Imagen: ctxt / 8M 2017 en Madrid |
Las posiciones esencialistas pretenden excluir a las migrantes, a las precarias, a las racializadas, a las trans, y de tanto excluir a mujeres concretas, se quedan solas con su definición de mujer.
Josefina L. Martínez | ctxt, 2020-02-17
https://ctxt.es/es/20200203/Politica/31021/feminismo-trans-migrantes-precariedad-mujeres-historia-josefina-martinez.htm
El debate sobre el sujeto del feminismo ha estado presente en toda la historia del movimiento y en diferentes contextos se han delineado los contornos de un feminismo conservador, con una noción abstracta o esencialista de las mujeres, sin considerar las contradicciones de clase, el racismo, o la diversidad sexual. Hoy nos encontramos de nuevo con feministas que pretenden excluir a las migrantes, a las precarias, a las racializadas, a las trans, y que, de tanto excluir a mujeres concretas, se quedan solas con su definición de mujer.
¿Acaso no soy una mujer?
“¡Yo he arado, he sembrado y he cosechado en los graneros sin que ningún hombre pudiera ganarme! ¿Y acaso no soy una mujer? Podía trabajar como un hombre, y comer tanto como él cuando tenía la comida ¡y también soportar el látigo! ¿Y acaso no soy una mujer? He dado a luz a trece niños y he visto vender a la mayoría de ellos a la esclavitud. ¿Y acaso no soy una mujer?”.
Sojourner Truth, una mujer negra que había sido esclava, pronunció estas palabras en la conferencia sufragista de Ohio en 1851. Era su respuesta a quienes sostenían que las mujeres no podían votar porque eran el “sexo débil”. El discurso de Sojourner impugnaba ese modelo ya que sus brazos labraban y recibían tantos latigazos como los de sus compañeros. Pero su alegato apuntaba también a las mujeres blancas de clase media que buscaban limitar las reivindicaciones del movimiento sufragista, sin considerar los agravios de las trabajadoras y las esclavas.
En ‘Mujeres, raza y clase’, Angela Davis señala que el movimiento abolicionista de la esclavitud, el movimiento sufragista y las organizaciones sindicales tendieron a converger a comienzos del siglo XIX en Estados Unidos, algo potencialmente explosivo. Sin embargo, en tiempos de la Guerra Civil norteamericana, crecieron las posiciones excluyentes dentro del feminismo liberal hegemónico. Mientras algunos líderes del movimiento abolicionista mantuvieron posiciones misóginas, organizaciones del movimiento de mujeres como la Asociación Americana por el Sufragio de la Mujer (NAWSA) adoptaron posiciones racistas. Hasta allí podemos rastrear los antecedentes del ‘separatismo’ en el movimiento de mujeres, que devino en posiciones reaccionarias.
A finales del siglo XIX, la cuestión de clase también delimitó corrientes enfrentadas en el feminismo sufragista en Inglaterra. Las Pankhurst (Emmeline y sus dos hijas, Christabel y Sylvia) eran las figuras más representativas del sufragismo radical, que había adoptado métodos de acción directa en las calles contra la represión del Estado. Lo que se conoce menos es que la madre y la hermana mayor terminaron expulsando a Sylvia Pankhurst de la WSPU (Unión Social y Política de las Mujeres). ¿El motivo? Sylvia y sus compañeras socialistas se dedicaban a organizar a las mujeres trabajadoras de las barriadas pobres del East End de Londres. Esto no era del agrado de quienes pensaban que las protestas de las trabajadoras contra la miseria social, las huelgas por igual salario o sus reclamos en las fábricas podían alejar a los políticos moderados de la causa del voto femenino. Sylvia Pankhurst escribió más tarde, seguramente pensando en su hermana: “Algunas dicen que las mujeres trabajadoras tienen unas vidas demasiado duras y su educación es tan escasa que les impide tener una voz poderosa a la hora de ganar el voto. Las personas que piensan así han olvidado su historia”.
Lo que aparecía primero como una diferencia sobre cuál era el sujeto del movimiento –las mujeres de clase media alta o las trabajadoras precarias– llevaría a profundas divergencias en las posiciones acerca del Estado y la guerra imperialista. Mientras Sylvia Pankhurst encabezó el movimiento de protesta de las mujeres obreras contra la guerra y apoyó la revolución rusa, Christabel y Emmeline promovieron campañas nacionalistas reaccionarias a favor del alistamiento en el ejército y en defensa del Estado imperialista. Una anécdota ilustra este giro conservador: como muestra de su patriotismo, rebautizaron el periódico de la WSPU, ‘The Suffragette’, que pasó a llamarse ‘Brittannia’.
Lo personal es político, pero la biología no es destino
Con la Segunda Ola del feminismo a fines de los sesenta se renovaron los debates al calor de las confluencias, desencuentros e intersecciones con el movimiento por los derechos civiles y el poder negro, los colectivos LGTB, las luchas antiimperialistas, las rebeliones obreras y las revueltas estudiantiles.
