Imagen: El Español |
Han sido los invisibles dentro de los invisibles: son los LGTBI mayores de 50 años. Así viven en cinco pisos de acogida.
Joaquín Vera / Silvia P. Cabeza | El Español, 2017-07-09
http://www.elespanol.com/reportajes/20170707/229478055_0.html
El olor a café y pan recién tostado invade los rellanos de un antiguo edificio del madrileño barrio de Lavapiés. Son casi las 12 de la mañana -“tarde para desayunar”-, pero es el momento del día que han encontrado los compañeros de piso para sentarse todos juntos a la mesa. Tras sonar el timbre, quien primero recibe al periodista es Victoria, una perra que fue acogida antes de ser sacrificada el día en el que España ganó su último Mundial de fútbol. Luego abren las puertas de su piso Eduardo, Brenda, Ricardo y Cecilia, quienes desde el primer momento dejan claro que tienen “poco o nada” en común. Ese “poco” del que hablan: ellos son gais, ellas, lesbiana y transexual y todos tienen más de 50 años.
Son mayores LGTBI, “los más invisibles de los invisibles”, sus maletas están cargadas de una vida llena de insultos, persecuciones y palizas “por ser diferentes” y ahora, a su vejez, se les cambia el rostro cuando escuchan la palabra “soledad”: “Somos almas heridas, muy heridas, y con los años te haces más débil para luchar siempre por lo mismo: por que se nos respete”.
Los anfitriones en esta ocasión son Eduardo y Ricardo. Uruguayo y español, llevan más de un año viviendo juntos en este piso gracias a la Fundación 26D y el Ayuntamiento de Madrid, desde donde se han cedido cinco pisos para que mayores homosexuales y transexuales en riesgo de exclusión social puedan vivir. “Aquí todos los armarios están abiertos”, avisan.
Decorado hasta el último rincón del luminoso piso, la cocina -al final del piso y con vistas a un patio de vecinos donde se pueden escuchar voces en todos los idiomas- sirve de punto de encuentro para los dos compañeros gais y sus dos amigas Brenda y Cecilia. La primera, transexual aunque no se ha sometido a un proceso de reasignación de sexo -“no me considero una mujer, aunque de masculino no tenga nada”, dice- y la segunda, una mujer “sin etiquetas”: “Soy Cecilia y punto”.
Eduardo, Ricardo, Brenda y Cecilia son mayores LGTBI. Según la Fundación 26 de Diciembre -que tomó ese nombre por el día de 1978 en el que se derogó la ley franquista de vagos y maleantes en la que se incluían a los homosexuales como delincuentes- son “los invisibles dentro de los invisibles”. Una parte del colectivo gay “completamente olvidada” por la sociedad y por las instituciones públicas, tal y como explica Juan José Argüello, uno de los responsables de la entidad que tiene su sede en una de las últimas vaquerías de la capital, en pleno pulmón de Lavapiés. Este psicólogo argumenta su tesis de los invisibles con números: si hasta el 10% de la población pertenece al colectivo no normativo, en Madrid habría unos 400.000 gais, lesbianas, bisexuales o transexuales. De ellos, el 20% tendría más de 50 años. Es decir, 60.000 mayores LGTBI.
-¿Dónde están?
-Son invisibles.
-¿Por qué son invisibles?
-Porque son personas que arrastran mucha discriminación, mucho estigma. Son seres que han sufrido lo peor por tener una orientación sexual distinta a la mayoría. Hombres y mujeres que arrastran años de persecución, de injurias, de maltrato, de vejaciones. Y lo peor, han sufrido el abandono por parte de sus familias.
A hostias por bolleras y marimachos
En la parte de la mesa más próxima a la ventana se ha sentado Cecilia. Flanqueada a su derecha por Brenda, su compañera de piso con la que después de meses de convivencia han comenzado a entenderse, y por Belén, otra de las responsables de la Fundación 26D. Nació en El Bierzo aunque creció en Hernani hasta que a los 22 años se trasladó “a vivir” a Madrid. En la capital recayó “en el mejor barrio posible”: Chueca, “lleno de prostitutas y maricones”. Allí, en aquella jungla de asfalto fue libre durante muchos años. Dice que se encontró un ambiente masculino, que mujeres “había cuatro”. “Las mujeres nunca hemos existido, así que lesbianas mucho menos. Estaban todas en casa, criando hijos o cuidando de sus mayores”, explica sin temblarle la voz. “Así que las únicas desgraciadas que salíamos a la calle nos daban hostias para aburrir”, recuerda.
