Imagen: Pikara / Sejo Carrascosa |
Sejo Carrascosa alerta sobre que, si las identidades subversivas desaparecen, políticamente estamos perdidas porque el sistema enseguida nos cooptará». En una época de explosión de las identidades, el histórico activista marica insta a «buscar estrategias conjuntas frente a un enemigo común».
Itziar Abad | Pikara, 2020-02-26
https://www.pikaramagazine.com/2020/02/no-estamos-cuestionando-la-bicha-la-heterosexualidad-obligatoria/
Sejo Carrascosa comenzó su militancia en grupos libertarios y antiautoritarios, a los que siguió la CNT. Su primera movilización fue en el instituto, contra la segregación por sexos que imponía la dictadura: «Había dos edificios: uno, para chicas y otro, para chicos. Llegó un momento en el que les dio por separarnos también en el patio. Primero fue por horas. Los chicos entrábamos a las 9:00 y las chicas a las 9:30 o viceversa. Luego pusieron un alambre, que arrancamos, y más tarde, una pared de ladrillo, cual muro de Berlín, que tiramos a patadas. Éramos de barrio, más brutos que un arado...». El activismo marica lo inició en el FLHOC (Frente de Liberación Homosexual de Castilla) hace tantos años que, por aquel entonces, Madrid, su lugar de origen, aún pertenecía a Castilla la Nueva. Actualmente, Sejo Carrascosa forma parte del colectivo gasteiztarra Lumagorri ZAT (Zisheterosexismoaren Aurkako Taldea).
¿Qué reivindicaban estos frentes de liberación?
Además del tiempo para el bocadillo, pedíamos tiempo para poder ligar o clases para aprender a darse por el culo. Queríamos potenciar las relaciones sexuales en las fábricas, porque planteábamos la homosexualidad como un espacio de liberación del capitalismo. Frente a la producción capitalista, sistema totalmente opresivo, las consignas eran gozar de nuestros cuerpos y abolir el trabajo asalariado: ‘Estamos aquí para gozar, no para currar como cerdas’. También reivindicábamos las relaciones intergeneracionales, porque considerábamos que la edad era una imposición más del sistema capitalista. A los 14 no se podía follar ni elegir con quién follabas, pero sí se podía currar. De hecho, había mucha gente trabajando a partir de esa edad para poder irse de casa de los padres. Aborrecíamos la familia tradicional que, además, era uno de los puntales de la dictadura. Los frentes de liberación formaban parte de la contracultura; no había cosa que no cuestionáramos.
¿Quiénes los componían?
En aquella época, las identidades no eran tan cerradas como ahora porque la lucha era una cuestión de liberación sexual. De forma totalmente estratégica, no reinvindicábamos las identidades homo/hetero. Así, nadie tenía que identificarse de ninguna manera. Los frentes de liberación estaban en todo el Estado y se politizaron cuando llegaron las feministas lesbianas, de la mano del marxismo y del anticapitalismo.
¿Y después del FLHOC?
Cuando te empiezas a drogar no te queda tiempo para...
¿Qué reivindicaban estos frentes de liberación?
Además del tiempo para el bocadillo, pedíamos tiempo para poder ligar o clases para aprender a darse por el culo. Queríamos potenciar las relaciones sexuales en las fábricas, porque planteábamos la homosexualidad como un espacio de liberación del capitalismo. Frente a la producción capitalista, sistema totalmente opresivo, las consignas eran gozar de nuestros cuerpos y abolir el trabajo asalariado: ‘Estamos aquí para gozar, no para currar como cerdas’. También reivindicábamos las relaciones intergeneracionales, porque considerábamos que la edad era una imposición más del sistema capitalista. A los 14 no se podía follar ni elegir con quién follabas, pero sí se podía currar. De hecho, había mucha gente trabajando a partir de esa edad para poder irse de casa de los padres. Aborrecíamos la familia tradicional que, además, era uno de los puntales de la dictadura. Los frentes de liberación formaban parte de la contracultura; no había cosa que no cuestionáramos.
¿Quiénes los componían?
