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Marcus Peña | Nueva Tribuna, 2018-03-31
http://www.nuevatribuna.es/articulo/sociedad/nuestros-derechos-son-derechos-humanos/20180331115243150323.html
No hace mucho tiempo, las personas trans*, así como toda la Comunidad LGTBI+, éramos consideradas seres antisociales, nacíamos con el estigma de delincuentes, sobre nuestras cabezas pendían leyes infames como la ley de Vagos y Maleantes, promulgada en 1935 durante la segunda república y ampliada posteriormente en 1955, durante el franquismo, para reprimir expresamente toda persona que no se adhiriera rígidamente al modelo cisexual-heterosexual. En 1970 apareció la ley de peligrosidad y rehabilitación social, con la cual las personas trans* éramos condenadas a sufrir penas de presidio en un establecimiento psiquiátrico donde padecíamos tratamientos reversivos, incluyendo terapias electroconvulsivas y, en casos extremos, hasta la lobotomía. ¡Estas leyes estuvieron vigentes hasta largos años después de bien entrada la democracia!
Hasta que un buen día decidieron tomar las calles. Las más aguerridas de nosotras, en un no muy lejano 26 de junio de 1977, se pusieron a la cabeza de lo que se llamó la primera manifestación Gay en Barcelona, con las leyes represivas del anterior régimen todavía vigor.
Ni que decir tiene que recibieron cargas policiales, hubo carreras y palizas por parte de la policía. ¡Pero fuimos visibles, visibles por fin!
Por aquél entonces carecíamos de todo derecho, hasta del más básico, ¡vivir!
Eran los tiempos en que nuestras propias familias nos echaban de casa a temprana edad, se nos condenaba a la marginalidad y a la miseria; eran los tiempos de frases terribles, “prefiero un hijo tonto a un hijo maricón”, éramos privados y privadas de toda condición humana.
En aquellos tiempos también comenzamos a visibilizarnos en los medios, sobre todo en la televisión. Pasamos a ser seres objeto de la curiosidad y del morbo popular, gentes del espectáculo, pero que las más jóvenes admirábamos con envidia desde nuestro armario particular, pero que sea como fuere, por fin teníamos a alguien con quien identificarnos.
Desde esta precaria situación comenzó un movimiento, nos costó Dios y ayuda conseguir las sinergias dentro de lo que entonces era solo movimiento Gay, no gustábamos aquellas estereotipadas travestis, locas, cabareteras y putas de las que decían que dábamos muy mala imagen.
Mucho ha llovido de entonces. Primero llegó la despenalización en los años 80, hasta conseguir a finales de los noventa tímidos accesos al sistema sanitario público, servicios limitados a Andalucía y fuertemente patologizados y tutelados por facultativos que nos trataban como gente sin criterio y de limitadas capacidades intelectuales, pero de alguna manera hay que empezar.
Había llegado el momento de empezar a trabajar unas leyes justas. No se trataba de pedir privilegios, sino de nuestro reconocimiento como ciudadanos de pleno derecho, de tener un nombre que nos represente, de tener una identidad de género reconocida ante el Estado, de tener una sanidad y educación que tenga en cuenta nuestras necesidades, como la de cualquier otro ciudadano de este país, independiente de su edad, raza, credo, nacionalidad y condición social.
Los derechos no caen del cielo, se obtienen a través de la lucha y la lucha no es posible sin la visibilización. Y lo que es peor, cuando dejan de lucharse se pierden. ¡Lo que no se ve no existe!
A lo largo del siglo XX hemos sido muchas las personas trans* las que nos hemos visibilizado, de tan diversas procedencias y ocupaciones como el resto de cualquier otro colectivo social, desde la humilde prostituta de calle a obreros, estudiantes, maestros, científicos, escritores, hasta llegar a altas posiciones académicas y corporativas.
Quiero recordar hoy los nombres de Leandra Vicci, ingeniera transexual que participó en el programa Lunar Orbiter de la NASA en los años sesenta; Rebecca Openheimer, astrofísica; Ben Barres, profesor de neurobiología en la universidad de Stanford y muchos otros, sin olvidar muy especialmente a Miryam Amaya, una de aquellas personas que le tocó correr delante de la policía en aquella histórica manifestación de 1977 en Barcelona y que a pesar de los años transcurridos continúa su vida activista.
Y, por supuesto, a todas aquellas personas anónimas que son visibles los 365 días del año, y a aquellas que nos han dejado, unas por fuerza de los años, y otras que, empujadas por la barbarie de la incomprensión social, nos han abandonado prematuramente, como el adolescente Ekai fallecido recientemente.
