sábado, 17 de febrero de 2018

#hemeroteca #memoria | Cuando a nuestros abuelos se los lleve el tiempo, ¿quién nos contará las historias?

Imagen: El Salto / Fosa común de La Barranca
Cuando a nuestros abuelos se los lleve el tiempo, ¿quién nos contará las historias?
Una de las tantas historias que sucedieron en nuestras tierras a nuestras gentes y que poco a poco se van olvidando. Al recatarlas de la desmemoria, nos rescatamos a nosotros mismos.
Imanol | Ni cautivos ni desarmados, El Salto, 2018-02-17
https://www.elsaltodiario.com/ni-cautivos-ni-desarmados/cuando-a-nuestros-abuelos-se-los-lleve-el-tiempo-quien-nos-contara-las-historias

Buenas a tod@s, hoy, por segunda vez desde que llevo el blog, cedo el espacio a un gran amigo mío, para que rellene con su buen hacer estas líneas. Estoy muy contento con su colaboración por varias cosas, primero porque escribe muy bien y siempre es un placer leerle, segundo porque su texto es sobre La Rioja y tercero, porque este texto me lo cedió hace mucho tiempo, pues iba a ser el prólogo de un comic que yo y mi amigo Iñaki pretendíamos hacer sobre Ramón Vila Capdevila y que nunca terminamos y hace unos cuantos días apareció en una carpeta olvidada de las que abundan en mi archivo… Bueno, pues líneas y letras para mi amigo Javi.

-Abuela… ¿Que pasó en la guerra?

Mi abuela me crió desde siempre porque mi madre tenía que ir a trabajar y no había dinero que comer. Mi abuela era la fortaleza personificada. Con la espalda quebrada, su tenacidad la obligaba a amanecer cada día con una ilusión que a mis ojos se les antojaba imposible. Huelga decir que la quería y admiraba sobremanera. Sin embargo, era de derechas.

-¡Que va a pasar! ¡Lo que pasó es que los rojos y ateos y anarquistas quemaron iglesias, mataron curas y violaron monjas! ¡Y entonces la gente decente tuvimos que defendernos! 

Mi abuela ya se había visto defraudada por mi causa en repetidas ocasiones, al negarme una y otra vez a servir como monaguillo en los oficios dominicales. A pesar de todo insistí aún con riesgo de desatar su cólera: 

-Sí, ya, pero... cuando la gente decente ganó... ¿Qué pasó con los rojos, ateos y anarquistas? 

Para mi sorpresa, mi abuela dio un respingo de asombro. Quizá fue consciente de tener esta justa conversación con su nieto de once años. Con los ojos severos me respondió: 

-Algunos fueron fusilados. Otros fueron a prisión. Muchos escaparon. Hmmmmmm… quizá no. 

-¿Escaparon? ¿A dónde? 

-A Francia. 

-¿Y cómo llegaron? 

-Por el monte. 

Fría. Distante. Combativa. 

-¿Y conociste tú alguno de tu pueblo que escapara a Francia? 

Crack. Mi abuela volvió la cabeza. Sus ojos vagaron hacia el televisor, esta vez apagado, sin vida. Su fortaleza se disolvió, dejándola desnuda. Su espalda apareció más quebrada; ella era más frágil, más pequeña. Con la mirada perdida, las palabras brotaron, la severidad se esfumó:

-Antes de la guerra, Torre de Cameros era un pueblo alegre, próspero, bullicioso, lleno de futuro. Dicen que llegó a contar con muchísimos vecinos. Todos los sábados subían los músicos de Muro y de San Román, y era tan cierta la verbena hasta la madrugada como la vigilia en la cuaresma. Venían mozos de toda la comarca, a rondarnos y a bailar, y sus mozas nos cantaban jotillas para picarnos, las muy envidiosas. Todos teníamos la despensa hermosa y ningún mozo del pueblo tenía miedo al trabajo. 

En Torre era costumbre que el correo, que llegaba martes y jueves, fuese leído en público en la plaza del pueblo por el pregonero, pues mucha era la gente que no sabía leer ni escribir. Y así nos reuníamos unos cuantos, cogiendo afición a escuchar el correo. 

En Torre estaban los Rusos. Los Rusos eran un padre y sus tres hijos. Naturales de Torre los cuatro, pero les llamaban eso porque, cuando su mujer murió en el último parto, al padre le dio por escribir a Rusia, y desde entonces tenían correspondencia con Moscú. Fíjate que al hijo lo querían bautizar con el nombre de Boris, y dijo el cura que ese no era nombre para un cristiano, y cogió el padre y se lo llevó sin bautizar. ¡Qué torcido, el Ruso! Por cierto, que era de guapo… 

Y la sonrisa le iluminaba el rostro. 

-Ya antes de de la República fueron presos al cuartelillo de la guardia civil, porque las cartas que recibía desde Moscú eran propaganda bolchevique, y además el Ruso sabía leer. Más de una vez -acercándose a mí y bajando la voz- le he robado tabaco a padre para llevárselo a la cárcel. Si se llega a enterar mi difunto padre, me da una panadera de las buenas. 

