Imagen: El Tercer Puente / Fotografía de José Montero |
José García | El Tercer Puente, 2017-08-22
http://www.eltercerpuente.com/gaypitalismo/
Hoy parece una evidencia que la sexualidad gay constituye uno de los espacios sociales más mediados, capturados y regulados por el actual modelo de capitalismo neoliberal que domina la economía global. Decenas de apps de contactos, webs pornográficas, empresas de ocio, drogas de diseño, fármacos como la ‘profilaxis pre-exposición’ intervienen constantemente sobre la sexualidad de ese nuevo ‘grupo de riesgo’ que la epidemiología ha redefinido a principios del siglo XXI bajo de la caracterización de ‘hombres que tienen sexo con hombres’. La sexualidad, en general, y la sexualidad gay, muy en particular, es sometida en las sociedades capitalistas a nuevas tecnologías de control (cuando hablo de ‘tecnologías’ me refiero a tecnologías sociales, hermenéuticas del yo, en el sentido planteado por Michel Foucault), que desde luego son mucho más blandas que las utilizadas en otros estadios del desarrollo capitalista, como las prácticas eugenésicas, los electroshocks, o las lobotomías, pero cuyos efectos sobre los cuerpos sexuados resultan igual de eficaces, en términos políticos. El viejo ‘biopoder’ ha sido sustituido por un nuevo régimen ‘farmacopornográfico’, como apunta en sus últimos trabajos el filósofo ‘queer’ Paul B. Preciado.
Así, el capitalismo y la sociedad de consumo han ido penetrando lentamente en nuestras vidas durante las últimas décadas, hasta configurar lo que la norteamericana Linda Singer vaticinara como un estado de ‘erotic welfare’ en 1990, en plena eclosión de la crisis del sida. Este trabajo resulta tan clarividente, que podríamos citarlo veintisiete años después con mayor vigencia aún que en el momento en que se publicó. Singer, siguiendo a Marcuse y al propio Foucault, nos recuerda que el capitalismo no solo funciona oponiéndose en sí a la práctica del placer, sino sobre todo desplegando estrategias para movilizarla, mediante una forma de control por incitación. No mediante la represión, sino a través de una perpetua promesa de placer. Su ‘éxito’ a la hora de articular las necesidades y los deseos descansa sobre dos ejes básicos: la gratificación genital y la satisfacción a través del consumo. Ambos elementos convergen en la construcción del ocio, aquel espacio de la vida que no puede considerarse trabajo y que en la organización contemporánea del tiempo funciona tanto como elemento compensatorio del tiempo de trabajo como de incitación al placer. En este contexto de análisis, realmente, resulta poco sorprendente que la integración (o tal vez debiéramos decir mejor ‘asimilación’) del sujeto gay (subjetividad reconstituida desde aquel ‘homosexual’ producido desde instancias, prácticas y discursos clínicos, psiquiátricos y punitivos hasta el último tercio del siglo XX), se haya sustentado sobre la base de su capacidad de gasto. El poder adquisitivo se ha convertido en la era del ‘erotic welfare’ en la medida de todas las cosas: de la visibilidad, de la integración, del éxito social, del prestigio, del mérito, del reconocimiento, de la felicidad e, incluso, si me apuran, del atractivo personal.
Sin embargo, ello no quiere decir que hayamos arribado a ninguna arcadia. Como continúa Singer, la lógica del capitalismo no solo depende del control sobre el ‘surplus’ o producción, sino también de la producción de carestía, de controlada escasez. Por tanto, las comodidades sexuales dependen para su puesta en valor de la existencia de una esfera de ‘sexualidad incomodada’. En este nuevo ‘erotic welfare’, la sexualidad se constituye siempre como sujeta a la lógica de la comodidad o a la carestía de la misma.
En todo caso, los procesos de integración de aquella vieja categoría de ‘el homosexual’, convertida hoy en ‘sujeto gay’ de alto poder adquisitivo con unas prácticas de ocio perfectamente reconocibles y que el mercado puede satisfacer sin grandes sobresaltos (amén de las tensiones a que los grupos ultracatólicos someten a las grandes firmas comerciales cuando incluyen en su publicidad dirigida al público generalista alguna referencia a las familias homoparentales), no se pueden desligar de la evolución del mismo modelo capitalista durante el último siglo.
Cabe recordar que el capitalismo de producción que dominó las sociedades occidentales hasta pasada la Segunda Guerra Mundial se fundamentaba, en gran medida, sobre la acumulación de cuerpos; cuerpos productivos, reproductivos y disciplinados, lo que en la práctica supuso la exclusión (y proscripción) de ‘el homosexual’. Sin embargo, en un capitalismo de consumo como el que se desarrolló después, el motor de la economía ha venido a ser la capacidad de gasto. ‘El homosexual’ dejó de ser un objeto incómodo para el poder productivo, que empezó a virar en sus prácticas e instrumentos regulatorios para permitir la emergencia de ese nuevo sujeto que ahora se disputan las nuevas empresas de ‘turismo gayfriendly’.