Por marimachos.
Por bolleras.
Por tortilleras.
Por camioneras.
[…]
Cecilia -quien insiste durante toda la conversación en no ser etiquetada en ninguna sigla- puede seguir enumerando insultos que le han gritado. Y que siguen gritándole en pleno 2017. En este mismo año en el que su Madrid se ha convertido en capital mundial de la tolerancia durante el World Pride. “No lo entiendo, no lo entiendo”, repite una y otra vez esta asistente de seguridad del Museo Reina Sofía, quien acumula contratos temporales a su currículum desde que estalló la burbuja inmobiliaria y se vio en la calle. Antes de vender casas y pisos en la España que vivió por encima de sus posibilidades, trabajó en uno de los restaurantes más prestigiosos de la ciudad, donde el hecho de que en sus mesas se sentasen presidentes o ministros no le sirvió para escapar de la discriminación.
En un ambiente muy distendido -risas y bromas en cada punto y seguido-, Cecilia dice que odia las redes sociales, que ella es de chatear en los bares -con una caña y una buena tapa de por medio- porque ahí es más fácil saber “si te mienten o no”. Y aunque recela de hablar de su vida sentimental, tira de un refrán que bien puede servir para dibujar su situación: “Cuando el dinero no entra por la puerta, el amor sale por la ventana”. Más risas y miradas que son un “llevas razón” de sus compañeros de desayuno hasta que una duda del periodista las corta en seco.
-Cecilia, ¿te sientes sola?
(Y ahora, no son necesarias más preguntas. Ni repreguntas, ni aclaraciones. Sólo dejar la grabadora correr.)
-A veces. A todos nos viene un palo en la vida y nos parte por la mitad. De la noche a la mañana te cambia la vida radical. Hay momentos de soledad en los que me siento tan sola, tan sola, tan sola que desearía irme… pero luego digo, adelante. Somos almas heridas, muy, muy heridas. Se nos hace daño -posiblemente- más que a la mayoría porque estamos cansadas de luchar siempre por lo mismo. No está todavía asumido que las personas seamos diferentes. Soy Cecilia, ni nada ni nadie, y como tal se me tiene que aceptar.
[…]
-Tanto insulto, mata. Llega un momento en el que piensas: ¿dónde está la generación siguiente? ¿Por qué me insulta una persona joven? Puedo entender que una persona de mi edad me insulte, no lo puedo cambiar: es una generación perdida. ¿Dónde está la siguiente generación? Esa que diga que es gay no por su orientación sexual, sino porque se identifica con las personas LGTB. Esa que grite “yo también soy diferente porque soy heterosexual”. ¿Dónde está?
Una común "situación de aislamiento"
En los cinco pisos que actualmente gestiona la Fundación 26 de Diciembre conviven 16 personas que acceden a ellos en función de criterios médicos, psicológicos y sociales y pagan un alquiler mensual de unos 200 euros más gastos. La mayoría de ellos sufragan los gastos gracias a las ayudas sociales. A Juan José Argüello le cuesta dibujar un perfil denominador común de los inquilinos de estos pisos cedidos por el Consistorio de Manuela Carmena. Tantos como personas mayores que se acercan en algún momento a la sede de la Fundación: desde el mayor homosexual con VIH que vuelve al armario durante su vejez por miedo a no ser aceptado en una residencia de ancianos a hombres o mujeres que han admitido su orientación sexual en su jubilación y han sido rechazados por sus hijos y nietos.
“Son personas que han vivido su juventud siendo los diferentes por el simple hecho de sentirse atraídos sexualmente por personas del mismo sexo. Eso supuso el rechazo -e incluso el abandono- por parte de sus familias. A partir de ahí, empiezan a tener una trayectoria de relaciones entre los iguales que a veces no cuajan y ahora están en soledad”, explica el experto de la Fundación 26D. En definitiva, si se le pide a Argüello que ponga sobre la mesa una característica común de todos ellos la dada es la “situación de aislamiento”.
