Imagen: El País / Paula Beatriz Souza |
El colectivo ha sufrido en Brasil el mayor número de asesinatos a pesar de los derechos e hitos culturales logrados.
Tom C. Avendaño | El País, 2017-12-30
https://elpais.com/internacional/2017/12/30/america/1514663564_226952.html
Paula Beatriz Souza, de 42 años, se ha vuelto famosa ahora, tras casi década y media dirigiendo el mismo colegio público en las empobrecidas afueras de São Paulo, el cual, la verdad sea dicha, se ha convertido en sus manos en el mejor de la zona. En marzo, la Consejería de Educación de São Paulo publicó un comunicado homenajeándola por su trabajo en la Escuela Infantil Santa Rosa de Lima desde 2003. El documento subrayaba, sin inocencia alguna, otro detalle: Paula Beatriz es transexual. La primera y única, de hecho, en dirigir un colegio público en el corazón financiero de Brasil y seguramente hasta del país entero (no existe un censo oficial que lo confirme).
Entonces empezaron las invitaciones a la televisión, la radio y las entrevistas a periódicos. “La primera vez que fui a televisión fue una semana que tenía reunión de padres: se formó una fila para felicitarme por contar mi historia en público”, recuerda desde su despacho en la escuela, escondido tras un laberinto de administradores, archivadores, ordenadores de décadas pasadas y paredes desconchadas. Negra, alta como una estatua e inapelablemente seria, Paula Beatriz usa la voz solo para dar información pura y dura, de la emoción se encargan las manos, que puntualizan cada palabra y se cierran entre sí cuando acaba la frase. Pero al recordar aquella reunión, su cara refleja una expresión de orgullo: “No me ven como una transexual, me ven como la directora del colegio”.
La de Paula Beatriz es una historia de éxito y sus relatos, una pacífica victoria contra la homofobia tras otra. Por ejemplo: “A los diez, 11 años, me dieron unas pastillas que tenían que curar mi sexualidad y tenían efectos secundarios. Y recuerdo a mi madre tirándolas a la basura y diciendo, ‘Si me sale maricón, me salió maricón; si me sale travesti, me salió travesti. Pero loco mi hijo no va a salir”, recuerda.
Hubo otra transexual de 42 años que ganó notoriedad en Brasil los mismos días del mes de marzo: Dandara dos Santos, protagonista de un vídeo grabado con un móvil en el Estado de Ceará, al norte; en él, varios hombres la golpean, primero a patadas y luego con una tabla de madera. Cuando ya está cubierta de polvo y sangre, la suben a una carretilla. Según el acta policial, le pegaron dos tiros en la cara y la siguieron golpeando.
Ahora mismo en Brasil hay dos países en colisión: en uno, ser transexual es maravilloso; en el otro, una maldición. Y cuanto más avanza uno, más radical se vuelve el otro. Sigue una serie de titulares de 2017, año de un espectacular boom de avances e hitos culturales para el colectivo. Una sentencia del Tribunal Supremo permite que se cambien el nombre y el género en su documentación sin pasar por cirugía. En octubre, la telenovela de las ocho de la tarde, motor educativo de este país escaso en escuelas, tuvo a un transexual como protagonista y mostró, ante millones de espectadores, la transición de cuerpo de mujer a hombre. El fenómeno pop del año ha sido Pabllo Vittar, la ‘drag queen’ con más seguidores en Instagram en todo el mundo. La noche y las calles se han llenado de personas de todas las edades que le imitan. Hay por primera vez transexuales en la liga de voleibol y representando a escuelas de samba en el Carnaval de Río. La web Transempregos, que ofrece puestos de trabajo al colectivo, tenía 12 empresas en 2014; hoy son 46. “Cuando traemos a una artista drag internacional viene convencida de que está en un oasis”, explica Leonardo Polo, que organiza las fiestas de drag queens más concurridas de São Paulo. Y suspira: “Entonces tenemos que explicarle la realidad”.