No es, por tanto, de extrañar, que la socialdemocracia clásica se haya convertido a lo largo de los años en la principal valedora de este modelo de desarrollo comunitario para el colectivo lgtbiq. Incluso en un espacio físico tan rotundamente periférico a la geografía ‘gayfriendly’ como es Cádiz, sus representantes se han apresurado defender las enormes posibilidades de esta clase de turismo incluso para la lucha contra la homofobia y la transfobia, arguyendo el poder normalizador de “personas con dinero que vengan a gastar en nuestra ciudad”.
Naturalmente, estas argumentaciones de trazo grueso no se están viendo confirmadas por la casuística de la homofobia y la transfobia. El desarrollo de amplias zonas de comodidad y seguridad eróticas bajo el nuevo gaypitalismo no ha evitado el aumento de las agresiones homofóbicas y transfóbicas en sus límites geográficos. Ni la precarización de la vida de las minorías étnicas y los estratos sociales más populares. Ni la exclusión simbólica del lesbianismo. Ni la presencia casi exclusivamente laboral de las personas trans. Ni la extensión de los principios ‘capacitistas’ de organización de la colectividad.
El ‘erotic welfare’ no es más que el ideal fantasmagórico de una socialdemocracia cada día más desnortada y desvinculada del entorno social.
Por ello, cuando escucho a los socialistas gaditanos defender de forma tan vehemente este marco de acción contra la homofobia y la transfobia, no puedo evitar acordarme del icono gay de la temporada, Eliad Cohen, encarnación viviente de cuanto venimos exponiendo. Ambos coinciden en su idea y su proyecto de ‘normalización’: un montón de hombres gais, blancos, payos, cisgénero, de clase media o alta gastando y consumiendo en los espacios sociales fortificados del ‘erotic welfare’.
Quitémonos la venda. El prejuicio homofóbico y transfóbico es ubicuo socialmente, puede manifestarse en sujetos de cualquier clase social, género, cultura, edad, ideología, etnia u origen geográfico. Pero las personas más vulnerables e inermes frente a la homofobia y la transfobia son también aquellas cuyas existencias se encuentran más marcadas por la precariedad material, el machismo, la xenofobia, la racialización o el envejecimiento. Y solo una comprensión interseccional de la discriminación y el poder para conjurarla puede sentar las bases de las políticas de igualdad en nuestro municipio.
Singer ya nos lo recordaba en su meditación finisecular sobre aquella crisis epidémica: la producción disciplinaria de los placeres produce también aquellos lugares a la vez de ‘resistencia a’ y ‘reinscripción en’ las estructuras sociales hegemónicas. Y, sí, los talantes más libertarios también lo asumimos: no es posible hoy luchar contra cuanto nos acecha sin apoyarnos en alguna instancia disciplinaria, especialmente sin los ‘aparatos disciplinarios’ del autocuidado.
Así, el capitalismo y la sociedad de consumo han ido penetrando lentamente en nuestras vidas durante las últimas décadas, hasta configurar lo que la norteamericana Linda Singer vaticinara como un estado de ‘erotic welfare’ en 1990, en plena eclosión de la crisis del sida. Este trabajo resulta tan clarividente, que podríamos citarlo veintisiete años después con mayor vigencia aún que en el momento en que se publicó. Singer, siguiendo a Marcuse y al propio Foucault, nos recuerda que el capitalismo no solo funciona oponiéndose en sí a la práctica del placer, sino sobre todo desplegando estrategias para movilizarla, mediante una forma de control por incitación. No mediante la represión, sino a través de una perpetua promesa de placer. Su ‘éxito’ a la hora de articular las necesidades y los deseos descansa sobre dos ejes básicos: la gratificación genital y la satisfacción a través del consumo. Ambos elementos convergen en la construcción del ocio, aquel espacio de la vida que no puede considerarse trabajo y que en la organización contemporánea del tiempo funciona tanto como elemento compensatorio del tiempo de trabajo como de incitación al placer. En este contexto de análisis, realmente, resulta poco sorprendente que la integración (o tal vez debiéramos decir mejor ‘asimilación’) del sujeto gay (subjetividad reconstituida desde aquel ‘homosexual’ producido desde instancias, prácticas y discursos clínicos, psiquiátricos y punitivos hasta el último tercio del siglo XX), se haya sustentado sobre la base de su capacidad de gasto. El poder adquisitivo se ha convertido en la era del ‘erotic welfare’ en la medida de todas las cosas: de la visibilidad, de la integración, del éxito social, del prestigio, del mérito, del reconocimiento, de la felicidad e, incluso, si me apuran, del atractivo personal.