En esas circunstancias llegó a la entidad Eduardo y su perra Victoria, quienes ahora comparten desayuno con Ricardo, Brenda y Cecilia. Nada hacía presagiar hace décadas cuando llegó a España de su Uruguay natal -con tres carreras universitarias y un posgrado- que acabaría durmiendo en la calle tras ser completamente “desahuciado por el sistema”. Autodenomina su caso como uno “atípico” porque, según su relato, nunca ha sufrido discriminación: “En Uruguay nada de perseguir maricones, ni campos de concentración ni nada. Cuando llegué a España y conocí lo que había sucedido durante la dictadura me quedé ‘patitieso’”, explica a sus 60 años quien suma en su experiencia laboral años como profesor universitario, ‘segurata' u operador de ‘call center’. “Hasta que llegó la cuesta abajo”. Comenzó a cuidar de personas mayores hasta que su espalda hizo ‘crack'. Y después, la calle.
¿Cómo trabajar la ilusión si no hay ingresos?
Aunque a medida que sucede la conversación los cuatro amigos, compañeros o conocidos -según la percepción de cada uno- intentan resaltar los rasgos que los distinguen del resto, sus vivencias afloran a la luz otro elemento común, otro leitmotiv que articula todas las historias: los problemas con la inserción laboral. “¿Cómo trabajar la ilusión y la esperanza si no tienen ningún tipo de ingresos?”, se preguntan desde la Fundación. “Todo pasa por el empleo”, asevera Argüello, quien reconoce que la mayoría de los mayores LGTBI que piden ayuda sobreviven gracias a las ayudas sociales y las rentas mínimas. En ocasiones, personas con tan sólo 50 años, por lo que debería quedarle más de una década de cotizaciones.
Brenda -“la que más liga del grupo”, según la mayoría absoluta del Congreso que se sienta esta mañana en torno al desayuno- trabaja en la Fundación atendiendo a personas mayores. “Bueno, son de mi edad (61 años), pero ellos parecen mayores”, aclara antes de seguir narrando cómo llegó a España procedente de América Latina hace seis años para cuidar ancianos “sin decir que era transexual”. Se tuvo que descubrir cuando a los dos años de trabajo para aquella familia le pidió un contrato en regla. “Se enteraron y me dijeron no, no y no”, recuerda. Y en ese momento, se repetía la misma escena que la ha acompañado en buena parte de su vida: “Todo era muy bonito, siempre daba el perfil hasta que sacaba el documento de identidad. Ahí llegaba el ‘ya te llamaremos”.
A Brenda la vida le ha dado “tantos palos como alegrías” y aunque ha tenido tres parejas, dice que ha aprendido “a vivir sola”. De nuevo, las decepciones. Explica -con la voz entrecortada- que tras un amor truncado se juró a sí misma no sufrir por un hombre en su “puta vida”: “Prefiero tener al lado cualquier animal, menos al ser humano”.
Ricardo -tinerfeño de madre catalana y padre vasco-riojano- es el compañero de piso del uruguayo Eduardo. El encargado de preparar el desayuno para el resto, ha encontrado “su” hogar en este piso de autogestión y supervisado por la Fundación desde hace un año. Después de varias idas y venidas de maletas durante sus 60 años, explica estar tranquilo y “acompañado”.
Asegura tener una capacidad de defensa enorme y “una lengua que es un hacha”. Dos cualidades que son la consecuencia de una vida en la que fue discriminado desde su infancia. Ya no se le saltan las lágrimas cuando recuerda cómo la misma pesadilla se repetía noche tras noche. “Entraba yo al ascensor con una profesora y a medida que íbamos subiendo ella se iba convirtiendo en Don Benigno y Don Primitivo. Luego, los insultos y las palizas”, cuenta. Eran dos maestros de su colegio religioso que le maltrataban al grito de “mariquita”. “No sé, sería por mi voz muy aguda o mi pluma”, afirma.
Estudió Artes y Publicidad. Y se ha tirado lustros viviendo “en casa ajena”. “De amigos, eh. No parejas. A mí las parejas siempre me han sobrado: están bien para un rato pero siempre he sido muy libre”, matiza. Reconoce haber vivido “en la cuerda floja” -“gastando menos que un ciego en novelas”- hasta que conoció el proyecto de la Fundación. “El piso ha sido como si me hubiese tocado la lotería”, asegura Ricardo.