Esa realidad es que Brasil es, desde 2015, el país donde más transexuales se asesinan en todo el mundo y aunque el triste honor se deba en parte al enorme tamaño de su territorio y población, lo alarmante es que cada vez se mata más. Según el Grupo Gay da Bahía, en 2016 fueron asesinados 144, un 22% más que en 2015, pero menos que 2017: ya vamos por 183 asesinatos. Récord histórico. Y para los que viven, la discriminación es tan salvaje que, según la Orden de Abogados de Brasil, el 82% abandona los estudios, lo que les marca toda la vida. “La cadena de exclusiones, en la familia, en la escuela, y en el mercado de trabajo al final culmina en que las opciones se reduzcan a la prostitución, al tráfico de drogas o a actuar en casas nocturnas”, lamenta Silvia Cavallere, vicepresidenta de la asociación União Nacional LGBT. En general, el tiempo medio de vida de un transexual brasileño es de 35 años, la mitad que un cishetero.
En otro país habría que viajar para ver polos tan opuestos. En Brasil, contradictorio por naturaleza, no hay ni que cambiar de código postal. A las puertas del Museo de Arte de São Paulo, una de las instituciones más prestigiosas de América Latina, en el centro de la ciudad, está Dannyele Cavalcante, de 27 años, rubia y con unas enormes gafas de pasta. Se fue de su Paraíba natal, al norte, porque allí a una transexual no le daban empleo. Ayudada por un nuevo programa del ayuntamiento, que la formó y la metió en una bolsa de empleo, ahora trabaja en el museo. Preguntada por el futuro, hace algo hasta ahora prohibido para alguien así en este país: ilusionarse. “Cuando acabe mi contrato aquí quiero ser trabajadora social, ayudar a mi colectivo”, sonríe. Ha llegado hasta aquí. Todo es posible.
Unas calles más allá está Anita, de edad y origen parecidos. Ella, sin embargo, ha acabado prostituyéndose. “¿Y qué vas a hacer, si has dejado tu casa, estás en São Paulo y tienes que pagar facturas?”, se defiende. No fue la primera transexual obligada a prostituirse contactada por este diario: Andie no llegó a su cita con el reportero y el fotógrafo porque el día antes, un cliente le había propinado una paliza que la llevó al hospital. Preguntada por el futuro, Anita insiste en que lo que quiere es salir de la calle. Se encoge de hombros y suelta una risita resignada. “Pero ya veremos. Todo está difícil y yo soy trans”.
Entonces empezaron las invitaciones a la televisión, la radio y las entrevistas a periódicos. “La primera vez que fui a televisión fue una semana que tenía reunión de padres: se formó una fila para felicitarme por contar mi historia en público”, recuerda desde su despacho en la escuela, escondido tras un laberinto de administradores, archivadores, ordenadores de décadas pasadas y paredes desconchadas. Negra, alta como una estatua e inapelablemente seria, Paula Beatriz usa la voz solo para dar información pura y dura, de la emoción se encargan las manos, que puntualizan cada palabra y se cierran entre sí cuando acaba la frase. Pero al recordar aquella reunión, su cara refleja una expresión de orgullo: “No me ven como una transexual, me ven como la directora del colegio”.
La de Paula Beatriz es una historia de éxito y sus relatos, una pacífica victoria contra la homofobia tras otra. Por ejemplo: “A los diez, 11 años, me dieron unas pastillas que tenían que curar mi sexualidad y tenían efectos secundarios. Y recuerdo a mi madre tirándolas a la basura y diciendo, ‘Si me sale maricón, me salió maricón; si me sale travesti, me salió travesti. Pero loco mi hijo no va a salir”, recuerda.
Hubo otra transexual de 42 años que ganó notoriedad en Brasil los mismos días del mes de marzo: Dandara dos Santos, protagonista de un vídeo grabado con un móvil en el Estado de Ceará, al norte; en él, varios hombres la golpean, primero a patadas y luego con una tabla de madera. Cuando ya está cubierta de polvo y sangre, la suben a una carretilla. Según el acta policial, le pegaron dos tiros en la cara y la siguieron golpeando.
