Ángel Vázquez |
Seix Barral recupera la novela maldita de Ángel Vázquez, 'La vida perra de Juanita Narboni'.
Luis Antonio de Villena | El Mundo, 2017-10-23
http://www.elmundo.es/cultura/literatura/2017/10/23/59ee3a5ae5fdea2f568b4577.html
Emilio Sanz de Soto, que fue nuestro tangerino oficial, el testigo lúcido de toda una época y gran amigo mío, iba a ‘Oliver’ (casi un pub literario y nocturno) en los años 70 acompañado, a menudo, de un hombre triste, muy poco hablador y con aire de funcionario gris. Ese hombre cordial pero casi mudo, con grandes gafas, que estuvo muchas noches sentado a mi lado bebiendo, apenas si tenía conversación, por más que Emilio en ciertos momentos hiciera por animarlo... Me han preguntado: ¿Conociste entonces a Ángel Vázquez, el autor de ‘La vida perra de Juanita Narboni’? Lo conocí y estuve muchas noches a su lado, era el hombre dipsómano y triste que acompañaba aquellas noches dichas a Emilio Sanz, que sí tenía una conversación amenísima.
Eduardo Haro Ibars, buen amigo, que no estaba allí aquellas noches, pero que había pasado su adolescencia en Tánger, donde su padre fue el último director del ‘diario España’, me había hablado alguna vez de Vázquez como escritor nada desdeñable, homosexual y hombre raro (alcohol, drogas) muy conocido en la ciudad por su extranjerismo de sí propio, y por ser el hijo de Mariquita la sombrerera, una señora que hacía sombreros para damas en la época mejor de Tánger, pero que terminó alcoholizada y con la cabeza ida, cuando aquel viejo negocio de los sombreros femeninos se vino abajo, a la par que el brillo del Tánger Internacional se marroquinizaba.
Según el propio Vázquez (muy consciente de que su mundo desaparecía lentamente; ya ha desaparecido) el habla de Juanita Narboni -pasaporte británico por gibraltareña, pero en verdad andaluza- está tomado del de las hebreas pobres que hacían tertulia con su madre hablando en yaquetía, un español de base sefardita, con arabismos y algún galicismo, pero español muy expresivo básicamente. Esa lengua casi desaparecida queda en el monólogo interior y exterior de Juanita Narboni.
Porque en Tánger hubo hebreos sefarditas ricos o muy ricos (como los Salama o los Benarroch) que mandaban a sus hijas a colegios católicos de monjas españolas, hubo una colonia internacional de millonarios -los menos, como Bárbara Hutton-, una colonia de artistas, cuyo eje fue la pareja Bowles -Jane casi siempre más querida que Paul- y junto al mundo esencial islámico pobre, otra colonia -la más antigua, la más integrada- de españoles y judíos pobres. A ese grupo (que hablaba el yaquetía, además de otras lenguas) pertenecían Vázquez, su madre y su abuela. Eduardo Haro Tecglen decía que para entender la singularidad de Ángel Vázquez bastaba saber que su nombre era a medias un pseudónimo. ¿Ángel Vázquez? Sí, porque él en verdad se llamaba Antonio, pero (creía) cambió el Antonio por Ángel para no coincidir con no sé qué torero de fines de los 50.
Creo que mediando 1976, más o menos, Emilio me dio una novela editada en Planeta y que no llamaba mucho la atención, ‘La vida perra de Juanita Narboni’ de Ángel Vázquez. Emilio me dijo: «Ángel me la ha dado para ti. Está dedicada. Él es sobrio, pero ha dibujado debajo una pequeña palmerita y eso quiere decir que te tiene por buen amigo, porque si no, nunca hace el dibujito». Lo agradecí mucho, pero no leí entonces la novela, y por esas fechas dejé casi por entero de ver a Ángel. Se había vuelto a su mismidad alcohólica en el cuarto pequeño que ocupaba en una vieja pensión, cerca de Atocha, en Madrid. Otro día de 1980, supe por Emilio que Vázquez había aparecido muerto en su cuartucho, tras mucha ingesta de coñac, y tras haber quemado un par de novelas que no logró terminar. En ese momento sí que, de veras, sentí mucho la muerte de un creador fracasado, olvidado, pobre y borracho, que tampoco desconocía alguna droga. Y entonces sí me puse a leer mi ejemplar de ‘La vida perra...’, que me encantó. Una singular obra maestra que iba a tener éxito enseguida, pero que inicialmente pasó inadvertida.