En aquella época, las identidades no eran tan cerradas como ahora porque la lucha era una cuestión de liberación sexual. De forma totalmente estratégica, no reinvindicábamos las identidades homo/hetero. Así, nadie tenía que identificarse de ninguna manera. Los frentes de liberación estaban en todo el Estado y se politizaron cuando llegaron las feministas lesbianas, de la mano del marxismo y del anticapitalismo.
¿Y después del FLHOC?
Cuando te empiezas a drogar no te queda tiempo para...
...hacer frente al capitalismo.
¡Bastante tienes con evadirte de él! (risas)
Vuelves en el año 92, como promotor del grupo Radical Gai.
Era un domingo de rastro en Madrid. Había habido un encuentro de la Coordinadora de los Frentes de Liberación Homosexual del Estado Español, que aún se mantenía como estructura. La Radi la montamos la gente más izquierdista de COGAM [el colectivo LGTB+ de Madrid], que salió de ahí porque el colectivo ya había hecho una apuesta bastante asistencialista, y yo, que era de los pocos que no venía de esa escisión. En aquella época se empezó a abrir la caja del asistencialismo: servicios, orientación, asistencia, etc., lo que exigía rebajar tus principios y, en consecuencia, una despolitización. Anduvimos un par de días buscando un nombre para el nuevo grupo. ‘La Josefin’ planteó que nos llamáramos Confecciones La Rata, por nada en particular... (risas). La Radical Gai era un espacio de supervivencia o de sociabilidad. Ya habían surgido los movimientos okupas, que suponían la autonomía de las instituciones y una crítica a la sociedad, al consumo, a la vivienda, a la convivencia… Estaba Minuesa, que era un centro okupado grande, con una imprenta enorme, donde se hacían fiestas. Nos reuníamos en la fundación anarquista Aurora Intermitente, donde tenía también su sede una agencia de noticias alternativa llamada UPA. Nos impregnábamos de todo aquello.
¿Por qué la Radical Gai resultó tan transgresora?
Modestia aparte, éramos bastante geniales tocando las pelotas. Lo primero que hicimos fue llenar Madrid de pintadas: «Maricas para ligar, maricas para luchar», porque ya existían los bares de ambiente y se había derogado la ley de peligrosidad social. Por entonces estaba al pilpil el movimiento okupa y el de objeción de conciencia, en donde algunas mujeres empezaban a cuestionar la estructura y a denunciar el machismo interno. En la Radical Gai había maricas que también eran objetores y querían ser insumisos. Ahí creamos la ‘insumisión gai’, que planteaba: «Al ejército no vamos no porque no creamos en las guerras, sino porque qué vamos a hacer allí con tantos hombres si no nos los podemos follar» (risas). Editamos un dossier muy bonito titulado ‘Levanten nalgas’. La objeción suponía radicalizarse porque la cárcel estaba de por medio. Había carnalidad en la represión. Que te metieran en la cárcel era chungo.
Practicábais la interseccionalidad avant la lettre.
Mariconizábamos todo lo que tocábamos. Interveníamos en movimientos ‘generales’ porque todos trataban el rollo marica como ‘lo vuestro’. Hacíamos muchas acciones para cuestionar la heterosexualidad, lo cual nos costó muchas amistades... «¿Qué pretendéis, que nos hagamos todos maricas?», nos preguntaban. Y nosotras: «Todos, no, pero ese de ahí...». (risas). Un día pillamos una reglamentación de Renfe que advertía a sus servicios de seguridad que tuvieran cuidado con mendigos, insumisos y homosexuales. Nos fuimos a Chamartín a montar tal show que terminamos detenidas 50 personas. Pasara lo que pasara dábamos el cante. ¿Que el grupo Cuba Dura, al que llamábamos Cuba Erecta, convocaba una mani? Pues ahí íbamos nosotras, con el panfleto «Nos da por Cuba», para denunciar el tratamiento que se daba en ese país a los gaises. ¿Que era jornada de huelga? Pues llenábamos Chueca de pintadas: «La patronal es heterosexual». Y salía el dueño de un bar: «Yo no soy heterosexual». Y nosostras: «Ya, pero eres un explotador que no pagas a los camareros». Todo lo que hacíamos suponían broncas grandes y debates perpetuos. La radicalidad nos venía del hecho de plantear respuestas concretas a cosas que pasaban. Estábamos muy politizadas, teníamos ganas y no dependíamos ya de consensos con gente asistencialista de COGAM. Todo esto sucedía en torno a Lavapiés, donde vivíamos la mayoría de activistas y donde aún no había gentrificación.