El feminismo logró instalar en el debate público la idea de que lo personal es político, desnaturalizando el orden sexual y visibilizando el trabajo de las mujeres en el hogar. En medio de una ebullición política de carácter antisistémico y antiestatal, la definición del patriarcado como exclusivo sistema o eje de dominación que afectaba a las mujeres, tal como definía el feminismo radical, fue cuestionado por múltiples feminismos. El feminismo socialista, los feminismos negros, el feminismo lésbico, los feminismos antimperialistas y otras corrientes disputaron sobre el sujeto del feminismo y las vías de emancipación.
Pero llegados los años ochenta, se producirá un nuevo giro conservador. Con el neoliberalismo se institucionaliza un feminismo liberal que prioriza el empoderamiento individual mientras ganan peso lo que algunas autoras denominan el feminismo cultural y el feminismo punitivo. Estas corrientes van a focalizar la opresión de las mujeres exclusivamente en el ámbito de la sexualidad, construyendo una falsa polaridad entre una sexualidad masculina esencialmente agresiva y depredadora frente a una supuesta naturaleza femenina asexuada y emocional, que condena a las mujeres a la victimización. Mediante un desplazamiento hacia planteamientos esencialistas y biologicistas, algunas feministas terminarán pensando la liberación femenina en oposición a la liberación sexual. El punitivismo, las campañas antipornografía y las mociones para engordar el código penal de feministas como Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon pasan a ocupar un lugar central, mientras el movimiento abandona las calles para centrarse en los tribunales. Paradójicamente, estos planteamientos tendían a confluir con los valores que promovía la New Right norteamericana en su lucha contra el feminismo, el aborto y los derechos de la diversidad sexual.
En ese contexto, se publica en 1979 el libro de Janice G. Raymond, ‘El imperio transexual: la creación de la mujer-varón’. Esta exmonja católica desarrolla una visión transfóbica que ha hecho escuela hasta hoy, llegando a afirmar que “los transexuales violan el cuerpo de la mujer al reducir la verdadera forma femenina a un mero artefacto”.
¿Nos encontramos hoy ante un nuevo giro conservador en algunos sectores del movimiento de mujeres? Cuando leemos columnas de reconocidas feministas que lamentan que el 8M tome las reivindicaciones de las mujeres migrantes, de las trabajadoras, la diversidad sexual y las mujeres trans, todo indica que lo estamos presenciando. Cuando el debate acerca de la abolición de la prostitución se transforma en punta de lanza para polarizar y romper espacios de autoorganización, sin considerar que existen múltiples posiciones en el movimiento de mujeres, que no se reducen a dos campos enfrentados, esta intuición se comprueba. Y cuando desde el nuevo Gobierno se promueve incrementar las penas del código penal para delitos de violencia de género, pero no se piensa derogar la ley de extranjería, ni cerrar los CIEs, ni terminar con las reformas laborales que precarizan a las mujeres, o separar la Iglesia del Estado, solo se refuerzan los contornos de este giro conservador.
Aun así, este 8M volvemos a movilizarnos, porque las trabajadoras, las migrantes, las trans y las mujeres precarias también decimos: ¿acaso yo no soy una mujer?
¿Acaso no soy una mujer?
“¡Yo he arado, he sembrado y he cosechado en los graneros sin que ningún hombre pudiera ganarme! ¿Y acaso no soy una mujer? Podía trabajar como un hombre, y comer tanto como él cuando tenía la comida ¡y también soportar el látigo! ¿Y acaso no soy una mujer? He dado a luz a trece niños y he visto vender a la mayoría de ellos a la esclavitud. ¿Y acaso no soy una mujer?”.
Sojourner Truth, una mujer negra que había sido esclava, pronunció estas palabras en la conferencia sufragista de Ohio en 1851. Era su respuesta a quienes sostenían que las mujeres no podían votar porque eran el “sexo débil”. El discurso de Sojourner impugnaba ese modelo ya que sus brazos labraban y recibían tantos latigazos como los de sus compañeros. Pero su alegato apuntaba también a las mujeres blancas de clase media que buscaban limitar las reivindicaciones del movimiento sufragista, sin considerar los agravios de las trabajadoras y las esclavas.
En ‘Mujeres, raza y clase’, Angela Davis señala que el movimiento abolicionista de la esclavitud, el movimiento sufragista y las organizaciones sindicales tendieron a converger a comienzos del siglo XIX en Estados Unidos, algo potencialmente explosivo. Sin embargo, en tiempos de la Guerra Civil norteamericana, crecieron las posiciones excluyentes dentro del feminismo liberal hegemónico. Mientras algunos líderes del movimiento abolicionista mantuvieron posiciones misóginas, organizaciones del movimiento de mujeres como la Asociación Americana por el Sufragio de la Mujer (NAWSA) adoptaron posiciones racistas. Hasta allí podemos rastrear los antecedentes del ‘separatismo’ en el movimiento de mujeres, que devino en posiciones reaccionarias.