Sin embargo, ello no quiere decir que hayamos arribado a ninguna arcadia. Como continúa Singer, la lógica del capitalismo no solo depende del control sobre el ‘surplus’ o producción, sino también de la producción de carestía, de controlada escasez. Por tanto, las comodidades sexuales dependen para su puesta en valor de la existencia de una esfera de ‘sexualidad incomodada’. En este nuevo ‘erotic welfare’, la sexualidad se constituye siempre como sujeta a la lógica de la comodidad o a la carestía de la misma.
En todo caso, los procesos de integración de aquella vieja categoría de ‘el homosexual’, convertida hoy en ‘sujeto gay’ de alto poder adquisitivo con unas prácticas de ocio perfectamente reconocibles y que el mercado puede satisfacer sin grandes sobresaltos (amén de las tensiones a que los grupos ultracatólicos someten a las grandes firmas comerciales cuando incluyen en su publicidad dirigida al público generalista alguna referencia a las familias homoparentales), no se pueden desligar de la evolución del mismo modelo capitalista durante el último siglo.
Cabe recordar que el capitalismo de producción que dominó las sociedades occidentales hasta pasada la Segunda Guerra Mundial se fundamentaba, en gran medida, sobre la acumulación de cuerpos; cuerpos productivos, reproductivos y disciplinados, lo que en la práctica supuso la exclusión (y proscripción) de ‘el homosexual’. Sin embargo, en un capitalismo de consumo como el que se desarrolló después, el motor de la economía ha venido a ser la capacidad de gasto. ‘El homosexual’ dejó de ser un objeto incómodo para el poder productivo, que empezó a virar en sus prácticas e instrumentos regulatorios para permitir la emergencia de ese nuevo sujeto que ahora se disputan las nuevas empresas de ‘turismo gayfriendly’.
No es, por tanto, de extrañar, que la socialdemocracia clásica se haya convertido a lo largo de los años en la principal valedora de este modelo de desarrollo comunitario para el colectivo lgtbiq. Incluso en un espacio físico tan rotundamente periférico a la geografía ‘gayfriendly’ como es Cádiz, sus representantes se han apresurado defender las enormes posibilidades de esta clase de turismo incluso para la lucha contra la homofobia y la transfobia, arguyendo el poder normalizador de “personas con dinero que vengan a gastar en nuestra ciudad”.
Naturalmente, estas argumentaciones de trazo grueso no se están viendo confirmadas por la casuística de la homofobia y la transfobia. El desarrollo de amplias zonas de comodidad y seguridad eróticas bajo el nuevo gaypitalismo no ha evitado el aumento de las agresiones homofóbicas y transfóbicas en sus límites geográficos. Ni la precarización de la vida de las minorías étnicas y los estratos sociales más populares. Ni la exclusión simbólica del lesbianismo. Ni la presencia casi exclusivamente laboral de las personas trans. Ni la extensión de los principios ‘capacitistas’ de organización de la colectividad.
El ‘erotic welfare’ no es más que el ideal fantasmagórico de una socialdemocracia cada día más desnortada y desvinculada del entorno social.
Por ello, cuando escucho a los socialistas gaditanos defender de forma tan vehemente este marco de acción contra la homofobia y la transfobia, no puedo evitar acordarme del icono gay de la temporada, Eliad Cohen, encarnación viviente de cuanto venimos exponiendo. Ambos coinciden en su idea y su proyecto de ‘normalización’: un montón de hombres gais, blancos, payos, cisgénero, de clase media o alta gastando y consumiendo en los espacios sociales fortificados del ‘erotic welfare’.
Quitémonos la venda. El prejuicio homofóbico y transfóbico es ubicuo socialmente, puede manifestarse en sujetos de cualquier clase social, género, cultura, edad, ideología, etnia u origen geográfico. Pero las personas más vulnerables e inermes frente a la homofobia y la transfobia son también aquellas cuyas existencias se encuentran más marcadas por la precariedad material, el machismo, la xenofobia, la racialización o el envejecimiento. Y solo una comprensión interseccional de la discriminación y el poder para conjurarla puede sentar las bases de las políticas de igualdad en nuestro municipio.
Singer ya nos lo recordaba en su meditación finisecular sobre aquella crisis epidémica: la producción disciplinaria de los placeres produce también aquellos lugares a la vez de ‘resistencia a’ y ‘reinscripción en’ las estructuras sociales hegemónicas. Y, sí, los talantes más libertarios también lo asumimos: no es posible hoy luchar contra cuanto nos acecha sin apoyarnos en alguna instancia disciplinaria, especialmente sin los ‘aparatos disciplinarios’ del autocuidado.
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