Desde la 26 de Diciembre recalcan que según las proyecciones de población del Instituto Nacional de Estadística, España será cada vez más un país más envejecido: sigue subiendo la esperanza de vida y el número de personas mayores de 100 años. Entre ellos, los mayores LGTBI. Una variable para la que las instituciones, según denuncia la Fundación, no están “concienciadas”: “Si fuésemos otro tipo de organización tendríamos incluso un local gratuito, este lo estamos manteniendo con grandes esfuerzos -incluso personales-”.
“Este programa no es un capricho: lo que les toca es vivir, no que les vivan”.
Son mayores LGTBI, “los más invisibles de los invisibles”, sus maletas están cargadas de una vida llena de insultos, persecuciones y palizas “por ser diferentes” y ahora, a su vejez, se les cambia el rostro cuando escuchan la palabra “soledad”: “Somos almas heridas, muy heridas, y con los años te haces más débil para luchar siempre por lo mismo: por que se nos respete”.
Los anfitriones en esta ocasión son Eduardo y Ricardo. Uruguayo y español, llevan más de un año viviendo juntos en este piso gracias a la Fundación 26D y el Ayuntamiento de Madrid, desde donde se han cedido cinco pisos para que mayores homosexuales y transexuales en riesgo de exclusión social puedan vivir. “Aquí todos los armarios están abiertos”, avisan.
Decorado hasta el último rincón del luminoso piso, la cocina -al final del piso y con vistas a un patio de vecinos donde se pueden escuchar voces en todos los idiomas- sirve de punto de encuentro para los dos compañeros gais y sus dos amigas Brenda y Cecilia. La primera, transexual aunque no se ha sometido a un proceso de reasignación de sexo -“no me considero una mujer, aunque de masculino no tenga nada”, dice- y la segunda, una mujer “sin etiquetas”: “Soy Cecilia y punto”.
Eduardo, Ricardo, Brenda y Cecilia son mayores LGTBI. Según la Fundación 26 de Diciembre -que tomó ese nombre por el día de 1978 en el que se derogó la ley franquista de vagos y maleantes en la que se incluían a los homosexuales como delincuentes- son “los invisibles dentro de los invisibles”. Una parte del colectivo gay “completamente olvidada” por la sociedad y por las instituciones públicas, tal y como explica Juan José Argüello, uno de los responsables de la entidad que tiene su sede en una de las últimas vaquerías de la capital, en pleno pulmón de Lavapiés. Este psicólogo argumenta su tesis de los invisibles con números: si hasta el 10% de la población pertenece al colectivo no normativo, en Madrid habría unos 400.000 gais, lesbianas, bisexuales o transexuales. De ellos, el 20% tendría más de 50 años. Es decir, 60.000 mayores LGTBI.
-¿Dónde están?
-Son invisibles.
-¿Por qué son invisibles?
-Porque son personas que arrastran mucha discriminación, mucho estigma. Son seres que han sufrido lo peor por tener una orientación sexual distinta a la mayoría. Hombres y mujeres que arrastran años de persecución, de injurias, de maltrato, de vejaciones. Y lo peor, han sufrido el abandono por parte de sus familias.
A hostias por bolleras y marimachos
En la parte de la mesa más próxima a la ventana se ha sentado Cecilia. Flanqueada a su derecha por Brenda, su compañera de piso con la que después de meses de convivencia han comenzado a entenderse, y por Belén, otra de las responsables de la Fundación 26D. Nació en El Bierzo aunque creció en Hernani hasta que a los 22 años se trasladó “a vivir” a Madrid. En la capital recayó “en el mejor barrio posible”: Chueca, “lleno de prostitutas y maricones”. Allí, en aquella jungla de asfalto fue libre durante muchos años. Dice que se encontró un ambiente masculino, que mujeres “había cuatro”. “Las mujeres nunca hemos existido, así que lesbianas mucho menos. Estaban todas en casa, criando hijos o cuidando de sus mayores”, explica sin temblarle la voz. “Así que las únicas desgraciadas que salíamos a la calle nos daban hostias para aburrir”, recuerda.
Por marimachos.
Por bolleras.
Por tortilleras.
Por camioneras.
