sábado, 3 de febrero de 2018

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ABC / Enclave en el que situaba el desavío de La Chester //

La Chester: La calá más amarga.

Emilio Aguilar tuvo una vida humilde y más de una vez tuvo que salir de najas, con el canasto de mimbre en la mano.
Félix Machuca | ABC, 2018-02-03
https://sevilla.abc.es/sevilla/sevi-chester-cala-mas-amarga-201802032048_noticia.html 

Hay personajes, como algunos de Dostoievski, que vienen al mundo para sufrir. Que nacen con la marca en sus corazones de ser carne de cañón. Que parecen que son los inspiradores de aquella copla de predestinados para cruces y martirios que cantaba Imperio Argentina preguntándole al cielo: el día que nací yo/ qué planeta reinaría/ por donde quiera que voy/ que mala estrella me guía... No tuvo Emilio Aguilar la estrella que alumbrara sus días con risas y sueños. Nació antes de tiempo. Lejos, retiradísimo de la dimensión social y temporal que muchos años después, cuando los tiempos le hicieron caso a Bob Dylan y empezaron a cambiar, tuvieron los diferentes. Los sexualmente distintos. Aquellos que, como le dijo La Esmeralda a Jesús Quintero en una entrevista en la Colina, cuando le preguntó con guasa y retranca: ¿Tú eres gay, amanerado o femenino? Y con dos timbales muy bien puestos, la Esmeralda le respondió: «yo soy maricón con acento en la o».

Emilio Aguilar, la Chester para la noche crapulosa sevillana de los sesenta y los setenta, no tuvo la suerte ni la estrella que necesitan los que son distintos para no acabar devorados, apaleados por un rencor social de alobada sicología. Los que van por la vida con la cruz de su singularidad, ya sea vistiendo muñecas, ya sea peinando el pelo canoso de su madre con todo el amor de una hija, sabían por aquellos tiempos que las mariquitas de Lorca, las que organizaban los bucles de su cabeza y cantaban en las azoteas, eran pura literatura. A Freddie Mercury le quedaba casi un siglo para quemar los armarios...

Cuando el Derecho Romano se atascaba o se hacía infranqueable la formulación de un endiablada combinación química, los estudiantes de aquellos años, apegados al mirilí y a lo que Paco Sánchez y Luís Baquero pinchaban en unas noches irrepetibles de radio, se montaban en el vespino y visitaban el único VIP que había en Sevilla cuando el tabaco se lo habían jalado hincando lo único que por entonces se podía hincar en Sevilla: los codos. No eran como los de Madrid y Barcelona. Aquel VIP estaba en La Campana, esquina con Carpio (hoy Capataz Rafael Franco), lo regentaba la Chester y te daba, suelto, por tres duros, el rubio americano que necesitaras. Canasto de mimbre, caballete de tijera, tabaco de la base, chester, güiston, luqui, coloretes en la cara, tacones en los pies, una estanquera de espejos deformante que hubiera mandado a por tabaco a la de Federico Fellini. Era su negocio un desavío. Tan humilde como su vida. Expuesta siempre a la guasa hiriente de los señoritos puteros y a los taxistas que, entonces, no quemaban automóviles de la competencia, pero si su prestigio insultado a una trabajadora cuyo único delito era ser lo que nunca ocultó. Más de una noche tuvo que salir de najas, con el canasto de mimbre en la mano, los tacones rotos y perdidos en la carrera, perseguida por los niños que charolaban gomina y llevaban cadenas y no, precisamente, para colgar la medalla de la Virgen rociera.

La Chester fue la estanquera de aquella Sevilla que, como en un inmarcesible artículo que le dedicó Antonio Burgos a su muerte, le daba de comer a sus instintos básicos en el Oasis, caminaba por La Trocha buscando la alegría, se ponía verde en El Semáforo y encendía en La Cochera el motor de sus aventuras, en un raid nocturno y castizo donde las mariconas actuaban junto con flamencos que veían amanecer cuando las mangueras regaban las calles.

La Chester decía que su madrina fue la Terremoto y blasonaba que Gracia Montes y Marifé de Triana le habían comprado un paquete de rubio. Aquella Sevilla de la Chester, que se evaporó como las borracheras de sus noches, fue el escenario de su tragedia amorosa. Quizás la razón de su drama personal. Enamorado de un macareno, con el que se veía a hurtadillas escondiendo lo que hoy se hace orgullo, no pudo convencerlo de que los armarios están para colgar las camisas y los pantalones. Y se le casó para tener mujer e hijos. Sus últimos años fueron durísimos. Montesión le facilitó techo, dos habitaciones, una ventana y una mesa camilla, a la espalda de la iglesia, en Alberto Lista. Allí recibía al por entonces hermano mayor, Rafael Buzón, que le llevaba estampas de su Virgen del Rosario y le escuchaba hablar de sus soledades. Sin más compañía que sus recuerdos, Montesión fue la familia que lo acogió en sus días más duros, cuando las piernas le fallaban y los albañiles de la obra de al lado, tenían que ir a levantarlo cuando se caía. Hay cosas más dañinas que el tabaco. La Chester lo sufrió en sus carnes voluminosas, en su agria vida sin más azúcar que la de su diabetes, sin consuelo en su peinador de seda...

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