Me quedé con las ganas de haberle dicho a Ángel cuánto me había gustado su novela, y acaso comentarle mi interés por sus dos únicas anteriores novelas (una Premio Planeta 1962) que hablaban del Tánger internacional, acaso con algún pudor, y que para Eduardo Haro quedaban por debajo de ‘La vida perra’ pero no estaban en absoluto mal. Eran (las leí años después) ‘Se enciende y se apaga una luz’ (1962) y ‘Fiesta para una mujer sola’ (1964).
Esas novelas, junto a ‘Juanita Narboni’ y al tomo de relatos (11 piezas) que publicó Pre-Textos en 2008, ‘El cuarto de los niños y otros cuentos’, con prólogo póstumo de Emilio Sanz, y que abarca, desde los finales 50, toda la trayectoria literaria de Vázquez, componen una obra completa corta y singular de un maldito que nunca hizo demasiado ruido y que tuvo realmente una vida perra.
Vázquez era un español de Tánger y hay que haber conocido aquello para apreciar el matiz. Nacido en junio de 1929, autodidacta tras haber terminado el colegio (no tuvo dinero para estudiar más), vivió esencialmente en Madrid desde 1965, pero era un español de fuera de España, de aquella ciudad que fue mágica de libertades y vicios y donde Vázquez se movía como pez en el agua, junto a sus tres más protectores amigos, Emilio Sanz de Soto, Eduardo Haro Tecglen y Jane Bowles, quizá hecha de la misma fibra.
Para comprender bien a ese ser introspectivo, solitario, alcohólico y homosexual, hay que citar algunas de las cartas suyas que conservó Emilio. En una le dice: «Yo también soy un corrompido. Sin fe en Dios, egoísta y sin ninguna confianza en mí mismo. Homosexual, alcohólico, drogado, cleptómano...». O cuando le escribe a Jane (lesbiana) sobre sus gustos sexuales: «Odio a los efebos de esta playa de Tánger, al que el rico turista anglosajón ha convertido en un prostíbulo dorado y al aire libre. Lo mío son los militares ya maduros y sin graduación, los curas a la española, barrigudos y catetos, y los que riegan las calles de noche encapuchados en sus uniformes amarillos». Ese era el extraño Ángel, hijo de una ciudad perdida y de una madre que se perdió, Mariquita la sombrerera, de la que hay rasgos y habla en esa gran novela final que es ‘La vida perra de Juanita Narboni’. Sí, gran novela. Pero pobre y maravilloso Ángel, que la pagó con su propia vida, acaso como la mayoría de los malditos. Muerto en una habitación sola.
Eduardo Haro Ibars, buen amigo, que no estaba allí aquellas noches, pero que había pasado su adolescencia en Tánger, donde su padre fue el último director del ‘diario España’, me había hablado alguna vez de Vázquez como escritor nada desdeñable, homosexual y hombre raro (alcohol, drogas) muy conocido en la ciudad por su extranjerismo de sí propio, y por ser el hijo de Mariquita la sombrerera, una señora que hacía sombreros para damas en la época mejor de Tánger, pero que terminó alcoholizada y con la cabeza ida, cuando aquel viejo negocio de los sombreros femeninos se vino abajo, a la par que el brillo del Tánger Internacional se marroquinizaba.
Según el propio Vázquez (muy consciente de que su mundo desaparecía lentamente; ya ha desaparecido) el habla de Juanita Narboni -pasaporte británico por gibraltareña, pero en verdad andaluza- está tomado del de las hebreas pobres que hacían tertulia con su madre hablando en yaquetía, un español de base sefardita, con arabismos y algún galicismo, pero español muy expresivo básicamente. Esa lengua casi desaparecida queda en el monólogo interior y exterior de Juanita Narboni.
