miércoles, 22 de agosto de 2018

#hemeroteca #gais | Hagamos la revolución: hundamos Grindr

Imagen: ctxt / El mítico beso entre Leonid Brézhnev y Erich Honecker, 1979
Hagamos la revolución: hundamos Grindr.
¿Podemos sostener el sueño de una comunidad LGTB sobre un aluvión de identidades anónimas descompuestas en cifras?
Francisco Pastor | ctxt, 2018-08-22
http://ctxt.es/es/20180822/Firmas/21269/Francisco-Pastor-LGTB-sexo-redes-sociales-movimientos-sociales-estado-mercado.htm

La mujer, como tal, no existe, y así lo explicaba la feminista Nuria Varela en una entrevista concedida a este medio. Existen las mujeres. Y cualquier tentativa de traducir el plural en singular parte del mismo objetivo: convertir a la mitad de la población en objetos iguales y, por ende, reemplazables. A los feminismos les toca, entonces, recordar que hay 3.000 millones de personas en el mundo que, al contrario de como busca el machismo, no son numerables e intercambiables. Una diatriba en la que, yendo más allá de las palabras de Varela, quizá también cupiera alojar a la población LGTB, si esta se encuentra en la trinchera frente al patriarcado.

Son variadas las formas en las que el mercado, al que muchas feministas y activistas LGTB asocian a la dominación masculina, se ha interesado por ese último grupo. En especial, por la G, la inicial que alude a los hombres gais. Y un negocio dirigido a ellos, que va camino de cumplir la década de vida, alcanza los 3,6 millones de usuarios al día. La aplicación móvil Grindr ayuda a los varones, en principio, a relacionarse los unos con los otros. Principalmente, con quienes se encuentren más cerca del cliente.

En una cuadrícula sobre la pantalla, la aplicación ordena las fotografías de los usuarios según los metros de distancia a los que se encuentren de quien les observa. Y esos metros se suman, después, a otra lista de cifras, como la edad, el peso o la estatura, que los clientes exponen voluntariamente, y con la que estos pueden tratar de anticipar hasta qué punto encontrarán, al otro lado, más cerca o más lejos, a un interlocutor de su agrado.

Usuarios al día, decíamos, ya que resulta difícil llevar las cuentas. Muchos de ellos son anónimos. Otros crean y destruyen sus cuentas según han encontrado, o desisten de encontrar, una experiencia. Algunos muestran sus caras en las fotografías cuando están de viaje, fuera de sus ciudades, pero giran hacia perfiles más anónimos cuando se encuentran en ellas. Hay quienes alojan más de una cuenta. Incluso, podemos pagar entre cinco y doce euros al mes por un servicio ‘premium’. Aunque de la tortuosa relación de muchos usuarios de Grindr hacia la aplicación ya se ha escrito, del machismo y la aversión a la feminidad presentes en ella, también, quizá no tanto, de hasta qué punto la comunidad LGTB, como sujeto político, no estará suicidándose al tratar de sostenerse sobre un aluvión de identidades anónimas y descompuestas en cifras. De respuestas binarias, también: tener o no tener sitio significa poder invitar, o no, a alguien a nuestra casa. Grindr hasta nos pregunta si somos portadores del VIH o, de nuevo, otra cifra: la fecha de la última vez que lo comprobamos.

El mercado, a través de los pequeños propietarios y de los pioneros que levantaron los primeros locales para personas LGTB, forma parte de los pasos de provecho en la historia del colectivo. En los bares de ‘maricas’, allá cuando empezaron a existir alrededor de Chueca, en los años 60, se confundían transexuales y travestis, hombres y mujeres jóvenes y mayores. En los 80 y los 90, también se reunieron allí los supervivientes (y no) de los peores años del sida. Personas de perfiles, experiencias e historias dispares que encontraban un refugio común. Un lugar donde descansar de los embates que, fuera de aquellos muros, realizaba contra ellos el patriarcado. Diferentes, pero alojados bajo el paraguas de lo ‘invertido’.

