Imagen: El Mundo / André Gide |
Alianza Editorial publica "Regreso de la URSS".
Manuel Hidalgo | El Mundo, 2017-10-21
http://www.elmundo.es/cultura/literatura/2017/10/21/59ea4250e2704e4b1e8b4650.html
La semana pasada traíamos aquí a John Reed y su libro ‘Diez días que sacudieron el mundo’ (1919), entusiasta crónica de las jornadas de la revolución bolchevique. Casi 20 años después, en 1936, André Gide, en compañía de otros colegas, viajó a la Unión Soviética para conocerla de primera mano. Después de mirar de reojo a los ultraconservadores franceses -como volvería a hacer muchos años después-, Gide había manifestado su apoyo a la revolución, su esperanza en la creación de un «hombre nuevo» y su «amor» y su «admiración» por la URSS. Lo que vio en su viaje le causó decepción, desagrado y rechazo, y así lo expresó en términos muy duros -y con gran dolor- en su libro ‘Regreso de la URSS’ (1936), que ahora publica Alianza Editorial, donde también destaca y ensalza -parques y guarderías- las cosas positivas que vio.
Por este libro, Gide fue virulentamente atacado por varios de sus amigos y por el conjunto de la intelectualidad comunista francesa y europea, que le achacaron haberse precipitado, no haber dado tiempo a las mejoras de tan complejo proceso transformador y ser inoportuno cuando en España se estaba produciendo un combate contra el fascismo. Entre quienes le vituperaron estuvo el escritor español José Bergamín, y así lo registró Gide en sus ‘diarios’ (de inexcusable lectura). Tenido por un apestado, Gide publicó al año siguiente ‘Retoques a mi Regreso de la URSS’, que Alianza incluye en el mismo volumen, donde rebate y se duele de las críticas recibidas y donde aporta -indómito- más datos de refuerzo de su punto de vista.
La personalidad y las posiciones del prolífico y proteico -como lo calificó Marguerite Yourcenar- André Gide, Premio Nobel de Literatura en 1947, tuvieron características variables, opuestas y muy complejas, tanto en su misma y portentosa escritura como en sus actitudes religiosas, políticas y sexuales. Con amigos fieles y enemigos encarnizados y cambiantes, Gide fue apaleado desde todos los rincones, pero el tiempo ha fijado su enorme estatura intelectual y literaria, muy marcada por su abrupta sinceridad a la hora de recoger en su obra su atormentada peripecia biográfica y sus fogosos impulsos vitales.
Nacido en París en 1869, temprano huérfano de padre y sofocado por una madre invasiva, Gide, sin problemas económicos, fue educado en un rígido protestantismo y recibió, con constantes cambios y sobresaltos, una enseñanza traumática en la que los profesores reprobaron sus «malas costumbres» -su adicción a la masturbación- y sus compañeros le humillaron por sus aires de mariquita. Muy pronto tuvo crisis nerviosas graves y durante toda su vida se sometió a curas e internamientos para atemperar sus reiteradas crisis psicológicas.
Mientras su impiedad y descreimiento religiosos crecían y se expresaban, la posibilidad de la fe y los sentimientos místicos le tenían atrapado y desasosegado, tanto por frecuentar amigos muy católicos -Paul Claudel, por ejemplo, hasta su ruptura- como por ver que otros amigos próximos se convertían al catolicismo. Gide publicó en 1914 una vitriólica farsa sobre la Iglesia, ‘Los sótanos del Vaticano’, y no fue sólo por esto que, a su muerte, en 1951, la totalidad de su obra fue incluida en el ‘Índice de Libros Prohibidos’. Gide abrió los ojos al pensamiento de los jóvenes, según la opinión de muchos, y para otros fue un corruptor de la juventud.
