Imagen: Google Imágenes / Bjarke Ingels con sus 'chicos' y su 'chica' |
Ibai Gandiaga Pérez de Albéniz | Zazpika, Naiz, 2017-10-15
http://www.naiz.eus/eu/hemeroteca/7k/editions/7k_2017-10-15-07-00/hemeroteca_articles/las-mujeres-en-la-arquitectura
Este año se celebra el cincuenta aniversario de la colegiación de las primeras arquitectas en Euskal Herria. Para aquellos que lo desconozcan, nacido en 1929, el Colegio de Arquitectos Vasco Navarro comprende los cuatro territorios de Hegoalde en una sola institución que recoge a más de 3.000 arquitectos de la Comunidad Autónoma Vasca y Nafarroa. Las primeras mujeres tuvieron que esperar hasta 1967 para poder colegiarse, requisito fundamental para poder construir en el Estado español.
El panorama en las escuelas de arquitectura ha cambiado radicalmente en esos cincuenta años y es, precisamente, en arquitectura la única de las disciplinas ingenieriles donde las mujeres superan –por los pelos– a los hombres en porcentaje de alumnado, con una tendencia que no ha dejado de crecer durante las dos últimas décadas.
En el otro extremo tenemos el caso de Matilde Ucelay, quien obtuvo su título en 1936 por la Escuela de Arquitectura de Madrid. Ucelay tardó diez años en obtener el título: en parte, por su filiación a la República; en parte, por su género. Tuvo que valerse de amigos que firmaran las obras que realizaba a la alta burguesía madrileña, pues hasta 1945 no se le permitió colegiarse, dejándola fuera del listado de profesionales.
Volviendo a nuestros días, el mero hecho de que haya una gran presencia de arquitectas en el sector no significa nada. La arquitectura no es ajena al paradigma social en el que vivimos, y la brecha de visibilidad, representatividad y poder efectivo tal vez es especialmente lacerante en el caso de las arquitectas, al tratarse de un colectivo enraizado en estratos sociales más pudientes. Es decir, que en todas partes de la sociedad se cuecen habas en cuanto al machismo se refiere.
Un recordatorio de este hecho estalló en la cuenta de Instagram del célebre y joven arquitecto superstar Bjarke Ingels. En una fotografía de familia, con los doce socios de la firma posando pertrechados en un perfecto negro Armani, pronto muchos de los más de 12.000 “me gusta” se percataron de que en la imagen solo había una mujer, Sheela Maini Søgaard. Siendo un estudio muy joven (Ingels tiene 43 años, edad muy temprana para un oficio de florecimiento tardío como este), la sorpresa era mayor. La propia Søgaard salía a defender a su jefe, remarcando que la mitad de los empleados de la empresa son mujeres. Las explicaciones dejaron un gusto amargo, más aún cuando se supo que la propia Søgaard no era arquitecta, sino que fue contratada como directora financiera.
Como en cualquier sector de la sociedad, la arquitectura no escapa a las lógicas de un sistema montado por y para el beneficio del 50% de la población. Podríamos empezar con la invisibilización de las mujeres arquitecto en la historiografía oficial, con ejemplos realmente flagrantes. Pocos alumnos de esta carrera habrán pasado sin que algún profesor les haya mostrado los interiores de la Villa Mairea, del finlandés Alvar Aalto, considerado desde Europa como uno de los cuatro “apóstoles” del Movimiento Moderno: la escalera de la Villa Mairea es una de las más –y peor– copiadas de la historia, y su interiorismo resulta, hoy en día, totalmente actual. El único problema es que el interior no lo hizo Aalto, sino su esposa, Aino Marsio.
Puede que sea esa manía de ir en pareja lo que haya hecho que esa historia de los finlandeses se repita una y otra vez. En Catalunya pasó con Enric Miralles y Carme Pinós. Juntos, los dos catalanes realizaron las mejores obras de los años 90, como el cementerio de Igualada o las instalaciones de tiro con arco para Barcelona 92, tristemente demolidas. Sin embargo, con la muerte de Miralles, Pinós quedó fuera de la élite arquitectónica durante una década. Aún hoy, habiendo realizado numerosas y notables obras, curiosamente su nombre no acaba de adquirir la importancia que merece.
