Imagen: El País |
Hay términos que han cambiado de género con el paso de los años, como "puente".
Lola Pons Rodríguez | Verne, El País, 2017-08-14
https://verne.elpais.com/verne/2017/07/27/articulo/1501160416_181007.html
Pasada ya con éxito la celebración del WorldPride 2017 en Madrid, lo traemos a la actualidad para hablar de lengua española. En primer lugar, para preguntarnos: ¿por qué no lo hemos llamado Orgullo Mundial? Hemos oído cosas del tipo “guolpride”, “goldpraid” y similares. En la patria de la “relaxing cup de café con leche”, la opción por hispanizar anglicismos debería ser una cuestión de aceptación de nuestra inutilidad con los idiomas y no tanto de preservación del honor del español frente al inglés.
La segunda cuestión: ¿hay palabras trans? Si el género es fundamentalmente algo gramatical (la ventana es de género femenino) y el sexo una cuestión de identidad (una ventana carece de sexo, pero es de género femenino), las palabras del español que cabrían dentro de la T (de transgénero) de la sigla LGTB serían todas aquellas que han cambiado de masculino a femenino o de femenino a masculino a lo largo de la historia. El español nos proporciona muestras de todo tipo de trasvases, ampliaciones y cambios de esta clase. De hecho, en esto del género vemos que en las palabras casi nada es para siempre y que en ellas, como en las personas, lo del género es más una opción que una obligación de naturaleza o nacimiento (lo que, para el caso de la lengua, viene a ser la etimología).
Hoy separamos el calor, más benigno que la calor, pero otros cambios de género se dan sin que cambie el significado. Nuestros antepasados (y aún hoy algunos viejos del lugar) dijeron la dolor, la sabor, la humor, la honor y la sudor y tanto temían de la serpiente como del serpiente. También han sido denominados con palabras muy trans en cuanto a género los valles, los puentes y los fantasmas en la historia del español.
Palabra con cambio de género fue “valle”. Fue femenina en latín y lo sigue siendo en asturiano, catalán o gallego. Sin embargo, en lenguas también salidas del latín como el francés, el portugués y el castellano, “valle” ha protagonizado un curioso cambio de género hacia el masculino. Si en catalán está la Vall d'Aran, en castellano se dice el valle de Arán. ¿Por qué una palabra cambia de género? A diferencia de lo que ocurre en la sociedad, aquí no son, obviamente, las propias palabras las que deciden cambiar, sino los usuarios del idioma, los hablantes, los que reorientan el género original de la etimología. Normalmente por influencia de otras palabras con las que se convive dentro de un mismo grupo. Si “valle” es complementario del masculino “monte” (del latín MONS-MONTIS, masculino), ¿pudo ser el monte el que se llevó al valle a su grupo? No es descabellado.
No obstante, antes de cambiar de género, “la valle” dejó su rastro en español. Lo vemos poderosamente en todas esas localidades españolas llamadas Valbuena: formas de “valle buena” con eliminación de la terminación de valle por la apócope que se da en palabras de mucho uso. Hay Valbuena en Asturias y Salamanca, está Valbuena de Duero en Valladolid, Valbuena de Pisuerga en Palencia... Y de los nombres de lugar (la toponimia) se salta fácil a los apellidos de persona (la antroponimia): pensemos en Mathieu Valbuena, el futbolista francés de ascendencia española que pasea su “valle buena” por el Olympique de Lyon. Existen también pueblos y personas llamados Valbueno (Guadalajara, León), pero curiosamente son menos que los Valbuena primitivos.
Sean hombres o mujeres, tengan sexo o no, los fantasmas han sido de género bastante fantasmagórico en español. Hoy los hacemos masculinos (los fantasmas), pero, como la palabra acaba en –a, en la lengua antigua los hablantes la interpretaron como femenina para decir “la fantasma”. Por la misma razón, hay quien se queja de la reúma a su médica, que llamará el reúma a este padecimiento. “Profesora, tengo una problema”, nos dicen muchos de los estudiantes extranjeros que aprenden en español. Problema, cisma, reúma... son neutros griegos que se hicieron masculinos pero, como acababan en –a, los hablantes del español a veces reorientaron algunas de estas palabras hacia el femenino.
Más raro es el recorrido de “puente”, palabra cuya identidad genérica ha sido muy trans. Masculino en latín (PONS-PONTIS, desde aquí saludo a todos los Pons del mundo), femenino en castellano antiguo y de nuevo masculino en español moderno. El castellano medieval, como el portugués y algunos dialectos italianos y suizos pasaron la palabra al femenino, la puente. Aunque hoy el personal vea la serie 'El secreto de Puente Viejo', en el mapa de Madrid verán un municipio llamado Puentes Viejas. El masculino original en español empezó a recobrarse en el siglo XVII, en una transición de identidad masculina hacia femenina y de femenina a masculina muy camaleónica. “Ponte” sigue siendo femenino en gallego y portugués, como se ve en Pontevedra (PONTE VETERA, puente vieja) o en un nombre de lugar como As Pontes de García Rodríguez.