Porque en Tánger hubo hebreos sefarditas ricos o muy ricos (como los Salama o los Benarroch) que mandaban a sus hijas a colegios católicos de monjas españolas, hubo una colonia internacional de millonarios -los menos, como Bárbara Hutton-, una colonia de artistas, cuyo eje fue la pareja Bowles -Jane casi siempre más querida que Paul- y junto al mundo esencial islámico pobre, otra colonia -la más antigua, la más integrada- de españoles y judíos pobres. A ese grupo (que hablaba el yaquetía, además de otras lenguas) pertenecían Vázquez, su madre y su abuela. Eduardo Haro Tecglen decía que para entender la singularidad de Ángel Vázquez bastaba saber que su nombre era a medias un pseudónimo. ¿Ángel Vázquez? Sí, porque él en verdad se llamaba Antonio, pero (creía) cambió el Antonio por Ángel para no coincidir con no sé qué torero de fines de los 50.
Creo que mediando 1976, más o menos, Emilio me dio una novela editada en Planeta y que no llamaba mucho la atención, ‘La vida perra de Juanita Narboni’ de Ángel Vázquez. Emilio me dijo: «Ángel me la ha dado para ti. Está dedicada. Él es sobrio, pero ha dibujado debajo una pequeña palmerita y eso quiere decir que te tiene por buen amigo, porque si no, nunca hace el dibujito». Lo agradecí mucho, pero no leí entonces la novela, y por esas fechas dejé casi por entero de ver a Ángel. Se había vuelto a su mismidad alcohólica en el cuarto pequeño que ocupaba en una vieja pensión, cerca de Atocha, en Madrid. Otro día de 1980, supe por Emilio que Vázquez había aparecido muerto en su cuartucho, tras mucha ingesta de coñac, y tras haber quemado un par de novelas que no logró terminar. En ese momento sí que, de veras, sentí mucho la muerte de un creador fracasado, olvidado, pobre y borracho, que tampoco desconocía alguna droga. Y entonces sí me puse a leer mi ejemplar de ‘La vida perra...’, que me encantó. Una singular obra maestra que iba a tener éxito enseguida, pero que inicialmente pasó inadvertida.
Me quedé con las ganas de haberle dicho a Ángel cuánto me había gustado su novela, y acaso comentarle mi interés por sus dos únicas anteriores novelas (una Premio Planeta 1962) que hablaban del Tánger internacional, acaso con algún pudor, y que para Eduardo Haro quedaban por debajo de ‘La vida perra’ pero no estaban en absoluto mal. Eran (las leí años después) ‘Se enciende y se apaga una luz’ (1962) y ‘Fiesta para una mujer sola’ (1964).
Esas novelas, junto a ‘Juanita Narboni’ y al tomo de relatos (11 piezas) que publicó Pre-Textos en 2008, ‘El cuarto de los niños y otros cuentos’, con prólogo póstumo de Emilio Sanz, y que abarca, desde los finales 50, toda la trayectoria literaria de Vázquez, componen una obra completa corta y singular de un maldito que nunca hizo demasiado ruido y que tuvo realmente una vida perra.
Vázquez era un español de Tánger y hay que haber conocido aquello para apreciar el matiz. Nacido en junio de 1929, autodidacta tras haber terminado el colegio (no tuvo dinero para estudiar más), vivió esencialmente en Madrid desde 1965, pero era un español de fuera de España, de aquella ciudad que fue mágica de libertades y vicios y donde Vázquez se movía como pez en el agua, junto a sus tres más protectores amigos, Emilio Sanz de Soto, Eduardo Haro Tecglen y Jane Bowles, quizá hecha de la misma fibra.
Para comprender bien a ese ser introspectivo, solitario, alcohólico y homosexual, hay que citar algunas de las cartas suyas que conservó Emilio. En una le dice: «Yo también soy un corrompido. Sin fe en Dios, egoísta y sin ninguna confianza en mí mismo. Homosexual, alcohólico, drogado, cleptómano...». O cuando le escribe a Jane (lesbiana) sobre sus gustos sexuales: «Odio a los efebos de esta playa de Tánger, al que el rico turista anglosajón ha convertido en un prostíbulo dorado y al aire libre. Lo mío son los militares ya maduros y sin graduación, los curas a la española, barrigudos y catetos, y los que riegan las calles de noche encapuchados en sus uniformes amarillos». Ese era el extraño Ángel, hijo de una ciudad perdida y de una madre que se perdió, Mariquita la sombrerera, de la que hay rasgos y habla en esa gran novela final que es ‘La vida perra de Juanita Narboni’. Sí, gran novela. Pero pobre y maravilloso Ángel, que la pagó con su propia vida, acaso como la mayoría de los malditos. Muerto en una habitación sola.
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