¿Y con la eclosión del VIH?
Vino la gran bronca en el activismo. Para tratar de evitar que la sociedad hiciera la ecuación ‘gaises sida’, el VIH se convirtió en un tema tabú. Sin embargo, la Radical Gai supo darle un carácter social muy grande. ¡¿Cómo no íbamos a tocar el tema?! Mis amigas lesbianas tuvieron un papel protagonista en la lucha contra el VIH que, gracias a ellas, se politizó mucho más. La cosa estaba jodida: enfermedades, hospitales, muertes... Veíamos lo rápido que moría la gente, en un periodo de entre tres y seis meses. La prueba no estaba ni mucho menos generalizada y faltaban medicamentos así que, cuando la gente entraba al hospital con algún tipo de enfermedad, muchas veces tenía ya deterioradísmo su sistema inmune. El sida se cebó en los sectores más vulnerables de la sociedad: los yonquis, los presos, las mujeres, las trabajadoras sexuales. Veníamos de épocas de heroína. Eso sirvió para que mucha gente ajena a los gaises se concienciara e involucrara en la lucha contra la infección. Vía carta y fax nos relacionábamos con los grupos Act Up! de la época: de Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Holanda. Conocíamos sus formas de acción y queríamos que las nuestras, ante tanto sufrimiento, también fueran más allá, aunque nos detuvieran.
Si tu pluma les molesta, ¡clávasela!
Ese eslogan se nos ocurrió en la fotocopiadora, haciendo unas pegatinas antifascistas para un 20N. Reivindicábamos mucho la pluma, por ser la feminidad una de las mayores potencialidades subversivas del movimiento marica. La gran maestra Empar Pineda decía que los chicos les debían mucho a todas las maricas, que si ahora pueden llevar pendiente y demás cosas estéticas es gracias a ellas. Estaba también el movimiento de gaises, de corte más posibilista y asistencialista. Hoy en día, en el Estado español, en círculos okupas, antiespecistas y veganos hay muchos grupos maricas que reivindican la pluma. Y yo lo celebro.
En el 95 abandonaste Madrid y te instalaste en Gasteiz. Es el sexilio a la inversa...
¡Ojo con Gasteiz que aquí se mandó a hacer puñetas a la Virgen Blanca! Dos cuerdas y ¡pumba! Ahí la tienes ahora, metida en una hornacina. También eran famosas las procesiones ateas en Semana Santa. Cuando llegué, Gasteiz era un punto muy importante del movimiento autónomo y alternativo, pero todavía había mucha gente en el armario. Eso me supuso cierto choque porque yo ya venía de una visibilidad absoluta. Por ejemplo, todavía pesaba que te vieran en la prensa y los grupos que existían eran aún espacios de sociabilidad a los que se iba para conocer gente. Al no ser esto una gran ciudad, faltaban referentes. En Madrid estaba Chueca.
¿Te parece estratégico que el movimiento LGTB incida en la agenda institucional?
El movimiento LGTB no tiene una buena agenda, una que reivindique acabar con los privilegios de la heterosexualidad y romper la base social, totalmente heterocentrada y, por ende, asimétrica, machista y misógina. La heterosexualidad es una identidad tóxica y nociva, pero es muy difícil entrar a cuestionar eso. El matrimonio es una de las grandes herramientas de la heterosexualidad, un contrato para tener a la mujer ahí atada con la prole. Fíjate si papá y mamá tienen privilegios que hasta la Constitución les reconoce la libertad para educar a sus hijos, dando por descontada su capacidad para hacerlo. ¡¿Dónde se ha visto esto, por Dios?! La educación es la única forma que tiene la sociedad de salvar a esas criaturas de las creencias de sus padres. ¡Y encima les dejamos que las lleven a la escuela concertada! Las criaturas están siendo utilizadas como una especie de gran foco de censura y de políticas totalmente antisexuales y antidiversidad: «Los niños no pueden verlo».