[…]
Cecilia -quien insiste durante toda la conversación en no ser etiquetada en ninguna sigla- puede seguir enumerando insultos que le han gritado. Y que siguen gritándole en pleno 2017. En este mismo año en el que su Madrid se ha convertido en capital mundial de la tolerancia durante el World Pride. “No lo entiendo, no lo entiendo”, repite una y otra vez esta asistente de seguridad del Museo Reina Sofía, quien acumula contratos temporales a su currículum desde que estalló la burbuja inmobiliaria y se vio en la calle. Antes de vender casas y pisos en la España que vivió por encima de sus posibilidades, trabajó en uno de los restaurantes más prestigiosos de la ciudad, donde el hecho de que en sus mesas se sentasen presidentes o ministros no le sirvió para escapar de la discriminación.
En un ambiente muy distendido -risas y bromas en cada punto y seguido-, Cecilia dice que odia las redes sociales, que ella es de chatear en los bares -con una caña y una buena tapa de por medio- porque ahí es más fácil saber “si te mienten o no”. Y aunque recela de hablar de su vida sentimental, tira de un refrán que bien puede servir para dibujar su situación: “Cuando el dinero no entra por la puerta, el amor sale por la ventana”. Más risas y miradas que son un “llevas razón” de sus compañeros de desayuno hasta que una duda del periodista las corta en seco.
-Cecilia, ¿te sientes sola?
(Y ahora, no son necesarias más preguntas. Ni repreguntas, ni aclaraciones. Sólo dejar la grabadora correr.)
-A veces. A todos nos viene un palo en la vida y nos parte por la mitad. De la noche a la mañana te cambia la vida radical. Hay momentos de soledad en los que me siento tan sola, tan sola, tan sola que desearía irme… pero luego digo, adelante. Somos almas heridas, muy, muy heridas. Se nos hace daño -posiblemente- más que a la mayoría porque estamos cansadas de luchar siempre por lo mismo. No está todavía asumido que las personas seamos diferentes. Soy Cecilia, ni nada ni nadie, y como tal se me tiene que aceptar.
[…]
-Tanto insulto, mata. Llega un momento en el que piensas: ¿dónde está la generación siguiente? ¿Por qué me insulta una persona joven? Puedo entender que una persona de mi edad me insulte, no lo puedo cambiar: es una generación perdida. ¿Dónde está la siguiente generación? Esa que diga que es gay no por su orientación sexual, sino porque se identifica con las personas LGTB. Esa que grite “yo también soy diferente porque soy heterosexual”. ¿Dónde está?
Una común "situación de aislamiento"
En los cinco pisos que actualmente gestiona la Fundación 26 de Diciembre conviven 16 personas que acceden a ellos en función de criterios médicos, psicológicos y sociales y pagan un alquiler mensual de unos 200 euros más gastos. La mayoría de ellos sufragan los gastos gracias a las ayudas sociales. A Juan José Argüello le cuesta dibujar un perfil denominador común de los inquilinos de estos pisos cedidos por el Consistorio de Manuela Carmena. Tantos como personas mayores que se acercan en algún momento a la sede de la Fundación: desde el mayor homosexual con VIH que vuelve al armario durante su vejez por miedo a no ser aceptado en una residencia de ancianos a hombres o mujeres que han admitido su orientación sexual en su jubilación y han sido rechazados por sus hijos y nietos.
“Son personas que han vivido su juventud siendo los diferentes por el simple hecho de sentirse atraídos sexualmente por personas del mismo sexo. Eso supuso el rechazo -e incluso el abandono- por parte de sus familias. A partir de ahí, empiezan a tener una trayectoria de relaciones entre los iguales que a veces no cuajan y ahora están en soledad”, explica el experto de la Fundación 26D. En definitiva, si se le pide a Argüello que ponga sobre la mesa una característica común de todos ellos la dada es la “situación de aislamiento”.
En esas circunstancias llegó a la entidad Eduardo y su perra Victoria, quienes ahora comparten desayuno con Ricardo, Brenda y Cecilia. Nada hacía presagiar hace décadas cuando llegó a España de su Uruguay natal -con tres carreras universitarias y un posgrado- que acabaría durmiendo en la calle tras ser completamente “desahuciado por el sistema”. Autodenomina su caso como uno “atípico” porque, según su relato, nunca ha sufrido discriminación: “En Uruguay nada de perseguir maricones, ni campos de concentración ni nada. Cuando llegué a España y conocí lo que había sucedido durante la dictadura me quedé ‘patitieso’”, explica a sus 60 años quien suma en su experiencia laboral años como profesor universitario, ‘segurata' u operador de ‘call center’. “Hasta que llegó la cuesta abajo”. Comenzó a cuidar de personas mayores hasta que su espalda hizo ‘crack'. Y después, la calle.