En cualquier caso, esas invisibilizaciones son, por lo menos, mucho más patentes en la actualidad. Hace cuatro años, se puso en marcha un movimiento desde una plataforma estudiantil de Harvard para pedir a la organización del premio Pritzker, el “Nobel” de arquitectura, la entrega del galardón a Dennise Scott Brown, mujer y socia del galardonado en 1991, Robert Venturi. Scott Brown no solo compartía estudio con Venturi, sino que firmaba con él los textos teóricos –fundamentales para entender la ciudad posmoderna– que auparon al americano al Pritzker. En el otro extremo de este juego, la japonesa Kazujo Seyima tuvo que compartir ese mismo premio con su socio Ryue Nishizawa, diez años menor que ella, cuando obtuvieron el Pritzker en 2010. ¿Alguien ve algo raro?
El panorama en las escuelas de arquitectura ha cambiado radicalmente en esos cincuenta años y es, precisamente, en arquitectura la única de las disciplinas ingenieriles donde las mujeres superan –por los pelos– a los hombres en porcentaje de alumnado, con una tendencia que no ha dejado de crecer durante las dos últimas décadas.
En el otro extremo tenemos el caso de Matilde Ucelay, quien obtuvo su título en 1936 por la Escuela de Arquitectura de Madrid. Ucelay tardó diez años en obtener el título: en parte, por su filiación a la República; en parte, por su género. Tuvo que valerse de amigos que firmaran las obras que realizaba a la alta burguesía madrileña, pues hasta 1945 no se le permitió colegiarse, dejándola fuera del listado de profesionales.
Volviendo a nuestros días, el mero hecho de que haya una gran presencia de arquitectas en el sector no significa nada. La arquitectura no es ajena al paradigma social en el que vivimos, y la brecha de visibilidad, representatividad y poder efectivo tal vez es especialmente lacerante en el caso de las arquitectas, al tratarse de un colectivo enraizado en estratos sociales más pudientes. Es decir, que en todas partes de la sociedad se cuecen habas en cuanto al machismo se refiere.
Un recordatorio de este hecho estalló en la cuenta de Instagram del célebre y joven arquitecto superstar Bjarke Ingels. En una fotografía de familia, con los doce socios de la firma posando pertrechados en un perfecto negro Armani, pronto muchos de los más de 12.000 “me gusta” se percataron de que en la imagen solo había una mujer, Sheela Maini Søgaard. Siendo un estudio muy joven (Ingels tiene 43 años, edad muy temprana para un oficio de florecimiento tardío como este), la sorpresa era mayor. La propia Søgaard salía a defender a su jefe, remarcando que la mitad de los empleados de la empresa son mujeres. Las explicaciones dejaron un gusto amargo, más aún cuando se supo que la propia Søgaard no era arquitecta, sino que fue contratada como directora financiera.
Como en cualquier sector de la sociedad, la arquitectura no escapa a las lógicas de un sistema montado por y para el beneficio del 50% de la población. Podríamos empezar con la invisibilización de las mujeres arquitecto en la historiografía oficial, con ejemplos realmente flagrantes. Pocos alumnos de esta carrera habrán pasado sin que algún profesor les haya mostrado los interiores de la Villa Mairea, del finlandés Alvar Aalto, considerado desde Europa como uno de los cuatro “apóstoles” del Movimiento Moderno: la escalera de la Villa Mairea es una de las más –y peor– copiadas de la historia, y su interiorismo resulta, hoy en día, totalmente actual. El único problema es que el interior no lo hizo Aalto, sino su esposa, Aino Marsio.
Puede que sea esa manía de ir en pareja lo que haya hecho que esa historia de los finlandeses se repita una y otra vez. En Catalunya pasó con Enric Miralles y Carme Pinós. Juntos, los dos catalanes realizaron las mejores obras de los años 90, como el cementerio de Igualada o las instalaciones de tiro con arco para Barcelona 92, tristemente demolidas. Sin embargo, con la muerte de Miralles, Pinós quedó fuera de la élite arquitectónica durante una década. Aún hoy, habiendo realizado numerosas y notables obras, curiosamente su nombre no acaba de adquirir la importancia que merece.
En cualquier caso, esas invisibilizaciones son, por lo menos, mucho más patentes en la actualidad. Hace cuatro años, se puso en marcha un movimiento desde una plataforma estudiantil de Harvard para pedir a la organización del premio Pritzker, el “Nobel” de arquitectura, la entrega del galardón a Dennise Scott Brown, mujer y socia del galardonado en 1991, Robert Venturi. Scott Brown no solo compartía estudio con Venturi, sino que firmaba con él los textos teóricos –fundamentales para entender la ciudad posmoderna– que auparon al americano al Pritzker. En el otro extremo de este juego, la japonesa Kazujo Seyima tuvo que compartir ese mismo premio con su socio Ryue Nishizawa, diez años menor que ella, cuando obtuvieron el Pritzker en 2010. ¿Alguien ve algo raro?
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