Un personaje tan simbólico para la cultura hispánica como don Juan Tenorio hablaba así a su criado: “Mis llaves en manojo / habréis dado a la fantasma, / y que entre así no me pasma; / mas no saldrá a vuestro antojo...”. Cambios de este tipo muestran cómo los hablantes somos bastante flexibles para modificar la herencia lingüística recibida. No es cuestión de antojo sino de la capacidad para el cambio que tiene una lengua viva. Y eso sí que es para sentirse de lo más orgulloso.
La segunda cuestión: ¿hay palabras trans? Si el género es fundamentalmente algo gramatical (la ventana es de género femenino) y el sexo una cuestión de identidad (una ventana carece de sexo, pero es de género femenino), las palabras del español que cabrían dentro de la T (de transgénero) de la sigla LGTB serían todas aquellas que han cambiado de masculino a femenino o de femenino a masculino a lo largo de la historia. El español nos proporciona muestras de todo tipo de trasvases, ampliaciones y cambios de esta clase. De hecho, en esto del género vemos que en las palabras casi nada es para siempre y que en ellas, como en las personas, lo del género es más una opción que una obligación de naturaleza o nacimiento (lo que, para el caso de la lengua, viene a ser la etimología).
Hoy separamos el calor, más benigno que la calor, pero otros cambios de género se dan sin que cambie el significado. Nuestros antepasados (y aún hoy algunos viejos del lugar) dijeron la dolor, la sabor, la humor, la honor y la sudor y tanto temían de la serpiente como del serpiente. También han sido denominados con palabras muy trans en cuanto a género los valles, los puentes y los fantasmas en la historia del español.
Palabra con cambio de género fue “valle”. Fue femenina en latín y lo sigue siendo en asturiano, catalán o gallego. Sin embargo, en lenguas también salidas del latín como el francés, el portugués y el castellano, “valle” ha protagonizado un curioso cambio de género hacia el masculino. Si en catalán está la Vall d'Aran, en castellano se dice el valle de Arán. ¿Por qué una palabra cambia de género? A diferencia de lo que ocurre en la sociedad, aquí no son, obviamente, las propias palabras las que deciden cambiar, sino los usuarios del idioma, los hablantes, los que reorientan el género original de la etimología. Normalmente por influencia de otras palabras con las que se convive dentro de un mismo grupo. Si “valle” es complementario del masculino “monte” (del latín MONS-MONTIS, masculino), ¿pudo ser el monte el que se llevó al valle a su grupo? No es descabellado.
No obstante, antes de cambiar de género, “la valle” dejó su rastro en español. Lo vemos poderosamente en todas esas localidades españolas llamadas Valbuena: formas de “valle buena” con eliminación de la terminación de valle por la apócope que se da en palabras de mucho uso. Hay Valbuena en Asturias y Salamanca, está Valbuena de Duero en Valladolid, Valbuena de Pisuerga en Palencia... Y de los nombres de lugar (la toponimia) se salta fácil a los apellidos de persona (la antroponimia): pensemos en Mathieu Valbuena, el futbolista francés de ascendencia española que pasea su “valle buena” por el Olympique de Lyon. Existen también pueblos y personas llamados Valbueno (Guadalajara, León), pero curiosamente son menos que los Valbuena primitivos.
Sean hombres o mujeres, tengan sexo o no, los fantasmas han sido de género bastante fantasmagórico en español. Hoy los hacemos masculinos (los fantasmas), pero, como la palabra acaba en –a, en la lengua antigua los hablantes la interpretaron como femenina para decir “la fantasma”. Por la misma razón, hay quien se queja de la reúma a su médica, que llamará el reúma a este padecimiento. “Profesora, tengo una problema”, nos dicen muchos de los estudiantes extranjeros que aprenden en español. Problema, cisma, reúma... son neutros griegos que se hicieron masculinos pero, como acababan en –a, los hablantes del español a veces reorientaron algunas de estas palabras hacia el femenino.
Más raro es el recorrido de “puente”, palabra cuya identidad genérica ha sido muy trans. Masculino en latín (PONS-PONTIS, desde aquí saludo a todos los Pons del mundo), femenino en castellano antiguo y de nuevo masculino en español moderno. El castellano medieval, como el portugués y algunos dialectos italianos y suizos pasaron la palabra al femenino, la puente. Aunque hoy el personal vea la serie 'El secreto de Puente Viejo', en el mapa de Madrid verán un municipio llamado Puentes Viejas. El masculino original en español empezó a recobrarse en el siglo XVII, en una transición de identidad masculina hacia femenina y de femenina a masculina muy camaleónica. “Ponte” sigue siendo femenino en gallego y portugués, como se ve en Pontevedra (PONTE VETERA, puente vieja) o en un nombre de lugar como As Pontes de García Rodríguez.
Un personaje tan simbólico para la cultura hispánica como don Juan Tenorio hablaba así a su criado: “Mis llaves en manojo / habréis dado a la fantasma, / y que entre así no me pasma; / mas no saldrá a vuestro antojo...”. Cambios de este tipo muestran cómo los hablantes somos bastante flexibles para modificar la herencia lingüística recibida. No es cuestión de antojo sino de la capacidad para el cambio que tiene una lengua viva. Y eso sí que es para sentirse de lo más orgulloso.
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