Ni el nudismo en la playa.
Ni exposiones en un museo. ¿Cómo no van a poder ver cuerpos desnudos o gente follando, pero sí matándose entre ella? Hay ciertos temas que hemos convertido en tabú. Entonces, volviendo a que el movimiento incida en la agenda institucional, no me interesa que la incidencia consista en una gestión de la diversidad, porque va a ser liberal y sectorial. Quiero incidir con enfoques y puntos de partida que envuelvan a toda la sociedad y que tengan en cuenta los posos de exclusión que ha habido históricamente: por qué las mujeres no están en el ágora o por qué los maricones no hemos cumplido la función del hombre, tocando así el núcleo duro del sistema. La producción no es lo único que lo sostiene.
¿De qué más cosas se vale?
En estos momentos, el sistema capitalista ya no quiere a los cuerpos por productivos, sino por deseables, por exitosos en términos sociales, porque de producir se encargarán los robots y las fábricas en los países empobrecidos. ¿Y aquí a qué nos vamos a dedicar? A tener cuerpos con éxito. De ahí la gordofobia y la construcción de cuerpos no deseables, los que están fuera de los cánones estéticos, los negados, los expulsados más allá de los márgenes porque son incapaces de tener el éxito social. La productividad y el éxito son una imposición del sistema de tener que ser algo. ¿Por qué no limitarnos a vivir, que puede ser bastante enriquecedor?
Decías antes que «el matrimonio es una de las grandes herramientas de la heterosexualidad». ¿Cómo casa esto con el matrimonio igualitario?
El matrimonio igualitario consiguió que las personas no heterosexuales fueran tan vulgares y ordinarias como el resto (risas). A nivel político, supuso legitimar estructuras que van en contra de los derechos individuales. No obstante, representó un gran logro, ante un derecho conculcado, que mitigaba en cierta medida una situación lacerante como era la pandemia del VIH/sida. Ocurría que, cuando moría alguien, su familia homófoba se quedaba con todo el patrimonio y dejaba sin ninguna propiedad a su pareja, en contra de la voluntad de la propia persona fallecida, por falta de una relación contractual de por medio. Pasaba también que, si el enfermo estaba hospitalizado en un centro privado, la familia prohibía la visita de la pareja.
Vale, el movimiento LGTBI no tiene una «buena agenda» para la incidencia. ¿Qué hay de las instituciones? ¿Están a la altura?
La mercantilización y el consumo que han creado en torno a la identidad gay representa una forma de cooptación brutal. Ahora para ellas no somos más que un target económico con el que pueden lucrarse. El pride es el ejemplo más evidente de eso y también de pinkwashing: lo montan para generar unas pelas y, de paso, tienen coartada para poner a sus municipios la medallita de los derechos humanos. Estamos inmersas en un espectáculo continuo, en el que tanto dinero aportas tanto vales. Asistimos a que en las instituciones hay gente sin ninguna conciencia. Hay gaises en Ciudadanos, en Vox, en el PP... que consideran que la orientación sexual y la identidad de género pertenecen al ámbito de la intimidad. ¿Dónde queda la potencialidad subversiva?
¿Hemos perdido el norte con las identidades?
Me parece una ida de olla. Hay una cosa muy importante: la identidad es un efecto, no una causa. No debemos caer en políticas identitarias. Son el equivalente a políticas neoliberales y nos encorsetan, porque parten de un enfoque en absoluto interseccional. Podemos ser hiperidentitarias, pero el no saber jugar con las identidades nos ha llevado a rebajar la carga reivindicativa. No estamos cuestionando la bicha: la heterosexualidad obligatoria, de Adrienne Rich; o la heterosexualidad como construcción política, de Monique Wittig. Ya está bien de seguir promocionando la heterosexualidad, de hablar de diversidad por todas partes en lugar de disidencia. Si las identidades subversivas desaparecen, políticamente estamos perdidas porque el sistema enseguida nos cooptará y, a cambio, nos dará unas miguitas. «Aquí están los gaises; aquí, los judíos; aquí, los gitanos...». Debemos buscar estrategias conjuntas frente a un enemigo común, igual que hicimos en la época del sida. Entonces no caímos en el identitarismo de «hablo yo que soy el enfermo y tú te callas», sino que teníamos el convencimiento de que la lucha era de todo el mundo: «Si te mueres tú, que eres mi amigo, ¿cómo no me va a afectar?».
