viernes, 1 de diciembre de 2017

#hemeroteca #diversidadfuncional | La diversidad funcional como oportunidad para las nuevas masculinidades

Imagen: Google Imágenes / Fotograma de 'Yes, we fuck!'
La diversidad funcional como oportunidad para las nuevas masculinidades.
Antonio Centeno, activista del Movimiento de Vida Independiente, co-director del documental ‘Yes, we fuck!’ y actor de ‘Vivir y otras ficciones’, presenta la diversidad funcional como una oportunidad para repensar la identidad masculina.
Antonio Centeno | Interferencias, El Diario, 2017-12-01
http://www.eldiario.es/interferencias/diversidad_uncional-masculinidad_6_713988596.html

Para mí la necesidad de reflexionar sobre la masculinidad es una cuestión personal. A los 13 años me rompí el cuello y con ello cualquier referencia válida sobre lo que podía significar “ser hombre”. Ni en el entorno cotidiano de mi barrio del extrarradio barcelonés, ni en el mundo de la cultura que puso a mi alcance la escuela pública ni en los (escasos) medios de comunicación había un solo hombre tetrapléjico. Bueno, miento, el amigo Ramón Sampedro asomaba su afable rostro en algún que otro telediario, pero el mensaje resultaba poco atractivo para un chaval en plena adolescencia. Por supuesto, tampoco se mostraba a ninguna mujer con tetraplejia, ni siquiera a alguna con ambiciones suicidas.

Dado que los médicos, y el resto del entorno cultural patriarcal, me habían convencido de que nada relacionado con la sexualidad iba a ser buena idea para mí, intenté enterrar estos temas lo más hondo que pude, incluida la cuestión de qué sentido tenía mi identidad como hombre. Por pura supervivencia, tuve que priorizar la construcción de mi identidad como “persona con diversidad funcional”. Seguí a rajatabla el guión del “buen minusválido”: estudié, conseguí trabajo, vivienda y... y aquí choqué con el techo de cemento, todo era mentira, intentar encajar no servía para tener una vida equiparable al resto de mortales. Cuando a los 32 años tu madre tiene que seguir limpiándote el culo porque los poderes públicos sólo estaban para agitar ante ti la zanahoria de la superación made in Disney, cualquier idea de libertad o de intimidad queda vacía de contenido (para ti y para tu madre).

Afortunadamente, pude politizar toda esa rabia militando en el Movimiento de Vida Independiente. Las luchas y reflexiones colectivas me enseñaron a ver que el problema no era mi cuerpo, sino un medio social hostil a mi manera de funcionar, de hacer las cosas. Es decir, la realidad no era que yo no pudiese subir al autobús porque mis piernas estuviesen mal, sino que se me prohibía subir a un autobús mal hecho, poco realista, que no tenía en cuenta mi manera de moverme. Desde este convencimiento, empezamos a auto-nombrarnos como “personas con diversidad funcional”, conseguimos cambiar leyes y poner en marcha experiencias piloto de asistencia personal que permitieron emanciparse a quienes participaron (yo entre ellas) sin tener que vivir ni en recluidas en instituciones ni al albur de la buena voluntad de (las mujeres de) la familia.

Sin embargo, ni el éxito de las pruebas piloto ni las posibilidades que abrieron las nuevas leyes fueron suficiente para extender de manera generalizada el modelo de vida independiente. Tuvimos que asumir que las leyes no escritas, aquellas que nos enseñan cómo mirar, valorar y actuar ante determinada realidad que nos resulta ajena, son más poderosas que las leyes sancionadas por los parlamentos. Esencialmente, se nos seguía considerando infantes, seres angelicales y naturalmente dependientes a los que hay que proteger a toda costa, incluso por encima de nuestra libertad personal. Aquí nos dimos cuenta de que, si bien el “modelo social de la diversidad funcional” nos había ayudado mucho estableciendo que el cuerpo no era el problema, se había quedado corto, se había olvidado de decirnos que el cuerpo no sólo no era el problema si no que era la solución: debíamos visibilizarnos como cuerpos sexuados, deseantes y deseables para romper con las dinámicas infantilizadoras que naturalizaban las situaciones de dependencia, había que sexualizar la diversidad funcional para politizarla.

En este sentido, proyectos como el documental 'Yes, we fuck!' (2015), la película 'Vivir y otras ficciones' (2016) o la web www.asistenciasexual.org (2017) han contribuido a generar un incipiente y nuevo imaginario colectivo sobre la sexualidad y la diversidad funcional en complicidad política con lo queer, con el activismo gordo, con el pensamiento decolonial, con los trabajos sexuales… Un proceso tan potente en lo personal (que es político) como en lo político (que es personal). Aquel chaval de 13 años se ha visto, finalmente y sin escapatoria posible, ante el espejo que le devuelve la pregunta ¿qué sentido tiene identificarte como hombre? Una cuestión harto compleja en la que resulta fácil acabar divagando sin más, así que intentaré centrarme en tres ejes que sustentan una cierta construcción de la masculinidad y que se han visto alterados por mi experiencia de la diversidad funcional: el cuerpo, la sexualidad y los afectos.