¿Cómo trabajar la ilusión si no hay ingresos?
Aunque a medida que sucede la conversación los cuatro amigos, compañeros o conocidos -según la percepción de cada uno- intentan resaltar los rasgos que los distinguen del resto, sus vivencias afloran a la luz otro elemento común, otro leitmotiv que articula todas las historias: los problemas con la inserción laboral. “¿Cómo trabajar la ilusión y la esperanza si no tienen ningún tipo de ingresos?”, se preguntan desde la Fundación. “Todo pasa por el empleo”, asevera Argüello, quien reconoce que la mayoría de los mayores LGTBI que piden ayuda sobreviven gracias a las ayudas sociales y las rentas mínimas. En ocasiones, personas con tan sólo 50 años, por lo que debería quedarle más de una década de cotizaciones.
Brenda -“la que más liga del grupo”, según la mayoría absoluta del Congreso que se sienta esta mañana en torno al desayuno- trabaja en la Fundación atendiendo a personas mayores. “Bueno, son de mi edad (61 años), pero ellos parecen mayores”, aclara antes de seguir narrando cómo llegó a España procedente de América Latina hace seis años para cuidar ancianos “sin decir que era transexual”. Se tuvo que descubrir cuando a los dos años de trabajo para aquella familia le pidió un contrato en regla. “Se enteraron y me dijeron no, no y no”, recuerda. Y en ese momento, se repetía la misma escena que la ha acompañado en buena parte de su vida: “Todo era muy bonito, siempre daba el perfil hasta que sacaba el documento de identidad. Ahí llegaba el ‘ya te llamaremos”.
A Brenda la vida le ha dado “tantos palos como alegrías” y aunque ha tenido tres parejas, dice que ha aprendido “a vivir sola”. De nuevo, las decepciones. Explica -con la voz entrecortada- que tras un amor truncado se juró a sí misma no sufrir por un hombre en su “puta vida”: “Prefiero tener al lado cualquier animal, menos al ser humano”.
Ricardo -tinerfeño de madre catalana y padre vasco-riojano- es el compañero de piso del uruguayo Eduardo. El encargado de preparar el desayuno para el resto, ha encontrado “su” hogar en este piso de autogestión y supervisado por la Fundación desde hace un año. Después de varias idas y venidas de maletas durante sus 60 años, explica estar tranquilo y “acompañado”.
Asegura tener una capacidad de defensa enorme y “una lengua que es un hacha”. Dos cualidades que son la consecuencia de una vida en la que fue discriminado desde su infancia. Ya no se le saltan las lágrimas cuando recuerda cómo la misma pesadilla se repetía noche tras noche. “Entraba yo al ascensor con una profesora y a medida que íbamos subiendo ella se iba convirtiendo en Don Benigno y Don Primitivo. Luego, los insultos y las palizas”, cuenta. Eran dos maestros de su colegio religioso que le maltrataban al grito de “mariquita”. “No sé, sería por mi voz muy aguda o mi pluma”, afirma.
Estudió Artes y Publicidad. Y se ha tirado lustros viviendo “en casa ajena”. “De amigos, eh. No parejas. A mí las parejas siempre me han sobrado: están bien para un rato pero siempre he sido muy libre”, matiza. Reconoce haber vivido “en la cuerda floja” -“gastando menos que un ciego en novelas”- hasta que conoció el proyecto de la Fundación. “El piso ha sido como si me hubiese tocado la lotería”, asegura Ricardo.
Desde la 26 de Diciembre recalcan que según las proyecciones de población del Instituto Nacional de Estadística, España será cada vez más un país más envejecido: sigue subiendo la esperanza de vida y el número de personas mayores de 100 años. Entre ellos, los mayores LGTBI. Una variable para la que las instituciones, según denuncia la Fundación, no están “concienciadas”: “Si fuésemos otro tipo de organización tendríamos incluso un local gratuito, este lo estamos manteniendo con grandes esfuerzos -incluso personales-”.
“Este programa no es un capricho: lo que les toca es vivir, no que les vivan”.
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