Y con el repunte del fascismo...
La gente no se hace una idea de lo que es eso... En el año 80, después de una mani en Argüelles, zona facha, al hijo de un ministro y a su novio les metieron un palizón que los mandaron al hospital. Hoy en día, el fascismo en Madrid vuelve a estar crecido y a gozar de mucha impunidad. Su repunte nos va a obligar a evitar de nuevo los espacios geográficos en donde se localizan los mecanismos del desprecio. Vamos a asistir otra vez a la zonificación de las ciudades, a tener que elegir una zona u otra según la seguridad que ofrezca. Es una vuelta al armario. Cerca de donde tenga la sede Vox, por ejemplo, nos andaremos con cuidado con los símbolos que llevamos, como esta chapa y esta banderita del orgullo en mi bolso.
En 'El libro del buen Vmor'. Sexualidades raras y políticas extrañas, coordinado por Fefa Vila y Javier Sáez, escribes: «Hablar del sida es encarnar la vergüenza de sentirse superviviente». Suena durísimo...
Haber sido parte de una generación que se pierde y, sin embargo, seguir vivo me sitúa en un espacio privilegiado e incómodo. ¿Por qué yo no y otra gente sí? No sé si me toca ser el testimonio, el recuerdo o, simplemente, vivir con un déficit o un vacío. Luego hay algo muy ligado al holocausto: el imperativo moral de convertirse en memoria, una forma de dejar de ser tú misma.
Una última pregunta: ¿por qué dices gaises?
Para mí esa es una forma de alejamiento y de cuestionamiento de las identidades más despolitizadas, de las que están dentro de la moda y de las políticas de consumo, de las que no buscar subvertir, sino integrarse.
¡Bastante tienes con evadirte de él! (risas)
Vuelves en el año 92, como promotor del grupo Radical Gai.
Era un domingo de rastro en Madrid. Había habido un encuentro de la Coordinadora de los Frentes de Liberación Homosexual del Estado Español, que aún se mantenía como estructura. La Radi la montamos la gente más izquierdista de COGAM [el colectivo LGTB+ de Madrid], que salió de ahí porque el colectivo ya había hecho una apuesta bastante asistencialista, y yo, que era de los pocos que no venía de esa escisión. En aquella época se empezó a abrir la caja del asistencialismo: servicios, orientación, asistencia, etc., lo que exigía rebajar tus principios y, en consecuencia, una despolitización. Anduvimos un par de días buscando un nombre para el nuevo grupo. ‘La Josefin’ planteó que nos llamáramos Confecciones La Rata, por nada en particular... (risas). La Radical Gai era un espacio de supervivencia o de sociabilidad. Ya habían surgido los movimientos okupas, que suponían la autonomía de las instituciones y una crítica a la sociedad, al consumo, a la vivienda, a la convivencia… Estaba Minuesa, que era un centro okupado grande, con una imprenta enorme, donde se hacían fiestas. Nos reuníamos en la fundación anarquista Aurora Intermitente, donde tenía también su sede una agencia de noticias alternativa llamada UPA. Nos impregnábamos de todo aquello.
¿Por qué la Radical Gai resultó tan transgresora?