Cuando ganó la República, fue lo peor. Era el Ruso el que leía el correo, y sólo las cartas que le interesaban. Y le dijo al párroco que si Boris no era un nombre cristiano, él tampoco era bien recibido. Que ya no daría más misas, y que la casa de Dios era ahora la casa del Pueblo. 

Y se santiguaba al contarlo, aunque… ¿seguía sonriendo? El fugaz espejismo se desvaneció, invadida por un hondo pesar, infinito horror-tristeza. 

-Luego la guerra. Los hombres se fueron a luchar. Viejos, mujeres y niños nos quedamos a trabajar el campo. Ay, hijo, lo que trabajamos. Y sin verbenas, ni bailes, ni alegría en la despensa. Sólo hambre y mucho miedo. Al año largo volvió padre, porqué ganamos la guerra. Pero muchos mozos no volvieron, y los soldados se llevaron nuestras cosechas. Y el miedo no marchó. Y el hambre tampoco. Una noche, los lobos aullaban, el bosque era traicionero y el frío animaba a las bestias a acercarse a las casas de bien. Padre oyó un ruido en el corral, y cogió la escopeta. Yo le seguí. 

-¿Quién anda ahí? ¡Si no contestas, juro por Dios que disparo como si fueras un perro! 

-No dispares, Generoso, por mis hijos. 

Era el ruso. Tiritaba, y estaba desarmado. Padre le apuntó con el arma. Boris salió también de su escondrijo, llorando y temblando, buscando el regazo de su padre. 

-He perdido a un hijo, Generoso, y a otro voy a perderlo esta noche. El monte me lo va a quitar. Está enfermo. Y no hay comida. 

-¿Y qué te crees que hay aquí? ¿Sabes qué será de mí y de los míos si descubren que has estado en mi casa y no te he entregado? 

-¡Generoso, cagondios, que se me muere el hijo! 

Yo abracé a padre, y llorando le pedí que marcháramos a dormir, mire que madre está sola y hay poco fuego en el hogar. Su cuerpo en tensión, su voz firme, tajante. Sudor helado en cara y manos, y por dentro, como un temblor. De un empujón me apartó de su lado. Por última vez se dirigió al Ruso: 

-Ahí tengo un par de mantas, y aquí hay pan duro. Estas dos gallinas dan dos huevos, que es el sustento de nueve personas todos los días. Allá cada cual con su conciencia. Vámonos a dormir, hija. Hemos venido a buscar alimañas y no hemos encontrado ninguna. 

Y antes de salir del corral, sin volverse, se paró: 

-Si vuelves a aparecer por aquí, te mato. 

La mañana siguiente echó a faltar dos mantas del establo, y una gallina no había puesto. Mis hermanas dijeron de asarla, pero madre dijo que ni hablar. Padre estuvo semanas sin hablarme. Aquel día tuvimos que apañarnos con un solo huevo mi padre, mi madre, mis tres hermanas, mis tíos y mi prima, y no fue esta la última vez que pasamos estrecheces. Yo no quise comer aquel día.

-¿Por qué lloras abuela? ¿Qué te pasa? 

Mi abuela, recostada en el sofá, con una mano abrazándose el vientre y la otra sobre el rostro. Sentí resbalar las lágrimas por sus mil arrugas, sin un gemido, sin sordos sollozos... sólo inmensa tristeza. 

-¿Te acuerdas de la historia de los Rusos, que te conté hace años? 

Lo menos cinco. Colgué en el perchero la chupa vaquera, me aparté el cabello del rostro (¡siempre llevas el pelo como un gitano!) y respondí: 

-Sí, los de Torre que se echaron al monte. 

-Pues hoy he visto a Boris -continuó tras un silencio. 

-Coño… ¿dónde? 

-En la cola de la caja, al ir a cobrar la pensión. 

-¿Y qué habéis hecho? 

-Reír… llorar… tomar un chocolate en una cafetería… hablar… llorar… reír… 

-Vaya, qué bonito. Creí que te había pasado algo malo. 

-No... no... pero da una pena...

-No, es bonito -respondí ingenuo.
 
–Sí, consiguió llegar a Francia. 

-Sí...

-¿Vivió su hermano? 

-Sí…pero su padre no... el Ruso no llegó...

-Ah... vaya...

-Sí...

No fue hasta que murió, varios años después, cuando me enteré. Al parecer, mi abuela tuvo un primer hijo en tiempos de la República, del que nada o muy poco se sabe. Fue a partir de la guerra cuando comenzó a vestir de luto y se acostumbró a ir a misa. 

Quizá no siempre fue tan de derechas.

Cuando a nuestros abuelos se los lleve el tiempo, ¿quién nos contará historias?

-Mira abuela, una riña.

-¿Qué dices de una niña? 

-NO, abajo, que hay una riña 

-Ay hijo, que estoy muy sorda... ¿Qué dices de una niña? 

-¡Que no abuela! ¡Que abajo hay una riña entre dos tíos, una disputa! 

-Bah, no será tan niña entonces.

Mi abuela era la mejor.

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