Por todo ello es imprescindible que apoyemos sin fisuras la aprobación de la Ley de Igualdad LGTBI+, actualmente en el Congreso de los Diputados, así como todas aquellas leyes autonómicas actualmente en trámite en los correspondientes parlamentos autonómicos. Solo así podremos salir de las tinieblas para ser plenamente visibles.
Hasta que un buen día decidieron tomar las calles. Las más aguerridas de nosotras, en un no muy lejano 26 de junio de 1977, se pusieron a la cabeza de lo que se llamó la primera manifestación Gay en Barcelona, con las leyes represivas del anterior régimen todavía vigor.
Ni que decir tiene que recibieron cargas policiales, hubo carreras y palizas por parte de la policía. ¡Pero fuimos visibles, visibles por fin!
Por aquél entonces carecíamos de todo derecho, hasta del más básico, ¡vivir!
Eran los tiempos en que nuestras propias familias nos echaban de casa a temprana edad, se nos condenaba a la marginalidad y a la miseria; eran los tiempos de frases terribles, “prefiero un hijo tonto a un hijo maricón”, éramos privados y privadas de toda condición humana.
En aquellos tiempos también comenzamos a visibilizarnos en los medios, sobre todo en la televisión. Pasamos a ser seres objeto de la curiosidad y del morbo popular, gentes del espectáculo, pero que las más jóvenes admirábamos con envidia desde nuestro armario particular, pero que sea como fuere, por fin teníamos a alguien con quien identificarnos.
Desde esta precaria situación comenzó un movimiento, nos costó Dios y ayuda conseguir las sinergias dentro de lo que entonces era solo movimiento Gay, no gustábamos aquellas estereotipadas travestis, locas, cabareteras y putas de las que decían que dábamos muy mala imagen.
Mucho ha llovido de entonces. Primero llegó la despenalización en los años 80, hasta conseguir a finales de los noventa tímidos accesos al sistema sanitario público, servicios limitados a Andalucía y fuertemente patologizados y tutelados por facultativos que nos trataban como gente sin criterio y de limitadas capacidades intelectuales, pero de alguna manera hay que empezar.
Había llegado el momento de empezar a trabajar unas leyes justas. No se trataba de pedir privilegios, sino de nuestro reconocimiento como ciudadanos de pleno derecho, de tener un nombre que nos represente, de tener una identidad de género reconocida ante el Estado, de tener una sanidad y educación que tenga en cuenta nuestras necesidades, como la de cualquier otro ciudadano de este país, independiente de su edad, raza, credo, nacionalidad y condición social.
Los derechos no caen del cielo, se obtienen a través de la lucha y la lucha no es posible sin la visibilización. Y lo que es peor, cuando dejan de lucharse se pierden. ¡Lo que no se ve no existe!
A lo largo del siglo XX hemos sido muchas las personas trans* las que nos hemos visibilizado, de tan diversas procedencias y ocupaciones como el resto de cualquier otro colectivo social, desde la humilde prostituta de calle a obreros, estudiantes, maestros, científicos, escritores, hasta llegar a altas posiciones académicas y corporativas.
Quiero recordar hoy los nombres de Leandra Vicci, ingeniera transexual que participó en el programa Lunar Orbiter de la NASA en los años sesenta; Rebecca Openheimer, astrofísica; Ben Barres, profesor de neurobiología en la universidad de Stanford y muchos otros, sin olvidar muy especialmente a Miryam Amaya, una de aquellas personas que le tocó correr delante de la policía en aquella histórica manifestación de 1977 en Barcelona y que a pesar de los años transcurridos continúa su vida activista.
Y, por supuesto, a todas aquellas personas anónimas que son visibles los 365 días del año, y a aquellas que nos han dejado, unas por fuerza de los años, y otras que, empujadas por la barbarie de la incomprensión social, nos han abandonado prematuramente, como el adolescente Ekai fallecido recientemente.
Por todo ello es imprescindible que apoyemos sin fisuras la aprobación de la Ley de Igualdad LGTBI+, actualmente en el Congreso de los Diputados, así como todas aquellas leyes autonómicas actualmente en trámite en los correspondientes parlamentos autonómicos. Solo así podremos salir de las tinieblas para ser plenamente visibles.
Porque nuestros derechos son derechos humanos.
Marcus Peña, Secretario del Área Trans*, Asociación Lánzate LGTBI+ de Canarias
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