Modestia aparte, éramos bastante geniales tocando las pelotas. Lo primero que hicimos fue llenar Madrid de pintadas: «Maricas para ligar, maricas para luchar», porque ya existían los bares de ambiente y se había derogado la ley de peligrosidad social. Por entonces estaba al pilpil el movimiento okupa y el de objeción de conciencia, en donde algunas mujeres empezaban a cuestionar la estructura y a denunciar el machismo interno. En la Radical Gai había maricas que también eran objetores y querían ser insumisos. Ahí creamos la ‘insumisión gai’, que planteaba: «Al ejército no vamos no porque no creamos en las guerras, sino porque qué vamos a hacer allí con tantos hombres si no nos los podemos follar» (risas). Editamos un dossier muy bonito titulado ‘Levanten nalgas’. La objeción suponía radicalizarse porque la cárcel estaba de por medio. Había carnalidad en la represión. Que te metieran en la cárcel era chungo.
Practicábais la interseccionalidad avant la lettre.
Mariconizábamos todo lo que tocábamos. Interveníamos en movimientos ‘generales’ porque todos trataban el rollo marica como ‘lo vuestro’. Hacíamos muchas acciones para cuestionar la heterosexualidad, lo cual nos costó muchas amistades... «¿Qué pretendéis, que nos hagamos todos maricas?», nos preguntaban. Y nosotras: «Todos, no, pero ese de ahí...». (risas). Un día pillamos una reglamentación de Renfe que advertía a sus servicios de seguridad que tuvieran cuidado con mendigos, insumisos y homosexuales. Nos fuimos a Chamartín a montar tal show que terminamos detenidas 50 personas. Pasara lo que pasara dábamos el cante. ¿Que el grupo Cuba Dura, al que llamábamos Cuba Erecta, convocaba una mani? Pues ahí íbamos nosotras, con el panfleto «Nos da por Cuba», para denunciar el tratamiento que se daba en ese país a los gaises. ¿Que era jornada de huelga? Pues llenábamos Chueca de pintadas: «La patronal es heterosexual». Y salía el dueño de un bar: «Yo no soy heterosexual». Y nosostras: «Ya, pero eres un explotador que no pagas a los camareros». Todo lo que hacíamos suponían broncas grandes y debates perpetuos. La radicalidad nos venía del hecho de plantear respuestas concretas a cosas que pasaban. Estábamos muy politizadas, teníamos ganas y no dependíamos ya de consensos con gente asistencialista de COGAM. Todo esto sucedía en torno a Lavapiés, donde vivíamos la mayoría de activistas y donde aún no había gentrificación.
¿Y con la eclosión del VIH?
Vino la gran bronca en el activismo. Para tratar de evitar que la sociedad hiciera la ecuación ‘gaises sida’, el VIH se convirtió en un tema tabú. Sin embargo, la Radical Gai supo darle un carácter social muy grande. ¡¿Cómo no íbamos a tocar el tema?! Mis amigas lesbianas tuvieron un papel protagonista en la lucha contra el VIH que, gracias a ellas, se politizó mucho más. La cosa estaba jodida: enfermedades, hospitales, muertes... Veíamos lo rápido que moría la gente, en un periodo de entre tres y seis meses. La prueba no estaba ni mucho menos generalizada y faltaban medicamentos así que, cuando la gente entraba al hospital con algún tipo de enfermedad, muchas veces tenía ya deterioradísmo su sistema inmune. El sida se cebó en los sectores más vulnerables de la sociedad: los yonquis, los presos, las mujeres, las trabajadoras sexuales. Veníamos de épocas de heroína. Eso sirvió para que mucha gente ajena a los gaises se concienciara e involucrara en la lucha contra la infección. Vía carta y fax nos relacionábamos con los grupos Act Up! de la época: de Estados Unidos, Francia, Inglaterra y Holanda. Conocíamos sus formas de acción y queríamos que las nuestras, ante tanto sufrimiento, también fueran más allá, aunque nos detuvieran.
Si tu pluma les molesta, ¡clávasela!
Ese eslogan se nos ocurrió en la fotocopiadora, haciendo unas pegatinas antifascistas para un 20N. Reivindicábamos mucho la pluma, por ser la feminidad una de las mayores potencialidades subversivas del movimiento marica. La gran maestra Empar Pineda decía que los chicos les debían mucho a todas las maricas, que si ahora pueden llevar pendiente y demás cosas estéticas es gracias a ellas. Estaba también el movimiento de gaises, de corte más posibilista y asistencialista. Hoy en día, en el Estado español, en círculos okupas, antiespecistas y veganos hay muchos grupos maricas que reivindican la pluma. Y yo lo celebro.