La oportuna casualidad de que André Gide ocupe hoy el número 500 de esta serie de imprescindibles me trae vivísimos recuerdos de mis años de estudiante, cuando, con la censura franquista debilitada, la publicación y lectura tanto de la obra citada como, sobre todo, de su novela ‘Los monederos falsos’ (1926), de ‘Paludes’ (1895) y ‘Los alimentos terrenales’ (1897) -quizás, alguna de ellas en francés- causó en mi grupo de amigos un impacto perturbador e inolvidable. Y eso que no habíamos leído aún ‘Si la semilla no muere’ (1926), el primer y principal tomo de sus memorias, donde, entre otras cosas, detalla su descubrimiento y prácticas como homosexual.
¿Y qué decir de ‘Corydon’ (1924)? Todos sus próximos -antes de perder a varios- trataron de convencerle de que no publicara este ensayo en forma de cuatro diálogos, que primero fue sacando por partes y de manera semiclandestina y en el que hace una apología de la homosexualidad y, aún más, de la pederastia, pues -como también relata en sus diarios- Gide se acostó con muchachos muy jóvenes, sobre todo -Túnez, Argelia...- en sus frecuentes estancias en el norte de África.
Amigo en su juventud simbolista de Pierre Louÿs -hasta que tarifaron- y Stéphane Mallarmé, el gran amigo de por vida de Gide fue quizás -autodescontado Paul Claudel- el poeta puro Paul Valéry. Fundador de la influyente ‘Nouvelle Revue Française’, Gide frecuentó a muchas de las grandes figuras literarias y artísticas de su tiempo, sin excluir, lógicamente, a grandes creadores homosexuales como Oscar Wilde y Marcel Proust.
Entre sus muchos amantes masculinos, el compañero más fiel y estable -luego como amigo- fue Marc Allégret, a quien conoció cuando el futuro e importante cineasta tenía 17 años. Con todo y con eso, fueron varias mujeres las que tuvieron un papel central y decisivo en la agitada vida de Gide: su madre, por supuesto; la dulce Anna Shackleton, primero gobernanta, y luego amiga íntima de su madre viuda, y siempre confidente del escritor; su prima Madeleine, de la que se enamoró platónicamente en su juventud, con la que se empeñó en casarse y con la que se casó y nunca consumó su matrimonio; la finísima escritora belga Mary van Rysselberghe, también confidente y compañera de viajes; Élisabeth, hija de la anterior, que quiso ser madre y el escritor la complació, naciendo así, en 1923, Catherine Gide. Ni Madeleine ni Mary supieron a ciencia cierta quién fue el padre de Catherine.
En fin, la vida y la obra de André Gide no caben en cuatro columnas. Tampoco el piano que tocaba con virtuosismo.
Por este libro, Gide fue virulentamente atacado por varios de sus amigos y por el conjunto de la intelectualidad comunista francesa y europea, que le achacaron haberse precipitado, no haber dado tiempo a las mejoras de tan complejo proceso transformador y ser inoportuno cuando en España se estaba produciendo un combate contra el fascismo. Entre quienes le vituperaron estuvo el escritor español José Bergamín, y así lo registró Gide en sus ‘diarios’ (de inexcusable lectura). Tenido por un apestado, Gide publicó al año siguiente ‘Retoques a mi Regreso de la URSS’, que Alianza incluye en el mismo volumen, donde rebate y se duele de las críticas recibidas y donde aporta -indómito- más datos de refuerzo de su punto de vista.
La personalidad y las posiciones del prolífico y proteico -como lo calificó Marguerite Yourcenar- André Gide, Premio Nobel de Literatura en 1947, tuvieron características variables, opuestas y muy complejas, tanto en su misma y portentosa escritura como en sus actitudes religiosas, políticas y sexuales. Con amigos fieles y enemigos encarnizados y cambiantes, Gide fue apaleado desde todos los rincones, pero el tiempo ha fijado su enorme estatura intelectual y literaria, muy marcada por su abrupta sinceridad a la hora de recoger en su obra su atormentada peripecia biográfica y sus fogosos impulsos vitales.
