curioso que quería meter las narices para oler la porquería dondequiera que la tuviesen guardada; en el mejor de los casos, un periodista o algo así, alguien que poco tenía que ver con su mundo, o —peor aún— que pertenecía a un mundo que peleaba contra el suyo. En aquel bar, discreto, esquinado, que pasaba desapercibido para la mayoría de la gente del barrio por encontrarse en un pequeño pasadizo lateral, se traficaba, se consumía, se compraba y vendía cocaína y hachís, carne humana de todos los sexos y edades y mano de obra en todos los estadios de la ilegalidad. Por fuerza tenían que preguntarse qué hacía un tipo como yo recorriendo los oscuros laberintos en los que se extraviaba Michel los últimos meses. El chico bien vestido que acompaña al obrero borracho Michel. Que se folla al borracho Michel. Que seguramente le paga porque es un rico vicioso que se excita con los marginados. Los hay. Olisquean en los túneles del metro, en los muelles del río. Buena parte del santoral católico se nutre de ese tipo de pervertidos. Que te excite la pobreza ajena, descubrir un rescoldo de la energía subyacente donde se ha consumado la derrota y querer sorberlo, apropiarse de ese fulgor: una caridad corrompida. Aunque imagino que para los del bar el razonamiento era bastante más fácil: el soplón que se pega a Michel para espiarnos a nosotros.

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