En el 95 abandonaste Madrid y te instalaste en Gasteiz. Es el sexilio a la inversa...
¡Ojo con Gasteiz que aquí se mandó a hacer puñetas a la Virgen Blanca! Dos cuerdas y ¡pumba! Ahí la tienes ahora, metida en una hornacina. También eran famosas las procesiones ateas en Semana Santa. Cuando llegué, Gasteiz era un punto muy importante del movimiento autónomo y alternativo, pero todavía había mucha gente en el armario. Eso me supuso cierto choque porque yo ya venía de una visibilidad absoluta. Por ejemplo, todavía pesaba que te vieran en la prensa y los grupos que existían eran aún espacios de sociabilidad a los que se iba para conocer gente. Al no ser esto una gran ciudad, faltaban referentes. En Madrid estaba Chueca.
¿Te parece estratégico que el movimiento LGTB incida en la agenda institucional?
El movimiento LGTB no tiene una buena agenda, una que reivindique acabar con los privilegios de la heterosexualidad y romper la base social, totalmente heterocentrada y, por ende, asimétrica, machista y misógina. La heterosexualidad es una identidad tóxica y nociva, pero es muy difícil entrar a cuestionar eso. El matrimonio es una de las grandes herramientas de la heterosexualidad, un contrato para tener a la mujer ahí atada con la prole. Fíjate si papá y mamá tienen privilegios que hasta la Constitución les reconoce la libertad para educar a sus hijos, dando por descontada su capacidad para hacerlo. ¡¿Dónde se ha visto esto, por Dios?! La educación es la única forma que tiene la sociedad de salvar a esas criaturas de las creencias de sus padres. ¡Y encima les dejamos que las lleven a la escuela concertada! Las criaturas están siendo utilizadas como una especie de gran foco de censura y de políticas totalmente antisexuales y antidiversidad: «Los niños no pueden verlo».
Ni el nudismo en la playa.
Ni exposiones en un museo. ¿Cómo no van a poder ver cuerpos desnudos o gente follando, pero sí matándose entre ella? Hay ciertos temas que hemos convertido en tabú. Entonces, volviendo a que el movimiento incida en la agenda institucional, no me interesa que la incidencia consista en una gestión de la diversidad, porque va a ser liberal y sectorial. Quiero incidir con enfoques y puntos de partida que envuelvan a toda la sociedad y que tengan en cuenta los posos de exclusión que ha habido históricamente: por qué las mujeres no están en el ágora o por qué los maricones no hemos cumplido la función del hombre, tocando así el núcleo duro del sistema. La producción no es lo único que lo sostiene.
¿De qué más cosas se vale?
En estos momentos, el sistema capitalista ya no quiere a los cuerpos por productivos, sino por deseables, por exitosos en términos sociales, porque de producir se encargarán los robots y las fábricas en los países empobrecidos. ¿Y aquí a qué nos vamos a dedicar? A tener cuerpos con éxito. De ahí la gordofobia y la construcción de cuerpos no deseables, los que están fuera de los cánones estéticos, los negados, los expulsados más allá de los márgenes porque son incapaces de tener el éxito social. La productividad y el éxito son una imposición del sistema de tener que ser algo. ¿Por qué no limitarnos a vivir, que puede ser bastante enriquecedor?
Decías antes que «el matrimonio es una de las grandes herramientas de la heterosexualidad». ¿Cómo casa esto con el matrimonio igualitario?
El matrimonio igualitario consiguió que las personas no heterosexuales fueran tan vulgares y ordinarias como el resto (risas). A nivel político, supuso legitimar estructuras que van en contra de los derechos individuales. No obstante, representó un gran logro, ante un derecho conculcado, que mitigaba en cierta medida una situación lacerante como era la pandemia del VIH/sida. Ocurría que, cuando moría alguien, su familia homófoba se quedaba con todo el patrimonio y dejaba sin ninguna propiedad a su pareja, en contra de la voluntad de la propia persona fallecida, por falta de una relación contractual de por medio. Pasaba también que, si el enfermo estaba hospitalizado en un centro privado, la familia prohibía la visita de la pareja.