Ahora mismo en Brasil hay dos países en colisión: en uno, ser transexual es maravilloso; en el otro, una maldición. Y cuanto más avanza uno, más radical se vuelve el otro. Sigue una serie de titulares de 2017, año de un espectacular boom de avances e hitos culturales para el colectivo. Una sentencia del Tribunal Supremo permite que se cambien el nombre y el género en su documentación sin pasar por cirugía. En octubre, la telenovela de las ocho de la tarde, motor educativo de este país escaso en escuelas, tuvo a un transexual como protagonista y mostró, ante millones de espectadores, la transición de cuerpo de mujer a hombre. El fenómeno pop del año ha sido Pabllo Vittar, la ‘drag queen’ con más seguidores en Instagram en todo el mundo. La noche y las calles se han llenado de personas de todas las edades que le imitan. Hay por primera vez transexuales en la liga de voleibol y representando a escuelas de samba en el Carnaval de Río. La web Transempregos, que ofrece puestos de trabajo al colectivo, tenía 12 empresas en 2014; hoy son 46. “Cuando traemos a una artista drag internacional viene convencida de que está en un oasis”, explica Leonardo Polo, que organiza las fiestas de drag queens más concurridas de São Paulo. Y suspira: “Entonces tenemos que explicarle la realidad”.
Esa realidad es que Brasil es, desde 2015, el país donde más transexuales se asesinan en todo el mundo y aunque el triste honor se deba en parte al enorme tamaño de su territorio y población, lo alarmante es que cada vez se mata más. Según el Grupo Gay da Bahía, en 2016 fueron asesinados 144, un 22% más que en 2015, pero menos que 2017: ya vamos por 183 asesinatos. Récord histórico. Y para los que viven, la discriminación es tan salvaje que, según la Orden de Abogados de Brasil, el 82% abandona los estudios, lo que les marca toda la vida. “La cadena de exclusiones, en la familia, en la escuela, y en el mercado de trabajo al final culmina en que las opciones se reduzcan a la prostitución, al tráfico de drogas o a actuar en casas nocturnas”, lamenta Silvia Cavallere, vicepresidenta de la asociación União Nacional LGBT. En general, el tiempo medio de vida de un transexual brasileño es de 35 años, la mitad que un cishetero.
En otro país habría que viajar para ver polos tan opuestos. En Brasil, contradictorio por naturaleza, no hay ni que cambiar de código postal. A las puertas del Museo de Arte de São Paulo, una de las instituciones más prestigiosas de América Latina, en el centro de la ciudad, está Dannyele Cavalcante, de 27 años, rubia y con unas enormes gafas de pasta. Se fue de su Paraíba natal, al norte, porque allí a una transexual no le daban empleo. Ayudada por un nuevo programa del ayuntamiento, que la formó y la metió en una bolsa de empleo, ahora trabaja en el museo. Preguntada por el futuro, hace algo hasta ahora prohibido para alguien así en este país: ilusionarse. “Cuando acabe mi contrato aquí quiero ser trabajadora social, ayudar a mi colectivo”, sonríe. Ha llegado hasta aquí. Todo es posible.
Unas calles más allá está Anita, de edad y origen parecidos. Ella, sin embargo, ha acabado prostituyéndose. “¿Y qué vas a hacer, si has dejado tu casa, estás en São Paulo y tienes que pagar facturas?”, se defiende. No fue la primera transexual obligada a prostituirse contactada por este diario: Andie no llegó a su cita con el reportero y el fotógrafo porque el día antes, un cliente le había propinado una paliza que la llevó al hospital. Preguntada por el futuro, Anita insiste en que lo que quiere es salir de la calle. Se encoge de hombros y suelta una risita resignada. “Pero ya veremos. Todo está difícil y yo soy trans”.
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