Al tiempo, estos eran espacios donde se creaban lazos y bloques que, de vuelta en las calles, permitían la solidaridad entre unos y otras y concedían cierto poder al grupo, de cara a la ofensiva política. De vuelta al presente, ninguna gran protesta, más allá de algunos tuits, tuvo lugar cuando se supo que Grindr había compartido con otras empresas el estado serológico de sus usuarios –si conviven o no con el VIH. Cuesta creer que la celebrada revuelta del neoyorquino Stonewall, ocurrida hace ya casi 50 años, pudiera tener lugar en un imaginario como este.

Cabría responder, claro, que los espacios meramente lúdicos pueden convivir con los que, como en otros tiempos, contaban con un agregado político, o que Grindr es un espacio hasta progresista, si favorecer las relaciones sexuales esporádicas ayuda a naturalizarlas. Esta última es una de las reivindicaciones tradicionales del colectivo LGTB: el sexo no es pecado. Pero, ¿está cómodo realmente el mercado con este sueño? Si lo estuviera, ¿sería el icono de Grindr, nada menos, una careta? ¿Una invitación a vivir la sexualidad desde el anonimato, y a separar al sujeto político de su lado más personal, es decir, el sexual, oculto tras la máscara? Mientras el Estado y los movimientos sociales nos animan a expresar nuestro deseo al descubierto y desde la sonrisa, ese mercado, temeroso de dejar de ser el punto de encuentro de los hombres gais, y de perder el filón económico que ello conlleva, nos prefiere con la cara tapada.

Especialmente entre los travestis, hay quienes, al llegar a la comunidad LGTB, lo hacían acompañados de un nombre o un mote: algo que les identificara como algo único, cuyo valor fuera más allá de los años que cumplieran, la peripecia que les acompañara o los kilos que engordaran. En el polo opuesto, aunque Grindr nos ofrece aportar un nombre, muchos usuarios prefieren dejar el hueco en blanco, como parte de un género literario en el que la creatividad –y la identidad misma– está fuera de lugar. Porque la aplicación cumple, a rajatabla, la máxima de McLuhan: el medio es el mensaje. Las conversaciones enmarcadas en ella no son más que preguntas y respuestas compuestas, muchas veces, por una sola palabra. Dónde, cuándo, cómo. ¿No es esta la forma en la que nos convertimos en el objeto del patriarcado? Anónimos, iguales e intercambiables.

Naturalmente, también reemplazables. Si un usuario no nos interesa, podemos bloquearle, en dos clics y sin siquiera haber mediado palabra con él, y la aplicación nos premiará por ello: su fotografía desaparecerá al momento y su lugar será ocupado por otro cliente. Como la red nos muestra siempre un número limitado de perfiles, la forma más rápida de encontrar caras nuevas es, por supuesto, bloqueando a las personas que descartamos. Solo desterrando aquello que nos desagrada podremos ‘encontrar’ lo que creemos buscar. Pero, ¿qué sujeto político se puede crear a partir de esta filosofía, según la cual es nuestro deber, un paso en la búsqueda que tarde o temprano habremos de asumir, apartar de nuestra vista aquello que nos sobra?

¿No nos alejaba el patriarcado a nosotros de la luz del día, cuando aún le resultaban indecorosos nuestros cuerpos híbridos o nuestras invertidas muestras de afecto? Somos la minoría que con más determinación ha logrado seducir, hacia sus reivindicaciones, al poder político. Debemos sentir esas conquistas demasiado afianzadas, si permitimos que esta forma de relacionarnos, que nos desarma por completo como sujetos políticos, sustituya a la comunidad LGTB. En su lugar, queda una jungla, opuesta a la convivencia, en la que los miembros de un grupo nos desterramos –y habrá quien lo haga, incluso, en nombre de la libertad– los unos a los otros. Y dejamos que valores como estos se cuelen en nuestra minoría mientras, ahí fuera, el machismo deambula haciendo manada.

Francisco Pastor. Pienso, luego la lío y, por ello, feliz firmante de esta publicación. En la ficción escribí para el 'Crónica' y soñé con Mulholland Drive.

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