Vale, el movimiento LGTBI no tiene una «buena agenda» para la incidencia. ¿Qué hay de las instituciones? ¿Están a la altura?
La mercantilización y el consumo que han creado en torno a la identidad gay representa una forma de cooptación brutal. Ahora para ellas no somos más que un target económico con el que pueden lucrarse. El pride es el ejemplo más evidente de eso y también de pinkwashing: lo montan para generar unas pelas y, de paso, tienen coartada para poner a sus municipios la medallita de los derechos humanos. Estamos inmersas en un espectáculo continuo, en el que tanto dinero aportas tanto vales. Asistimos a que en las instituciones hay gente sin ninguna conciencia. Hay gaises en Ciudadanos, en Vox, en el PP... que consideran que la orientación sexual y la identidad de género pertenecen al ámbito de la intimidad. ¿Dónde queda la potencialidad subversiva?
¿Hemos perdido el norte con las identidades?
Me parece una ida de olla. Hay una cosa muy importante: la identidad es un efecto, no una causa. No debemos caer en políticas identitarias. Son el equivalente a políticas neoliberales y nos encorsetan, porque parten de un enfoque en absoluto interseccional. Podemos ser hiperidentitarias, pero el no saber jugar con las identidades nos ha llevado a rebajar la carga reivindicativa. No estamos cuestionando la bicha: la heterosexualidad obligatoria, de Adrienne Rich; o la heterosexualidad como construcción política, de Monique Wittig. Ya está bien de seguir promocionando la heterosexualidad, de hablar de diversidad por todas partes en lugar de disidencia. Si las identidades subversivas desaparecen, políticamente estamos perdidas porque el sistema enseguida nos cooptará y, a cambio, nos dará unas miguitas. «Aquí están los gaises; aquí, los judíos; aquí, los gitanos...». Debemos buscar estrategias conjuntas frente a un enemigo común, igual que hicimos en la época del sida. Entonces no caímos en el identitarismo de «hablo yo que soy el enfermo y tú te callas», sino que teníamos el convencimiento de que la lucha era de todo el mundo: «Si te mueres tú, que eres mi amigo, ¿cómo no me va a afectar?».
Y con el repunte del fascismo...
La gente no se hace una idea de lo que es eso... En el año 80, después de una mani en Argüelles, zona facha, al hijo de un ministro y a su novio les metieron un palizón que los mandaron al hospital. Hoy en día, el fascismo en Madrid vuelve a estar crecido y a gozar de mucha impunidad. Su repunte nos va a obligar a evitar de nuevo los espacios geográficos en donde se localizan los mecanismos del desprecio. Vamos a asistir otra vez a la zonificación de las ciudades, a tener que elegir una zona u otra según la seguridad que ofrezca. Es una vuelta al armario. Cerca de donde tenga la sede Vox, por ejemplo, nos andaremos con cuidado con los símbolos que llevamos, como esta chapa y esta banderita del orgullo en mi bolso.
En 'El libro del buen Vmor'. Sexualidades raras y políticas extrañas, coordinado por Fefa Vila y Javier Sáez, escribes: «Hablar del sida es encarnar la vergüenza de sentirse superviviente». Suena durísimo...
Haber sido parte de una generación que se pierde y, sin embargo, seguir vivo me sitúa en un espacio privilegiado e incómodo. ¿Por qué yo no y otra gente sí? No sé si me toca ser el testimonio, el recuerdo o, simplemente, vivir con un déficit o un vacío. Luego hay algo muy ligado al holocausto: el imperativo moral de convertirse en memoria, una forma de dejar de ser tú misma.
Una última pregunta: ¿por qué dices gaises?
Para mí esa es una forma de alejamiento y de cuestionamiento de las identidades más despolitizadas, de las que están dentro de la moda y de las políticas de consumo, de las que no buscar subvertir, sino integrarse.
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