Nacido en París en 1869, temprano huérfano de padre y sofocado por una madre invasiva, Gide, sin problemas económicos, fue educado en un rígido protestantismo y recibió, con constantes cambios y sobresaltos, una enseñanza traumática en la que los profesores reprobaron sus «malas costumbres» -su adicción a la masturbación- y sus compañeros le humillaron por sus aires de mariquita. Muy pronto tuvo crisis nerviosas graves y durante toda su vida se sometió a curas e internamientos para atemperar sus reiteradas crisis psicológicas.
Mientras su impiedad y descreimiento religiosos crecían y se expresaban, la posibilidad de la fe y los sentimientos místicos le tenían atrapado y desasosegado, tanto por frecuentar amigos muy católicos -Paul Claudel, por ejemplo, hasta su ruptura- como por ver que otros amigos próximos se convertían al catolicismo. Gide publicó en 1914 una vitriólica farsa sobre la Iglesia, ‘Los sótanos del Vaticano’, y no fue sólo por esto que, a su muerte, en 1951, la totalidad de su obra fue incluida en el ‘Índice de Libros Prohibidos’. Gide abrió los ojos al pensamiento de los jóvenes, según la opinión de muchos, y para otros fue un corruptor de la juventud.
La oportuna casualidad de que André Gide ocupe hoy el número 500 de esta serie de imprescindibles me trae vivísimos recuerdos de mis años de estudiante, cuando, con la censura franquista debilitada, la publicación y lectura tanto de la obra citada como, sobre todo, de su novela ‘Los monederos falsos’ (1926), de ‘Paludes’ (1895) y ‘Los alimentos terrenales’ (1897) -quizás, alguna de ellas en francés- causó en mi grupo de amigos un impacto perturbador e inolvidable. Y eso que no habíamos leído aún ‘Si la semilla no muere’ (1926), el primer y principal tomo de sus memorias, donde, entre otras cosas, detalla su descubrimiento y prácticas como homosexual.
¿Y qué decir de ‘Corydon’ (1924)? Todos sus próximos -antes de perder a varios- trataron de convencerle de que no publicara este ensayo en forma de cuatro diálogos, que primero fue sacando por partes y de manera semiclandestina y en el que hace una apología de la homosexualidad y, aún más, de la pederastia, pues -como también relata en sus diarios- Gide se acostó con muchachos muy jóvenes, sobre todo -Túnez, Argelia...- en sus frecuentes estancias en el norte de África.
Amigo en su juventud simbolista de Pierre Louÿs -hasta que tarifaron- y Stéphane Mallarmé, el gran amigo de por vida de Gide fue quizás -autodescontado Paul Claudel- el poeta puro Paul Valéry. Fundador de la influyente ‘Nouvelle Revue Française’, Gide frecuentó a muchas de las grandes figuras literarias y artísticas de su tiempo, sin excluir, lógicamente, a grandes creadores homosexuales como Oscar Wilde y Marcel Proust.
Entre sus muchos amantes masculinos, el compañero más fiel y estable -luego como amigo- fue Marc Allégret, a quien conoció cuando el futuro e importante cineasta tenía 17 años. Con todo y con eso, fueron varias mujeres las que tuvieron un papel central y decisivo en la agitada vida de Gide: su madre, por supuesto; la dulce Anna Shackleton, primero gobernanta, y luego amiga íntima de su madre viuda, y siempre confidente del escritor; su prima Madeleine, de la que se enamoró platónicamente en su juventud, con la que se empeñó en casarse y con la que se casó y nunca consumó su matrimonio; la finísima escritora belga Mary van Rysselberghe, también confidente y compañera de viajes; Élisabeth, hija de la anterior, que quiso ser madre y el escritor la complació, naciendo así, en 1923, Catherine Gide. Ni Madeleine ni Mary supieron a ciencia cierta quién fue el padre de Catherine.
En fin, la vida y la obra de André Gide no caben en cuatro columnas. Tampoco el piano que tocaba con virtuosismo.
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