A finales del siglo XIX, la cuestión de clase también delimitó corrientes enfrentadas en el feminismo sufragista en Inglaterra. Las Pankhurst (Emmeline y sus dos hijas, Christabel y Sylvia) eran las figuras más representativas del sufragismo radical, que había adoptado métodos de acción directa en las calles contra la represión del Estado. Lo que se conoce menos es que la madre y la hermana mayor terminaron expulsando a Sylvia Pankhurst de la WSPU (Unión Social y Política de las Mujeres). ¿El motivo? Sylvia y sus compañeras socialistas se dedicaban a organizar a las mujeres trabajadoras de las barriadas pobres del East End de Londres. Esto no era del agrado de quienes pensaban que las protestas de las trabajadoras contra la miseria social, las huelgas por igual salario o sus reclamos en las fábricas podían alejar a los políticos moderados de la causa del voto femenino. Sylvia Pankhurst escribió más tarde, seguramente pensando en su hermana: “Algunas dicen que las mujeres trabajadoras tienen unas vidas demasiado duras y su educación es tan escasa que les impide tener una voz poderosa a la hora de ganar el voto. Las personas que piensan así han olvidado su historia”.
Lo que aparecía primero como una diferencia sobre cuál era el sujeto del movimiento –las mujeres de clase media alta o las trabajadoras precarias– llevaría a profundas divergencias en las posiciones acerca del Estado y la guerra imperialista. Mientras Sylvia Pankhurst encabezó el movimiento de protesta de las mujeres obreras contra la guerra y apoyó la revolución rusa, Christabel y Emmeline promovieron campañas nacionalistas reaccionarias a favor del alistamiento en el ejército y en defensa del Estado imperialista. Una anécdota ilustra este giro conservador: como muestra de su patriotismo, rebautizaron el periódico de la WSPU, ‘The Suffragette’, que pasó a llamarse ‘Brittannia’.
Lo personal es político, pero la biología no es destino
Con la Segunda Ola del feminismo a fines de los sesenta se renovaron los debates al calor de las confluencias, desencuentros e intersecciones con el movimiento por los derechos civiles y el poder negro, los colectivos LGTB, las luchas antiimperialistas, las rebeliones obreras y las revueltas estudiantiles.
El feminismo logró instalar en el debate público la idea de que lo personal es político, desnaturalizando el orden sexual y visibilizando el trabajo de las mujeres en el hogar. En medio de una ebullición política de carácter antisistémico y antiestatal, la definición del patriarcado como exclusivo sistema o eje de dominación que afectaba a las mujeres, tal como definía el feminismo radical, fue cuestionado por múltiples feminismos. El feminismo socialista, los feminismos negros, el feminismo lésbico, los feminismos antimperialistas y otras corrientes disputaron sobre el sujeto del feminismo y las vías de emancipación.
Pero llegados los años ochenta, se producirá un nuevo giro conservador. Con el neoliberalismo se institucionaliza un feminismo liberal que prioriza el empoderamiento individual mientras ganan peso lo que algunas autoras denominan el feminismo cultural y el feminismo punitivo. Estas corrientes van a focalizar la opresión de las mujeres exclusivamente en el ámbito de la sexualidad, construyendo una falsa polaridad entre una sexualidad masculina esencialmente agresiva y depredadora frente a una supuesta naturaleza femenina asexuada y emocional, que condena a las mujeres a la victimización. Mediante un desplazamiento hacia planteamientos esencialistas y biologicistas, algunas feministas terminarán pensando la liberación femenina en oposición a la liberación sexual. El punitivismo, las campañas antipornografía y las mociones para engordar el código penal de feministas como Andrea Dworkin y Catharine MacKinnon pasan a ocupar un lugar central, mientras el movimiento abandona las calles para centrarse en los tribunales. Paradójicamente, estos planteamientos tendían a confluir con los valores que promovía la New Right norteamericana en su lucha contra el feminismo, el aborto y los derechos de la diversidad sexual.
En ese contexto, se publica en 1979 el libro de Janice G. Raymond, ‘El imperio transexual: la creación de la mujer-varón’. Esta exmonja católica desarrolla una visión transfóbica que ha hecho escuela hasta hoy, llegando a afirmar que “los transexuales violan el cuerpo de la mujer al reducir la verdadera forma femenina a un mero artefacto”.
¿Nos encontramos hoy ante un nuevo giro conservador en algunos sectores del movimiento de mujeres? Cuando leemos columnas de reconocidas feministas que lamentan que el 8M tome las reivindicaciones de las mujeres migrantes, de las trabajadoras, la diversidad sexual y las mujeres trans, todo indica que lo estamos presenciando. Cuando el debate acerca de la abolición de la prostitución se transforma en punta de lanza para polarizar y romper espacios de autoorganización, sin considerar que existen múltiples posiciones en el movimiento de mujeres, que no se reducen a dos campos enfrentados, esta intuición se comprueba. Y cuando desde el nuevo Gobierno se promueve incrementar las penas del código penal para delitos de violencia de género, pero no se piensa derogar la ley de extranjería, ni cerrar los CIEs, ni terminar con las reformas laborales que precarizan a las mujeres, o separar la Iglesia del Estado, solo se refuerzan los contornos de este giro conservador.
Aun así, este 8M volvemos a movilizarnos, porque las trabajadoras, las migrantes, las trans y las mujeres precarias también decimos: ¿acaso yo no soy una mujer?
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