El cuerpo masculino es fuerte, vigoroso, y compite por ocupar el espacio público. Mi cuerpo tullido es débil, frágil y sin cooperación tendría vetado el acceso a buena parte de ese mismo espacio público. Lo cierto es que aceptar y valorar los cuerpos funcionalmente diversos ha generado –para todo el mundo- un urbanismo y una arquitectura más amables, un transporte público más confortable y seguro, una educación con más y mejores herramientas pedagógicas, por ejemplo. Así que, quizás, si dejamos de buscarnos en los cuerpos que anuncian colonia o coches o maquinillas de afeitar y rebuscamos en la historia de la especie humana –que basó su éxito evolutivo en hacer de su fragilidad el motor de la cooperación comunitaria- podremos construir una idea de “cuerpo masculino” interesante y más vivible, en tanto que nos invita a asumir individual y colectivamente nuestra vulnerabilidad. Mi cuerpo empieza en mí, pero somos todas.

Para la masculinidad hegemónica la sexualidad se reduce a las prácticas sexuales y éstas a lo que el porno ha establecido como legítimo. Un universo erótico tan pobre que cada vez somos más las que desde nuestra corporalidad, orientación, identidad o preferencias decimos que ni estamos ahí ni queremos estar, que reformar la normatividad imperante es imposible, que hay que ponerla en cuestión en su conjunto y construir alternativas más respetuosas con las libertades y las diversidades en todos sus aspectos. Si follamos todas follamos mejor. La diversidad funcional supone estar fuera de ese estrecho guión pornográfico, y por lo tanto una oportunidad para construir una sexualidad más desgenitalizada (en el sentido no de prescindir de los genitales sino de desposeerlos de su categoría de centro del universo erótico), más lúdica (las prótesis, órtosis y demás aparataje médico pueden resignificarse para ampliar un uso ya de por sí generalizado de juguetería erótica, por ejemplo) y con más espacio para la comunicación (desde las miradas a los juegos psicológicos en general y de rol en particular). En la sexualidad tullida no hay manual, así que podemos vivir deseos que sean realmente nuestros y placeres que no precisen la autorización de nada ni nadie.

Los hombres no lloran. Es decir, no sienten, y si sienten no muestran sus afectos. Esta rigidez de porcelana en lo emocional supone una fragilidad extrema para la identidad masculina, genera individuos angustiados, incapaces de relacionarse saludablemente y, a menudo, violentos con los demás y consigo mismos. Así, los vínculos afectivos de la masculinidad arquetípica se construyen desde los roles del conquistador y del macho proveedor. En ambos resulta difícil encajar desde la diversidad funcional. En el primero, por no cumplir con los atributos corporales y estéticos típicamente masculinos y, en el segundo, por las barreras de acceso al mundo educativo y laboral. Estos desajustes y la necesidad de contar explícitamente con “el otro” para muchas tareas cotidianas más allá de los apoyos profesionales, como beber un vaso de agua o rascarse la nariz en una cena íntima, abren la puerta a construir los vínculos afectivos de la masculinidad tullida desde una comunicación constante y asertiva, con un marcado acento en los cuidados emocionales. Más allá de los mitos del superhéroe de la superación y de la esclava abnegada, el escenario de los afectos queda básicamente conformado por una reciprocidad empática en la comunicación y en el cuidado emocional como única posibilidad de hacer sostenible lo cotidiano.

Por supuesto, todo lo expuesto hasta aquí responde a una experiencia pequeña y con unas coordenadas concretas de raza, clase, orientación sexual, etc. No es, por tanto, generalizable, pero tampoco obviable, porque es real. En particular, tal y como se han presentado algunas cuestiones, pudiera parecer que romperse el cuello es algo maravilloso. Ya sabemos que la realidad resulta más compleja y difícil, y también que habitualmente se señala la diversidad funcional solamente como problema. Aquí he querido presentarla como oportunidad, un posible punto de fuga para la construcción de nuevas masculinidades. Elementos como asumir la fragilidad del cuerpo y su dimensión comunitaria, vivir una sexualidad menos normativa y más lúdica o construir los vínculos afectivos desde la comunicación y los cuidados emocionales resultan claves para que los hombres tomemos conciencia de nuestros privilegios y encontremos estrategias para deshacerlos. Acabar con el machismo es responsabilidad de todas, pero nuestro papel en las luchas feministas no es hacer el ridículo pretendiendo liberar a las mujeres, sino liberarnos a nosotros mismos de los privilegios que establecen unas relaciones de dominación en las que todas somos infelices y, no olvidemos, ellas son asesinadas.

A ojos de mi abuela, tanto yo como mis amigas y amigos podríamos ser consideradas transgéneros (caso que mi abuela hubiese conocido el palabro) respecto al mundo en que ella creció. Lo esperable y deseable es que este proceso se intensifique, de manera que las identidades sexuales sean cada vez más diversas, permeables y vivibles, menos puras e impuestas. Aceptar la diversidad funcional como parte de la inagotable variedad de maneras en que la unicidad irrepetible de cada vida humana nos permite ser y estar en el mundo debería ayudarnos a avanzar en el camino de asumir, finalmente, que el género es un cuento y los cuentos, cuentos son.

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